Estudiando el aspecto clínico de la simulación en los delincuentes, no es raro encontrarse con sujetos francamente simuladores que, poco a poco, van incorporando en su personalidad los síntomas que simulan, acabando por convertirse en verdaderos alienados. Diríase que para tales casos fue formulado un precepto clásico de la cábala, recientemente evocado por el novelista Villiers de l'Isle Adam: "¡Cuidado! ¡Fingiendo el fantasma se llega a serlo!". Y, en efecto, fingiendo la locura algunos delincuentes enloquecen. Un principio de fisiología establece que la actividad insistentemente repetida tiende espontáneamente a convertirse en automática. Todos los actos que un adulto realiza sin intervención de la conciencia, han sido, en períodos anteriores de su evolución, actos voluntarios; baste recordar cuánto esfuerzo voluntario emplea el niño para aprender a caminar hasta hacerlo automáticamente.
Esta evolución hasta el automatismo, observada en la ontogénesis, es correspondiente a la que se produce en la filogénesis, pues los caracteres útiles adquiridos por ciertas especies con mucho esfuerzo individual son, por fin, transmitidos con carácter congénito y en estado potencial a las que descienden de ellas, como variaciones adquiridas. En el orden psicológico ocurre exactamente lo mismo; todas las formas de actividad tienden a automatizarse, siguiendo las vías de asociación establecidas y fijadas por la repetición frecuente de un mismo proceso.
De esta manera se producen las que podríamos llamar "ilusiones de repetición", en las cuales un sujeto que repite conscientemente la interpretación falsa de un hecho, acaba por hacerlo automáticamente, perdiendo la conciencia del hecho real. Por este proceso llegan los mentirosos a considerar ciertas sus propias mentiras, hecho que no escapó a Venturi y Delbruck en sus monografías sobre la psicología de los mentirosos. El fenómeno es tan frecuente que el más superficial de los observadores encontrará entre sus conocidos algunos mentirosos con "ilusiones de repetición", que acaban por creer en sus propias mentiras. Para ellos decir la verdad sería mentir.
Establecido que la repetición conduce al automatismo, cábenos registrar otro hecho no menos importante. Todo individuo recibe constantemente sugestiones que influyen sobre su mentalidad total, sobre su personalidad; algunas de ellas vienen del exterior, las heterosugestiones, otras provienen de su propia psiquis, las autosugestiones. La actividad en un dado momento psicológico sufre la influencia de los momentos que la preceden e influye sobre los siguientes; de esta manera puede llegarse a creer lo que se simula. Ejemplos podrían citarse mil; la mayor parte de los amantes comienzan fingiendo amarse y terminan amándose de veras; un escéptico que ocupa una cátedra universitaria comienza fingiéndose sabio y acaba por convencerse de que realmente lo es; etcétera. La tendencia al automatismo y la autosugestión complétanse por una tercera causa: la correlación entre los estados psíquicos y su forma de expresión. Cada estado afectivo, cada emoción, se expresa por una forma de actividad orgánica especial, que en la fisonomía y el gesto está representado por la mímica. Bien lo explica Schopenhauer en el capítulo sobre la fisonomía ( Parerga y Paralipómena ), confirmando la vieja regla de los frailes, "hay que rezar para creer", precisamente fundada en la influencia de la mímica sobre la inteligencia; conocidos son algunos experimentos recientes sobre hipnotizados, a los que basta poner en una actitud dada para que manifiesten sentir las ideas correspondientes. No solamente, pues, cada mímica corresponde a un estado psicológico o emocional dado, sino que la adopción voluntaria o experimental de una expresión provoca un contenido mental; el hombre que mima una sonrisa se provoca un estado de bienestar y excitación correspondientes, así como quien echa a llorar se provoca un estado de tristeza y depresión. Baste pensar en el deudor que finge enojarse con el acreedor para no pagarle, y cuando éste con su insistencia le obliga a prolongar su simulación, concluye enojándose de veras; la mímica determina el estado psicológico correspondiente. Más expresivo es el ejemplo de los artistas que en las tablas acaban por tomar a lo serio su papel; muchos artistas, y no de los menos ilustres, intentaron dar muerte de veras a otro personaje, y, lo que es peor, algunos lo ejecutaron. ¿Qué hay, pues, de extrañar si el simulador de la locura, obligado a acomodar su conducta a la simulación, acaba por asimilar esos síntomas, convirtiendo en espontáneo lo que era voluntario?
Súmanse en proporción variable: la tendencia hacia el automatismo, propia de todo fenómeno psicológico repetido; la autosugestión del contenido psíquico de sus simulaciones; la correlación entre las formas de expresión y el estado mental concomitante. Estos factores serían menos eficaces actuando sobre un cerebro normal; pero éste no es el caso de los delincuentes que simulan la locura. En ellos, en mayor o menor grado, existen anomalías psicológicas que suelen ser precisamente la condición necesaria para el delito. Por eso mismo la locura es muchísimo más frecuente entre ellos que entre los honestos; el delincuente es un anormal, predispuesto a la locura. Háganse actuar sobre él los factores indicados, y su enloquecimiento será mucho más probable que el de un anormal. Hace varios años este hecho parecía observarse con más frecuencia que hoy; ello se debe, en parte, al progreso en el arte diagnóstico, que permite descubrir al simulador sin hacerle prolongar por mucho tiempo su comedia. Otrora la sospecha de simulación inducía a adoptar medios violentos de diagnóstico, que aumentaban la resistencia del simulador, empeñándolo en una lucha que intensificaba su simulación, hasta enloquecerle de veras si persistía a pesar de todo. Actualmente, el diagnóstico diferencial entre la locura verdadera y la simulación, se hace más fácilmente, gracias a la menor inexactitud de los modernos tipos nosológicos, al conocimiento de muchos signos físicos no simulables y a la mayor cultura psiquiátrica de los peritos. Ante un sujeto supuesto simulador, suele ser eficaz la ironía bondadosa o el desprecio de la pretendida alienación; ese medio desarma a la mayoría de los simuladores. Si en cambio, como otrora, se pretende hacerlo desistir violentamente, se provocan las máximas resistencias.
Son harto conocidos los casos citados por Magnan, de dos marineros franceses que, estando presos sobre pontones ingleses, simularon estar alienados por espacio de seis meses; al recuperar la libertad, estaban ya verdaderamente alienados. El libro de Laurent reúne algunos casos, publicados en su mayor parte en los Anales Médico-Psychologiques ; en las observaciones de Morel y Compagne llama la atención que los simuladores desistieron por haber comprendido que, si prolongaban su farsa un poco más, terminarían enloqueciendo de veras. En cambio, otras observaciones parecen atribuibles a inexacta apreciación de sus autores; así, aquel simulador de ataques epilépticos, referido por P. Lucas, que más tarde tuvo ataques verdaderos. En ese caso, trátase de una coincidencia explicable, sin relación de causa a efecto.
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