A lo largo de su enseñanza Lacan va delineando varias definiciones, señala distintos estatutos del inconsciente. Y uno de los problemas quizás más relevantes respecto de su abordaje y la consideración de lo que el inconsciente es, es el riesgo de entificarlo, y ello en la medida en que es consustancial al sujeto.
Entificarlo conllevaría situar al inconsciente como algo del orden de un órgano que alguien porta o tiene. Es un planteo al modo en que alguien tiene dos ojos, un corazón o dos pulmones.
Definir al inconsciente como un órgano tal habilitaría a afirmar que todo sujeto tiene un inconsciente, suponiéndolo entonces como un a priori. Si nos proponemos discutir eso, entonces bien vale que podamos repensar de qué se trata el inconsciente.
El inconsciente es un efecto de la palabra sobre el sujeto. En este sentido es, por consiguiente, solidario de ese corte que se produce entre el sujeto y el Otro, en la medida en la cual, pérdida mediante, el niño se subjetiviza. El corte aludido no perturba ese vínculo entre el inconsciente y la función del Otro.
A su vez, y dado que el inconsciente es un saber no sabido, un entramado significante que condiciona al sujeto, el acceso a él requiere de un conector.
Entonces su existencia solo es verificable en la transferencia. ¿Qué quiere decir esto? Significa que, tal como afirmó Freud, el inconsciente es un supuesto necesario y válido. Como tal se hace indispensable para hacer posible una lectura de los tropiezos que la praxis analítica encuentra en el hablante.
Pero que solamente, y de forma retroactiva, podemos verificar su existencia a partir del vínculo transferencial del analizante con su analista. Allí, el inconsciente se recorta en el margen de no saber que inconsiste lo que alguien cree estar diciendo. El inconsciente entonces sólo se verifica aprés-coup a partir del lugar que la pregunta y el no saber ocupan en el discurso. Y ello implica al sujeto por cuanto sujeto, pregunta y no saber son correlativos.
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