Toda escritura requiere de una superficie donde pueda materializarse, lo que la vincula de manera inseparable con las dimensiones del espacio. En este sentido, las tres dimensiones—lo imaginario, lo simbólico y lo real—se entrelazan de manera particular, determinando la naturaleza de su conexión.
Lacan introduce un esbozo de topología cuaternaria en Aún, donde describe la progresión de las dimensiones: un punto, al cortar una línea, define la línea como unidimensional; una línea, al cortar una superficie, otorga dos dimensiones a esta última; y una superficie, al cortar el espacio, lo configura como tridimensional. A partir de aquí, Lacan señala que al llegar a tres dimensiones, inevitablemente se presenta una cuarta, aquella que no se cuenta explícitamente pero que es constitutiva del sistema.
Si bien esta lógica aún requería mayor elaboración para su plena articulación con la cadena borromea, el objetivo inicial de Lacan era precisar la estructura de dicha cadena como el anudamiento de las tres dimensiones mencionadas. Estas, en su conjunto, conforman una escritura que no sigue las reglas del espacio euclidiano.
Sin embargo, desde …ou pire, Lacan advierte la necesidad de “aplanar” esta estructura, permitiendo su inmersión en el espacio y su manipulación. Este proceso de puesta en plano resalta la relevancia que lo imaginario adquiere en este esquema.
Las tres dimensiones se estructuran a partir de la consistencia de la cuerda: cada una es un redondel de cuerda o nudo trivial que, al anudarse, forma una cadena particular. En lugar de cortarse entre sí como en el espacio euclidiano, se enlazan mediante un juego de pasajes por encima o por debajo unas de otras. En este contexto, el toro se vuelve fundamental, ya que su estructura permite el anudamiento: sin el agujero que porta, la conexión entre los elementos no sería posible.
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