A sus 35 años, Alejandro se consideraba afortunado. En medio de un mundo devastado por la ultragonorrea, donde la muerte se había convertido en un negocio lucrativo y los cementerios en símbolos de status y devoción, él había encontrado su lugar. Trabajaba en el Cementerio de Chacarita, uno de los más grandes y antiguos de la ciudad. Allí, la religiosidad renacida, combinada con la desesperación y el duelo, había transformado el mantenimiento de tumbas y mausoleos en una ocupación codiciada y respetada.
Alejandro, sin embargo, tenía algo que lo hacía especial: conocía los secretos de los muertos. Sabía quién estaba enterrado en cada rincón del cementerio, los nombres de los recientes fallecidos y, lo más importante, cómo contactar a aquellos que les extrañaban en silencio.
En este nuevo orden, la comunidad LGBT había desarrollado una tradición clandestina conocida como La Veloria. Una semana después del entierro oficial, amigos cercanos y parejas no reconocidas por las familias acudían de noche a las tumbas con flores, velas y recuerdos. Era su manera de honrar a los suyos lejos de las miradas represoras de la sociedad. Alejandro, con su conocimiento detallado, se había convertido en un aliado indispensable.
Pero su trabajo no era solo un refugio; también era una constante fuente de tensión. Cada noche, mientras limpiaba lápidas o reemplazaba flores marchitas, veía cómo la oscuridad traía consigo otro tipo de visitante: los hombres que buscaban los secretos de la Galería 23.
En apariencia, la Galería 23 era solo otro sector del cementerio, un pasillo estrecho repleto de nichos. Pero en la comunidad, era conocida como un lugar de encuentros furtivos. Allí, hombres disfrazados de dolientes llegaban con flores que no eran solo homenajes, sino códigos. Cada flor tenía un significado, un mensaje sutil que indicaba intenciones y preferencias.
Alejandro observaba, desde una prudente distancia, cómo esos hombres se buscaban entre las sombras, cómo el silencio del cementerio servía de cómplice a sus deseos. Para muchos, era el único lugar donde podían ser ellos mismos, aunque fuese por unos instantes.
Él mismo había sucumbido a la tentación en el pasado. La soledad, la necesidad de conexión, le habían llevado a participar en los encuentros de la Galería 23. Pero cuando el brote de ultragonorrea alcanzó su punto crítico, Alejandro decidió mantenerse al margen. Ahora, con la situación más controlada, la tentación de volver lo acechaba, aunque siempre estaba acompañado por el eco de la prudencia.
En la casa que compartía con sus amigos, Alejandro era conocido cariñosamente como "La Parca". Aunque el apodo era un recordatorio sombrío de su trabajo, él lo aceptaba con humor. Su habilidad para narrar anécdotas hilarantes sobre el cementerio lo había convertido en la fuente de risas del grupo.
Una de las historias favoritas era la de Olinda Bozán. Su tumba, ubicada en el panteón de actores, había adquirido un significado inesperado. "Olinda Bozán" se usaba como código para encuentros furtivos, y no eran pocos los hombres que se acercaban a Alejandro preguntando por su ubicación. Por una modesta propina, Alejandro los dirigía al lugar indicado, donde las flores dejadas en la tumba eran un pretexto para otros asuntos.
—¡Te juro que un día Olinda se va a levantar para cobrar regalías! —decía Alejandro entre risas, provocando carcajadas en sus amigos.
Patricio, sin embargo, era un poco más estricto. Temía que Alejandro trajera flores del cementerio a la casa, pensando que podrían infestar sus preciadas noctafloras con hongos. Con regularidad organizaba inspecciones improvisadas, revisando bolsillos y mochilas.
—Ya te dije que no traigo flores, Patricio —protestaba Alejandro entre risas—. Nunca lo haría, dejá de perseguirme con eso.
Una tarde, mientras trabajaba en el sector más antiguo del cementerio, Alejandro escuchó que alguien le llamaba por su apodo.
—¡Parca!
Se giró y vio a Luciana, una chica trans a quien había conocido antes de su transición. Pero algo en ella había cambiado. Ahora, su voz era más grave, su rostro más anguloso, y su atuendo sugería un intento de pasar desapercibida como hombre.
—Luciana… ¿qué te pasó? —preguntó Alejandro, acercándose con cautela.
Ella bajó la mirada, y su voz tembló al responder.
—Me arrestaron —dijo en un susurro—. Fue horrible. Pensé que no la contaba.
Luciana explicó que, tras ser detenida durante una redada, se vio obligada a simular que estaba en una "terapia de reconversión". Un facilitador, que le debía favores, testificó a su favor para salvarla de una condena más grave. Ahora, disfrazada y con un dolor que iba más allá de lo físico, intentaba mantenerse a salvo.
—Esto no es vida, Alejandro —dijo ella, con los ojos llenos de lágrimas—. Pero no puedo volver a ser yo misma. No ahora.
Alejandro sintió una mezcla de indignación y tristeza. La opresión que enfrentaban las personas como Luciana le parecía insoportable, pero también sabía que, como todos en ese mundo de sombras, debía moverse con extrema precaución.
—¿Y qué hiciste cuando te arrestaron? —preguntó Alejandro, con una mezcla de sorpresa y preocupación.
Luciana suspiró profundamente, como si las palabras pesaran más que el aire que respiraba.
—En la cárcel me cortaron el pelo... Decían que era para 'curarme' de mi 'enfermedad', —respondió con amargura. —Lo hicieron mientras se reían de mí. Me llamaban con mi nombre de hombre. Lo de siempre.
Alejandro sintió un fuego crecer en su pecho, una indignación que apenas podía contener.
—¡Jodeme! —exclamó, sus ojos ardiendo de rabia.
Luciana se encogió de hombros, con una resignación que dolía aún más que sus palabras.
—Ya sabés cómo son las cosas para nosotras. De noche nos buscan, de día nos matan. Pero no me cambiaron, Parca. Sigo siendo yo, aunque ahora esté disfrazada. Necesitaba esta invisibilidad, aunque me duele cada vez que me miro en el espejo."
El dolor en la voz de Luciana perforó el alma de Alejandro. Tragó saliva y tomó aire antes de hablar.
—Lo siento, Luciana —dijo con sinceridad. —No puedo imaginar el infierno que debiste pasar."
Luciana forzó una débil sonrisa, que apenas lograba ocultar la tristeza en sus ojos.
—Gracias, Parca. Me alegra verte. Me alegra saber que hay alguien que entiende.
Sin pensarlo, Alejandro la abrazó, con una ternura que parecía estar ausente en el mundo que ambos habitaban.
—No estás sola, Luciana, —murmuró. —Estoy aquí para vos.
Por primera vez en mucho tiempo, Luciana se permitió un momento de consuelo. Pero cuando el abrazo terminó, sus palabras trajeron un golpe de realidad.
—La vida para nosotras siempre fue dura, pero esta mierda de la ultragonorrea nos terminó de hundir, —dijo, su voz un susurro cargado de rabia y tristeza. —Muchas murieron porque no había atención médica, o porque simplemente a nadie le importaba. Y las que sobrevivimos, seguimos viviendo entre la violencia policial y los clientes cambian del amor al odio en un segundo.
Alejandro la escuchaba con el corazón encogido.
—¿Y tus amigas? —preguntó.
Luciana negó con la cabeza.
—Algunas ya no están. Otras... se visten como hombres para evitar problemas. No las culpo. Pero es como si desapareciéramos poco a poco, como si el mundo quisiera borrarnos.
Hizo una pausa, respirando profundamente para calmar las emociones que amenazaban con desbordarse.
Pero dentro de nuestras casas, seguimos siendo nosotras. Es el único lugar donde aún podemos existir de verdad.
Luciana sonrió con melancolía antes de añadir:
A nuestra casa le pusimos un nombre: Las Flores del Sol. Es nuestra manera de afirmar que seguimos vivas, que seguimos floreciendo, aunque sea en la oscuridad.
Alejandro asintió, conmovido por la fortaleza de Luciana y sus compañeras.
Yo también vivo en una fraternidad, si vamos al caso, —dijo, intentando aliviar el peso del momento. —Aunque nunca le pusimos nombre.
Luciana lo miró con intensidad, su expresión cambiando de la tristeza a una determinación férrea.
Deberías hacerlo, Parca, —dijo con firmeza. —Lo que no se nombra, no existe. Darle un nombre a tu casa es darle vida. Es un acto de resistencia, de afirmación. Es decirle al mundo que existís, que importás.
Las palabras de Luciana resonaron en Alejandro. En ese momento, supo que tenía razón. Darle un nombre a su hogar no solo uniría a sus habitantes, sino que también sería una declaración de identidad y propósito.
Esa noche, Alejandro llegó a casa con una energía renovada. Se reunió con sus compañeros en la sala común, donde el humo del incienso llenaba el aire y el café recién hecho circulaba entre ellos.
"¡Amigos, tengo una propuesta! —anunció con entusiasmo. —Luciana me dijo que debemos ponerle un nombre a nuestra casa, y creo que es una excelente idea.
Patricio, como era su costumbre, fue el primero en bromear.
Si no fuera por por Elena, deberíamos llamarnos 'La Casa del Olor a Huevo', —dijo, provocando una ola de risas.
Olor a huevo y a noctaflora, —agregó Carlos, chocando los cinco con Patricio.
Martín, sin embargo, se puso serio, pues se había entusiasmado con la idea.
Creo que deberíamos buscar algo simbólico, algo que nos represente como comunidad, —dijo, ignorando las bromas de los otros.
¡Las Mariposas! —gritaron Patricio y Carlos al unísono, soltando carcajadas mientras se abrazaban teatralmente.
¡Cállense ya! —les recriminó Martín. —Esto es importante.
Alejandro intervino, apoyando a Martín.
—Sí, chicos. Esto va más allá de una broma. Es una forma de afirmar quiénes somos y lo que significamos como grupo.
Elena, que hasta ese momento había permanecido callada, alzó una ceja y cruzó los brazos.
Esto de las fraternidades es cosa de travestis, —dijo con tono cortante. —Parecen nenas de 12 años jugando a las casitas. No entiendo por qué nosotros deberíamos hacer lo mismo.
Alejandro se acercó a ella con paciencia.
Entiendo lo que decís, Elena, —respondió. —Pero no se trata de copiar a nadie. Se trata de fortalecer nuestra identidad, de recordarnos que no estamos solos. Este lugar es más que una casa; es nuestra familia.
Elena lo miró en silencio durante unos segundos antes de encogerse de hombros.
Está bien, si se me ocurre algo lo diré, murmuró.
El grupo comenzó a debatir seriamente, dejando atrás las bromas iniciales. Surgieron ideas que iban desde nombres de animales hasta referencias históricas o simbólicas. Cada sugerencia era discutida con entusiasmo, pero también con un profundo respeto por la importancia del momento.
Alejandro sonreía mientras los escuchaba. Sabía que, al final, encontrarían un nombre que no solo representara su hogar, sino también la fuerza y el amor que los unía.
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