Era lunes por la mañana, y Carlos estaba frente al espejo, ajustando su ropa con nerviosismo. Su reflejo lo observaba con una mezcla de pena y resignación. Sus jeans anchos y una camisa beige sin forma parecían una armadura frágil. Era la vestimenta perfecta para un día en la terapia de reconversión: lo suficientemente "neutral" como para no levantar sospechas, pero tan insulsa que no podía evitar sentirse invisible.
¿Cómo estoy vestido? —preguntó, girándose hacia sus amigos, que estaban apoltronados en el sofá, tomando café y hojeando revistas.
Martín lo examinó de pies a cabeza con ojos críticos.
Bueno, pareces un pobre tipo —dijo con una sonrisa burlona. —Pero al menos te ves... heterosexual.
Alejandro soltó una carcajada.
Un pobre tipo homosexual, claro —añadió con sarcasmo.
Carlos forzó una risa, intentando ocultar su creciente ansiedad.
Gracias, chicos. Justo lo que necesitaba: apoyo emocional de calidad —respondió, tratando de sonar ligero. Pero el temblor en sus manos lo delataba.
Elena dejó su taza de café y se levantó, acercándose a él con un aire más serio.
Carlos, mírame —dijo con voz firme. —Tienes que mantener la calma. Sé cauteloso, sé paciente. Esto no va a durar para siempre.
Carlos asintió lentamente, tomando un profundo respiro.
—Lo sé. Solo quiero que esto termine ya. Estoy tan cansado...
Patricio, siempre el bromista del grupo, se levantó y lo abrazó.
¡A por ellos, reina! —dijo, besándole la mejilla antes de volver al sofá.
Carlos sonrió débilmente, sintiendo el calor del apoyo de sus amigos aunque fuera envuelto en humor. Caminó hacia la puerta con pasos pesados, como si cada uno lo acercara a un abismo.
Voy —dijo, con una mirada de despedida hacia los demás. —Deséenme suerte.
El coro fue inmediato.
¡Buena suerte! —gritaron al unísono.
Al salir de la casa, el aire frío de la mañana le golpeó la cara, pero no logró despejar la sensación de opresión en su pecho. Cada paso hacia el centro de "terapia" parecía un eco de todos los momentos en los que había sido obligado a ocultarse, a mentir, a ser menos de lo que era.
El edificio donde se realizaban las terapias era anodino, como si la fachada quisiese pasar desapercibida, igual que sus asistentes. Al entrar, Carlos fue recibido por la sonrisa tensa de una recepcionista que le indicó que esperara en una sala.
La habitación estaba llena de hombres como él. Algunos mantenían la mirada fija en el suelo, mientras que otros intercambiaban murmullos nerviosos. Carlos no pudo evitar sentirse atrapado, como si estuviera en una especie de purgatorio.
Recordó su primer día allí con un escalofrío. El ambiente tenía algo de los grupos de autoayuda de iglesia, pero con un trasfondo mucho más siniestro. Los facilitadores se presentaban como figuras carismáticas, casi mesiánicas, y hablaban con una energía casi maníaca sobre la "voluntad" como el motor del cambio.
¡Quien quiere, puede!— repetían con sonrisas forzadas y miradas intimidantes. Pero detrás de esas palabras aparentemente motivadoras se escondía una dinámica de culpa y control. Quienes no progresaban eran culpabilizados de su "falta de esfuerzo" o su "rebeldía".
Carlos los odiaba. Los facilitadores carecían de formación real en salud mental; su única cualidad parecía ser su habilidad para manipular. Eran seleccionados por su capacidad de persuasión y su presencia en redes sociales, donde se presentaban como "expertos" en superación personal. Para las organizaciones que los contrataban, no importaba que fueran incompetentes mientras fueran efectivos para moldear a los asistentes.
Los participantes, en su mayoría hombres marcados por su orientación sexual, no estaban allí por elección. Habían sido obligados por sus familias, sus empleadores o incluso por las autoridades. La "terapia" no era un curso temporal. Los facilitadores exigían pruebas de reconversión: actos performativos que demostraran que estaban dejando atrás su identidad. Nadie sabía cuánto tiempo tomaría, y los pocos casos de "éxito" eran usados como propaganda para mantener la esperanza —y la obediencia— en el grupo.
Carlos recordaba estar sentado en su primera sesión cuando conoció a Fabián, un hombre de mirada astuta y sonrisa cálida que le susurró un consejo crucial.
No los desafíes —le dijo en voz baja. —Pero tampoco intentes convencerlos. Lo único que buscan es arrepentimiento.
Carlos frunció el ceño, desconcertado.
—¿Arrepentimiento?
Fabián asintió con seriedad.
—Sí. Creen que somos pecadores o enfermos, y quieren que lo admitamos. Así funciona su juego. Si no mostramos arrepentimiento, lo ven como resistencia, y eso significa informes negativos.
Carlos sintió náuseas al escuchar esas palabras.
—¿Y qué pasa si no los convencemos?
Fabián se encogió de hombros con resignación.
—Entonces te reportan como 'no cooperativo', y eso puede significar más tiempo aquí, más 'intervenciones'."
Los ojos de Carlos se llenaron de temor. Recordó haber escuchado rumores sobre lo que sucedía cuando los facilitadores sospechaban que alguien estaba mintiendo. Aquellos que simulaban estar en relaciones heterosexuales eran sometidos a interrogatorios aún más crueles. Parecía un juego macabro diseñado para que todos perdieran.
Carlos observó a Fabián con atención. Había algo en su voz que le daba un atisbo de esperanza, aunque no estaba seguro de en qué consistía.
¿Cómo lo soportas? —le preguntó.
Fabián sonrió con tristeza.
—Pienso en lo que haré cuando salga de aquí. No pueden quitarnos eso, Carlos. No pueden quitarnos lo que somos.
Las palabras de Fabián resonaron en la mente de Carlos durante toda la sesión. A pesar del ambiente opresivo, se aferró a esa idea como a un salvavidas.
Fabián le dedicó una sonrisa apagada, la de alguien que ha aprendido a sobrevivir en un entorno hostil.
—Simula arrepentimiento. Di lo que quieren escuchar. Y nunca, nunca los confrontes ni confíes en ellos.
Carlos asintió, consciente de que aquel consejo no solo era una advertencia, sino una estrategia de supervivencia. "Debes convertirte en una sombra de ti mismo para atravesar este infierno sin ser consumido," pensó, mientras intentaba convencerse de que aquello era temporal, de que algún día saldría de ese lugar.
Esa mañana, con el corazón pesado y los pasos arrastrados, Carlos llegó al centro de terapia de reconversión. Ya había pasado casi un año asistiendo a esas sesiones, un tiempo que le había parecido eterno. Las rutinas eran siempre las mismas, un ciclo diseñado para quebrar la voluntad.
Los lunes comenzaban con un sermón de uno de los facilitadores, usualmente el señor Gómez. Aquel hombre, de rostro severo y voz impostada, adoptaba el tono de un predicador mientras hablaba sobre "la importancia de recuperar la masculinidad" y "dejar atrás los pecados del pasado". A Carlos esos discursos le parecían repetitivos, una mezcla de moralismo arcaico y condena disfrazada de consejo.
Los miércoles, en cambio, eran los días de la "ronda". Cada paciente debía ponerse de pie frente al grupo y compartir sus dificultades y supuestos progresos. Carlos odiaba esos momentos. Siempre sentía que sus palabras eran diseccionadas en busca de cualquier resquicio de duda o "falta de masculinidad". El miedo constante de ser señalado o, peor aún, de llamar la atención, lo dejaba exhausto.
Pero los viernes eran el verdadero calvario. Eran los días dedicados a "actividades físicas masculinizantes", donde los obligaban a jugar fútbol o baloncesto bajo la excusa de que fomentaban la camaradería y reforzaban la masculinidad. Para Carlos, aquellos juegos eran un tormento. El sudor, los gritos, la rudeza; todo le resultaba ajeno y desagradable. Lo sentía como un teatro grotesco, una representación forzada de algo que nunca sería.
Por suerte, era lunes. Aunque los sermones del señor Gómez solían ser insoportables, al menos no lo obligaban a fingir entusiasmo por el deporte.
El edificio del centro de reconversión, con su fachada gris y ventanas pequeñas, parecía una prisión disfrazada de institución. Carlos entró y tomó asiento en la sala de espera, rodeado de hombres con expresiones tan abatidas como la suya. Nadie hablaba. El silencio era denso, cargado de resignación.
Finalmente, el señor Gómez salió de su oficina con su sonrisa tensa y su mirada evaluadora.
¡Buenos días a todos! —exclamó con entusiasmo falso. —Hoy quiero hablarles sobre la importancia de la disciplina y la responsabilidad en el proceso de reconversión.
Carlos reprimió un suspiro mientras seguía al grupo hacia la sala de terapia. Se sentó en su lugar habitual, al fondo, tratando de hacerse invisible.
El sermón comenzó con el tono grandilocuente de siempre.
Hace unos años, nuestra sociedad cayó en la depravación, eso no es ninguna novedad —dijo el señor Gómez, paseándose por la sala con las manos detrás de la espalda. —Bajo la bandera de un progresismo malentendido, se legalizaron los matrimonios igualitarios, el aborto y hasta el poliamor. Incluso se celebraba la cura del VIH como un triunfo. Pero, ¿qué ocurrió después?"
Carlos sintió una punzada de incomodidad. Sabía lo que venía.
—Dios nos dio la cura para una de las enfermedades más temidas, con Viracure-X se destruyó cada virus conocido y ¿cómo le respondimos a tal bendición? Con libertinaje, con desenfreno. Fue entonces cuando llegó la ultragonorrea, una enfermedad resistente a todos los medicamentos, una verdadera punición divina. Y esa resistencia no fue obra divina, muy por el contrario, fue obra humana: algunas personas seguían viviendo en el desborde mientras la enfermedad se volvía más y más fuerte. De nada servían las advertencias de que los medicamentos ya no eran eficaces, muchos siguieron comportándose como si nada ocurriera.
El señor Gómez se detuvo, mirando a los asistentes con una expresión de desaprobación que parecía atravesarlos.
La ultragonorrea no es solo una enfermedad —continuó. —Es un recordatorio de las consecuencias de nuestras acciones. Una plaga que ha causado estragos: esterilidad, familias rotas, una tasa de natalidad en caída libre. Y, ¿quiénes fueron el origen de todo este desastre? Los homosexuales, los promiscuos, aquellos que abrazaron el pecado.
Carlos apretó los puños bajo la mesa, sintiendo cómo la rabia y el asco se mezclaban en su interior. Quería gritar que aquello no era más que una enfermedad, que no era un castigo divino ni una consecuencia moral, sino un problema médico. Pero recordó las palabras de Fabián. "Nunca los confrontes."
El señor Gómez continuó su discurso, ahora hablando sobre cómo las iglesias, según él, habían "salvado" a la sociedad al ofrecer estos centros como alternativas misericordiosas frente a la represión policial.
Estas terapias son un acto de amor —proclamó, con una sonrisa orgullosa. —Una oportunidad para reformarse, para recuperar el camino de la virtud, la moralidad y la vida.
Los asistentes aplaudieron de manera automática, como si sus palmas estuvieran programadas para obedecer. Carlos también aplaudió, aunque sentía que cada golpe de sus manos era un pedazo de su alma que se desprendía.
Mientras el eco de los aplausos se desvanecía, Carlos levantó la vista y captó la mirada de Fabián al otro lado de la sala. Había algo en sus ojos, un destello de cansancio y determinación, que parecía decirle: "Aguanta. Esto también pasará."
Carlos se sintió nauseabundo ante la nueva oleada de aplausos. Sabía que la verdadera enfermedad no era la ultragonorrea, sino la intolerancia y la hipocresía que la rodeaba.
El trabajo de Carlos no terminaba en el Centro de Reconversión. Carlos recordaba diariamente las palabras de Fabián: "Si quieres mostrarte junto a una mujer, debes hacer que los facilitadores lo descubran indirectamente. No les des la satisfacción de confesarlo tú mismo".
Con ese consejo, Carlos había ideado un plan. Comenzó a pasearse con Elena de la mano por lugares públicos donde era probable que algún facilitador lo viera. Quería que ellos mismos descubrieran su "nueva" relación.
Hasta ahora, no habían tenido suerte. Los facilitadores no habían dado señales de haberlos visto, y Carlos comenzaba a sentirse frustrado.
Elena, ¿crees que esto funcione? —le preguntó la tercera vez que lo hacían, mientras caminaban por el parque.
Elena sonrió.
—Claro que sí, Carlos. Tarde o temprano, alguien nos verá.
Carlos se encogió de hombros.
—Espero que sea pronto. Estoy cansado de esta farsa, me siento ridículo.
Elena apretó su mano.
—Lo sé, Carlos. Pero debemos ser pacientes. La libertad no se consigue de la noche a la mañana y aparte a mi me gusta caminar tomando tu mano.
Carlos asintió, sabiendo que Elena tenía razón. Debían seguir jugando el juego, por más que les doliera.
Aquella mañana, las súplicas de Carlos a la Diosa Fortuna fueron escuchadas. De repente, Elena se detuvo y señaló hacia un café cercano.
—Mira, Carlos. ¿No es ese el señor Gómez, uno de los facilitadores?
Carlos se sorprendió. En realidad el señor Gomez no era un facilitador más, sino que estaba en un peldaño más alto en la jerarquía de aquellas organizaciones. El señor Gomez tenía más de cincuenta años y recibía los informes de los asistentes a la terapia de reconversión. Algunas veces daba sermones. Para Carlos, aquel era un “pez gordo” para llevar a cabo su plan.
—Sí, es él. ¡Vamos!"
Tomaron manos y se acercaron al café, sonriendo como si fueran la pareja más feliz del mundo. Tal vez, solo tal vez, esto fuera el comienzo del fin de su pesadilla.
La pareja se acercó al café donde el señor Gómez estaba sentado, y Carlos lo saludó con una sonrisa amistosa.
Hola, señor Gómez —dijo Carlos, extendiendo la mano.
El señor Gómez los miró sin discreción de arriba a abajo, su expresión era seria y evaluadora. Elena, sin embargo, se comportaba con naturalidad, como si no fuera consciente de la importancia del encuentro.
¿Un café? —preguntó Elena a Carlos, sonriendo. —Voy a pagar.
Y, con una astucia que Carlos admiró, Elena le quitó la billetera a Carlos de su bolsillo, bajo la excusa de ir pagando los cafés. Esto demostraba, sin necesidad de palabras, que ambos tenían una relación cercana. Una vez que Elena se alejó para pagar, el señor Gómez se volvió hacia Carlos con una sonrisa.
¿Y quién es la joven? —preguntó, su voz ligeramente curiosa.
Carlos sonrió, preparado para la pregunta.
Elena —dijo. —La conocí hace poco. Estamos... conociéndonos.
El señor Gómez arqueó una ceja.
—¿Y?
Carlos se encogió de hombros.
—Todo es muy nuevo para mí. Quiero ir despacio, conocerla mejor.
El señor Gómez asintió, una expresión de aprobación en su rostro.
Excelente —dijo. —Es importante no apresurarse. Felicidades, Carlos. Parece que estás en el camino correcto.
Carlos sonrió, sintiendo un alivio interior. Había pasado la prueba, al menos por ahora. El señor Gómez se levantó, estrechó la mano de Carlos y se despidió.
—Me alegra ver que estás progresando, Carlos. Sigue así.
Carlos se despidió del señor Gómez, sintiendo una mezcla de alivio y ansiedad. ¿Qué pasaría ahora? ¿Cómo reaccionarían los facilitadores? Solo el tiempo lo diría.
Al miércoles siguiente, Después de la dinámica de la ronda de confesiones, el señor Gómez se acercó a Carlos con una sonrisa amistosa.
Carlos, me gustaría hablar contigo un momento —dijo.
Carlos se sintió incómodo, pero asintió.
—Sí, por supuesto, señor Gómez.
El señor Gómez se acercó más y bajó la voz.
—Me alegra ver que estás progresando bien en tu terapia. Yo sabía que tenías potencial y verte con esa chica, Elena, me llenó de alegría. Sentí la alegría que hubiera sentido un padre y me preguntaba si podría ayudarte a que esto funcione.
Carlos se preguntó qué quería decir con eso.
¿Qué tiene en mente, señor Gómez? —preguntó.
El señor Gómez sonrió.
—Mi esposa y yo nos gustaría invitarte a cenar, junto con Elena. Será una oportunidad para que conozcas más a nuestra familia y para que veamos cómo vas avanzando en tu relación con Elena. Mi esposa y yo podemos ayudarte en esto de armar una relación sana.
Carlos se sintió sorprendido. No había esperado que el señor Gómez se interesara en su vida personal de esa manera.
Gracias, señor Gómez —dijo, intentando sonar entusiasmado. —Me parece un placer.
El señor Gómez asintió.
—Excelente. Mi esposa se encargará de los detalles. Será pronto.
Carlos se despidió del señor Gómez, sintiendo una mezcla de ansiedad y curiosidad. ¿Qué significaba esa invitación? ¿Qué esperaba el señor Gómez de él y de Elena?
Carlos llegó a la casa con el rostro tenso y la mente revuelta. Apenas cruzó el umbral, se dejó caer en el sofá, exhalando con fuerza.
—¿Te imaginas? El señor Gómez quiere que vayamos a cenar con él y su esposa", anunció, todavía incrédulo.
Elena, que había estado en la cocina preparando té, apareció en la sala con una sonrisa divertida.
¡Eso es fantástico! —dijo, entregándole una taza. —Significa que realmente les hemos convencido.
Carlos asintió, aunque su expresión seguía siendo de preocupación.
Sí, pero esto también significa que nos están observando más de cerca— murmuró, tomando un sorbo de té. —Necesitamos coordinar nuestras historias. No podemos permitirnos contradicciones.
Elena se sentó a su lado y lo miró con determinación.
Podemos decir que nos conocimos en la iglesia —propuso tras una breve pausa. —Un encuentro casual que nos llevó a empezar a salir. Es simple, coherente y encaja con lo que esperan.
Carlos inclinó la cabeza, reflexionando.
Me gusta —respondió finalmente. —Es sencillo, pero suena creíble.
Una semana después, Carlos y Elena llegaron a la casa de los Gómez, un hogar que exudaba sobriedad y disciplina en cada rincón. Las paredes estaban adornadas con cuadros religiosos, y los muebles de madera oscura daban al lugar una atmósfera austera, casi solemne.
Gracias a Dios me vestí así —susurró Elena, ajustando el dobladillo de su vestido modesto. Había optado por un atuendo discreto, con el cabello recogido en un moño simple.
Estás perfecta —le respondió Carlos en voz baja, intentando ocultar su nerviosismo.
La puerta se abrió, revelando a la señora Gómez, una mujer delgada y elegante, cuyo porte emanaba una mezcla de calidez medida y control absoluto.
¡Bienvenidos! —dijo con una sonrisa que parecía más ensayada que genuina. —Carlos, Elena, es un placer tenerlos aquí. Estoy deseando conocerte mejor, querida.
Elena le devolvió la sonrisa con una serenidad que Carlos envidió.
—El placer es nuestro, señora Gómez. Gracias por recibirnos.
Durante la cena, que consistía en platos impecablemente preparados pero sin excesos, la conversación giró en torno a temas religiosos y la importancia de los valores tradicionales. Carlos y Elena siguieron el guion con precisión, mostrando interés en los comentarios del señor Gómez sobre la moral y el deber cristiano. Sin embargo, Carlos no podía evitar sentir que cada palabra era un paso en una cuerda floja, temiendo que un solo error pudiera desmoronar toda la farsa.
En un momento, el señor Gómez dirigió su atención a Elena con una mirada evaluadora.
Y bien, Elena, ¿cómo se conocieron ustedes dos? —preguntó, entrelazando los dedos sobre la mesa.
Elena, sin titubear, esbozó una sonrisa cálida.
—Nos conocimos en la iglesia, señor Gómez. Fue un encuentro casual, pero desde el principio sentí que Carlos era alguien especial.
La señora Gómez, que hasta entonces había permanecido más callada, alzó una ceja, como si evaluara la autenticidad de cada palabra.
¿Y sabes sobre el pasado de Carlos? —preguntó, su tono bordeando la insinuación.
Elena sostuvo su mirada sin vacilar.
Sí, señora Gómez —respondió con una voz calmada pero firme. —Conozco todo sobre él. Y usted bien lo sabe, que el lugar de una mujer está en brindar amor y apoyo, especialmente en momentos difíciles. Estoy aquí para acompañarlo en su crecimiento y redención.
La sala quedó en silencio por un momento, y Carlos pudo sentir la tensión en el aire. Pero la respuesta de Elena parecía haber sido exactamente lo que la señora Gómez esperaba, ya que asintió con aprobación.
Una buena mujer siempre es un pilar importante —dijo finalmente.
El señor Gómez retomó la conversación.
¿Y qué piensan sobre formar una familia? —preguntó, con una sonrisa que pretendía ser amigable, pero que Carlos interpretó como una prueba más.
Elena, con una calma impresionante, respondió casi al instante.
—Los hijos son una bendición de Dios, señor Gómez. Creo firmemente que una familia unida en el amor y los valores cristianos es el mayor regalo que podemos recibir. Sería un privilegio compartir esa experiencia.
Carlos casi dejó caer el tenedor. La serenidad y confianza de Elena lo dejaron atónito. Ella no solo estaba navegando la situación; la estaba dominando.
Tras la cena, los Gómez se despidieron con calidez, satisfechos con lo que habían presenciado.
Me parece que ustedes dos están hechos el uno para el otro —comentó el señor Gómez antes de cerrar la puerta.
Ya en el camino de regreso, Carlos miró a Elena, todavía sorprendido por su desempeño.
¿Cómo hiciste eso? —le preguntó. —Tus respuestas fueron perfectas. No sé cómo lo lograste.
Elena sonrió con modestia.
Es sencillo —dijo. —Mis padres eran devotos religiosos. Crecí escuchando sermones y debates sobre estos temas. Solo tenía que repetir lo que me inculcaron desde niña.
¿De verdad? No lo sabía —preguntó Carlos.
Elena asintió.
—Sí, mi infancia estuvo llena de iglesia y religión. Mi madre siempre decía que la mujer debe ser sumisa y amorosa, y que el lugar de la mujer es en el hogar. Mi padre siempre hablaba de la importancia de la familia y la moralidad.
Carlos se rió.
—Parece que tuviste una educación muy... completa.
Elena sonrió.
—Sí, supongo que sí. Pero no significa que crea en todo eso. Solo sé cómo hablar el lenguaje de los religiosos.
Carlos se impresionó con la astucia de Elena.
Eres una actriz nata —dijo.
Elena se rió.
—Gracias, Carlos. Pero solo estoy haciendo lo que debemos hacer para sobrevivir, supongo.
La pareja llegó a la casa, contenta y relajada después de la exitosa cena en la casa de los Gómez. Patricio estaba sentado en el sofá, leyendo un libro, y les sonrió al verlos entrar.
¿Cómo fue? —preguntó.
Carlos y Elena se sentaron junto a él y le contaron todo sobre la cena, desde la pregunta sobre cómo se conocieron hasta la conversación sobre tener familia. Patricio escuchó atentamente, sonriendo.
Me alegra —dijo cuando terminaron. —Parece que lo están haciendo bien.
Pero luego su expresión se volvió seria.
Igual, deben ir con cuidado, amigos —dijo —Seguramente muchos ya intentaron esto antes y fracasaron. Los facilitadores deben ser muy astutos y paranoicos. No les conviene que alguien escape de su control.
Carlos se sintió un poco molesto.
Patricio, eres muy pesimista —dijo. —Creo que podemos lograrlo.
Patricio se encogió de hombros.
—Espero que sí, yo solo les advierto los riesgos. Deberían hablar con Fabián, ver qué les recomienda. Él ya pasó por eso sabe cómo funcionan las cosas en ese lugar.
Elena asintió.
—Tienes razón, Patricio. Fabián puede darnos consejos valiosos.
Carlos se levantó.
Hace tiempo no lo veo en las reuniones, intentaré contactarlo mañana —dijo. —Veré qué me dice.
Patricio sonrió.
—Buena idea. Y mientras tanto, sigan con cuidado. No queremos que los descubran.
La pareja asintió, sabiendo que Patricio tenía razón. La cautela era fundamental en este juego de supervivencia.
Al día siguiente, Carlos intentó contactar a Fabián, pero no tuvo suerte. Entonces, decidió hablar con Romina, la amiga de Elena y Patricio que también lo conocía. Por Romina, Carlos se enteró que Fabián había desaparecido y que además corría un rumor terrible: que se había quitado la vida. Carlos se sintió conmocionado al escuchar esto. Sabía que Fabián había pasado por momentos difíciles en el pasado, incluyendo un intento de suicidio previo. La noticia le pareció aún más trágica porque Fabián había sido una fuente de apoyo y consejo para él en su situación.
Romina no sabía nada más sobre el paradero de Fabián, pero Carlos se dio cuenta de que debía ser cuidadoso. Si Fabián había decidido desaparecer, probablemente tenía sus razones.
La trágica noticia no tardó en llegar y Carlos se sintió destrozado al escuchar la confirmación de la muerte de Fabián. Alejandro, con su voz seria y compasiva, le dijo que había verificado la información a través de sus contactos en el Cementerio y que, lamentablemente, era cierto. Los restos de Fabián se encontraban en una fosa común.
Carlos se sintió abrumado por la tristeza y la confusión. ¿Qué había pasado con Fabián? ¿Por qué había decidido quitarse la vida? ¿O había sido algo más?
Alejandro notó la preocupación en el rostro de Carlos y se acercó a él.
—Lo siento, Carlos. No tengo información sobre la causa de su fallecimiento. Es como si hubiera desaparecido sin dejar rastro.
Carlos se sintió sumergido en el misterio. ¿Qué había pasado con Fabián? ¿Qué secreto había llevado consigo a la tumba?
¿Crees que podría haber sido...? —Carlos comenzó a preguntar, pero se detuvo. No quería pensar en la posibilidad de que Fabián hubiera sido víctima de algo más siniestro.
Alejandro negó con la cabeza.
—No lo sé, Carlos. Pero debemos ser cuidadosos.
Carlos se sintió un escalofrío recorrer su espalda. ¿Qué había pasado con Fabián? ¿Y qué significaba para él y para los demás que estaban en la misma situación?
Por esos días, la muerte era algo sumamente corriente. Las personas de la comunidad podían morir por complicaciones de la ultragonorrea, por la violencia social y/o institucional, pero también por desesperación. A nadie le importaba demasiado, pues la situación requería disponer de todos los recursos para enfrentar la realidad. Incluso para la comunidad LGBT, cada muerte era un recordatorio del peligro y la vulnerabilidad que enfrentan. Es un golpe más en la lucha por la igualdad y la aceptación.
En un clima de pesimismo social, la sociedad parecía haber normalizado la violencia y la discriminación hacia las personas LGBT, considerándolas como un "destino obvio" para aquellos que se atrevían a vivir de aquella manera. La vergüenza y el estigma que rodean a las familias de las víctimas eran también un tema importante. La pérdida de un ser querido podía ser dolorosa, pero peor era estar vinculado con un “gonorroso”, un travestido o un degenerado.
Cuando se suma la vergüenza y el silencio, puede ser aún más devastadora. Los velatorios eran más un trabajo de camuflar las causas del fallecimiento ante los curiosos que a veces asistían, que asistir a las personas a elaborar una pérdida. Los familiares solían ponerse de acuerdo y preferían invocar cualquier enfermedad, antes de dar a conocer las motivaciones reales del fallecimiento. Un suicidio era aceptable desde el punto de vista sanitario, pero condenable a la luz de la creciente religiosidad.
A pesar de la tragedia y la pérdida constante, la comunidad LGBT no se dejó vencer. En lugar de eso, encontró formas de unirse y apoyarse mutuamente en momentos de dolor.
"La Veloria" era uno de esos lugares de refugio y consuelo. Era un espacio sagrado donde los vivos podían reunirse para honrar la memoria de aquellos que habían partido sin tener que guardar las apariencias del velorio común. Era un lugar de lágrimas, pero también de risas y recuerdos compartidos. En "La Veloria", la comunidad se reunía para compartir historias y anécdotas de los fallecidos. Era un espacio donde se podían expresar libremente los sentimientos y emociones sin miedo a la represión o el juicio.
La Veloria era más que un lugar de duelo; era un símbolo de resistencia y resiliencia. Era un recordatorio de que, a pesar de la adversidad, la comunidad seguía viva y unida, compartiendo la carga del dolor y la pérdida. Esos espacios, impulsados por la muerte, eran una forma de sanar y seguir adelante, sin olvidar a aquellos que habían sido arrebatados de sus vidas.
En medio del dolor y la tristeza, esta práctica se convirtió en un faro de esperanza y solidaridad. Era un recordatorio de que, juntos, podían enfrentar cualquier cosa que la vida les deparara.
Carlos se sentó en su habitación, mirando fijamente la foto de Fabián que guardaba en su cartera. La voz de su amigo seguía resonando en su mente, recordándole el consejo que le había dado antes de desaparecer.
Persevera donde yo fracasé —parecía decirle Fabián.
Carlos se aferró a esas palabras, recordando la determinación y la fuerza que Fabián había demostrado en su lucha. No podía fallarle a su amigo, no podía rendirse ahora.
La tentación de pedirle al señor Gómez que intercediera por él para cambiar su condición de varón en su DNI era fuerte. Sería fácil, sería cómodo. Pero Carlos sabía que eso significaría traicionar todo lo que Fabián había luchado por.
Persevera donde yo fracasé —volvió a escuchar la voz de Fabián.
Carlos se levantó, mirándose al espejo. Se vio a sí mismo, pero también vio a Fabián, sonriendo y animándolo a seguir adelante.
No —se dijo a sí mismo. —No voy a rendirme. Voy a seguir luchando.
Con renovada determinación, Carlos decidió seguir el camino que Fabián había iniciado. Iba a perseverar, iba a resistir, iba a ser libre.
La voz de Fabián seguía resonando en su mente, pero ahora era una voz de aliento y motivación. Carlos sabía que no estaba solo, que Fabián estaba con él, guiándolo en su lucha por la libertad y la autenticidad.
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