domingo, 19 de abril de 2020

Figuras de lo masculino.


La hetero-amistad
En el capítulo 4 del libro IX de la Ética a Nicómaco, Aristóteles afirma que la amistad (philia) deriva del amor de sí (philautia). En efecto, demuestra el Estagirita, todas las definiciones que pueden darse de la amistad (aquel a quien se hace bien, se desea una vida prolongada, con quien se comparten alegrías y tristezas, etc.) dependen de la relación que cada uno tenga consigo mismo.

He aquí el núcleo de la relación con el semejante, en una concepción que hallaría su continuidad en la elaboración freudiana que establece que la amistad entre varones se basa en una sublimación de pulsiones homosexuales. Esta doctrina de la amistad, basada en el amor de sí, fue retomada en el curso de la Edad Media, especialmente por Tomás de Aquino, a quien Jacques Lacan cita en su conferencia de Italia (el 4 de febrero de 1973) en los siguientes términos:
“No hay teoría del amor que pueda fundarse [...] en el amor de sí, es decir, en eso que, por lo general, llamamos ‘egoísmo’.”
Esta afirmación de Lacan permite extraer una conclusión respecto de la relación con el prójimo: desear el bien de alguien quiere decir someterlo. Por esta vía, el amor en que se funda la amistad lleva, finalmente, a la guerra con el otro. Se trata, entonces, del amor basado en el narcisismo y en el reconocimiento, donde la falta de este último introduce la discordia.

Sin embargo, no es este el único modelo que puede tomarse de la Antigüedad para pensar una relación entre amigos. Podría pensarse también, por ejemplo, en el canto XXIII de la Iliada, que narra los ritos funerarios que son dedicados al amado de Aquiles, quien se hubiera presentado por la noche ante su amante en calidad de fantasma (psyché eidolon) solicitando una sepultura humana. Patroclo no podía morir hasta tanto no se realizara el duelo que, simbólicamente, inscribiera su pérdida. G. Agamben ha dedicado páginas hermosas a esta cuestión en su libro Infancia e historia.

Desde la infancia, Patroclo era el mejor amigo de Aquiles; eran amantes, y la muerte de aquél acontece en el contexto en que simuló ser Aquiles al ponerse su armadura. Esta última indicación basta para apreciar de qué modo su relación era intransitiva y cómo Aquiles sólo puede responder por su amistad con un acto que rinda tributo al ausente, sacrificando varias de sus propias pertenencias.

Esta indicación del amigo que responde ante la muerte de otro, en una actitud que desafía la empatía y el amor de sí, es la que puede encontrarse en una referencia contemporánea a partir de la obra de M. Blanchot. En un artículo escrito en homenaje a G. Bataille, titulado justamente “La amistad” (1971), Blanchot encuentra la ocasión para pensar sobre la amistad en su relación con la inminencia de la muerte e introduce algunas reflexiones que permiten circunscribir la función del interlocutor:
“Debemos renunciar a conocer a aquellos a quienes algo esencial nos une; quiero decir, debemos aceptarlos en la relación con lo desconocido en que nos aceptan, a nosotros también, en nuestro alejamiento.”
Una paráfrasis de esta referencia de Blanchot permite apreciar diferentes elementos: 
a) en primer lugar, el amigo no puede ser conocido, esto es, no cabe plantear una relación simétrica de comprensión o empatía; 
b) en segundo lugar, si hay reconocimiento sólo es de la extrañeza del prójimo, una “extrañeza” que es recíproca, es decir, una relación que consiste en la “no relación” misma; 
c) en tercer lugar, a partir de lo anterior, el amigo no puede ser el objeto de un enunciado, sino un destinatario específico: el interlocutor o, para utilizar la expresión de Blanchot: “Aquellos a quienes se habla”.

De acuerdo con esta perspectiva, se habla a los amigos en su ausencia –de ahí la referencia inevitable a la figura de la muerte–, en una distancia que no es reducible pero que es, al mismo tiempo, lo que pone en contacto. De este modo, la función del interlocutor es la de sostener un discurso, más allá de todo acuerdo potencial, o asentimiento; por eso, el homenaje (o el rito fúnebre) es la mejor manera de sancionar la amistad. Así lo expresa también una célebre canción de J. M. Serrat, “Si la muerte pisa mi huerto”, cuando en ella se formula la siguiente pregunta: “¿Quién será ese buen amigo/ que morirá conmigo,/ aunque sea un tanto así?”.

La hermandad masculina.
Los hermanos sean unidos. Porque ésa es la ley primera. Tengan unión verdadera. En cualquier tiempo que sea. Porque si entre ellos pelean. Los devoran los de afuera”. He aquí uno de los pasajes más célebres del poema nacional argentino Martín Fierro, escrito por José Hernández, y que expone una conclusión que bien podría ser suscrita a partir de la relectura de la obra freudiana Tótem y tabú realizada por Jacques Lacan en el seminario El reverso del psicoanálisis. En los siguientes términos se refería Lacan al mítico asesinato del padre en la horda primitiva:
“El viejo papá las tenía a todas para él, cosa ya fabulosa –¿por qué las tendría a todas para él?– pero resulta que de todos modos hay otros chicos, ellas también pueden tener algo que decir. Le matan.
Las consecuencias son muy distintas que en el mito de Edipo. Como matan al viejo, al viejo orangután, ocurren dos cosas. Una la pongo entre paréntesis, porque es una fábula –descubren que son hermanos. En fin, eso puede darles alguna idea de lo que es la fraternidad...”
La segunda de las dos cosas que ocurren es que “luego deciden todos a una que nadie tocará a las mamaítas”. Respecto de esta segunda consecuencia, Lacan destaca su carácter inconsecuente, dado que no todos son hijos de la misma mujer; entonces, “podrían acostarse con la mamá del hermano, precisamente porque sólo son hermanos de padre”. En definitiva, esta observación apunta a mostrar hasta qué punto Tótem y tabú no puede ser reducido a la interpretación edípica –es desde esta perspectiva que se muestra frívolo–, sino que implica otra coordenada mucho más significativa: una versión del padre que va más allá de la concepción lacaniana de la metáfora paterna, introducida en los primeros seminarios, que hacía de aquél un nombre del Ideal que intercedía en la relación fálica de la madre con el hijo. A partir de esta nueva referencia, el deseo de la madre dejaría de funcionar como instancia de mediación entre el padre y el hijo, y podría plantearse una relación directa entre ambos, vinculada a otro de los tópicos centrales de este seminario, esto es, la transmisión entendida como sucesión:
“[Al criticar una vez más la referencia edípica y el modo en que Edipo asume al poder, Lacan pregunta] ¿Qué quiere decir esto sino que surge la pregunta de saber si lo que debe pagar es haber llegado al trono, no por la vía de la sucesión [...] Si –fantasma que siempre se indica, es curioso, pero sin vincularlo propiamente con el mito fundamental del asesinato del padre– si la castración golpea al hijo, ¿no le hace acceder también por el camino adecuado a lo que constituye la función del padre?
Toda nuestra experiencia lo muestra. ¿No se indica así que es de padre a hijo como se transmite la castración?”
En este contexto, ya no se trataría tanto de apreciar el lugar de privador del padre, cuya operación era fundamentalmente sobre la madre, sino su participación como transmisor de la castración, la cual no debe ser entendida en términos prohibitivos (como la suele fantasear el neurótico) sino positivamente: el padre se ofrece a la sucesión cuando transmite una versión singular del goce –su respuesta a la falta intrínseca de la estructura a través del objeto a–. Por esta vía se abre un campo de investigación en la enseñanza de Lacan que conduce a la noción de pére-version y a esa célebre formulación del seminario RSI:
“Un padre no tiene derecho al respeto, sino al amor, más que si el dicho amor, el dicho respeto está père-versement orientado, es decir, hace de una mujer objeto a minúscula que causa su deseo.”
Este breve recorrido sobre el desplazamiento de la figura del padre en la enseñanza de Lacan es capital para entender el contexto de las afirmaciones en torno a la fraternidad en El reverso del psicoanálisis. Olvidar este contexto de producción podría recaer en una mera definición negativa: hermanos serían los que comparten una asociación exterior, una diferenciación respecto de lo demás –y, de hecho, así podría entenderse de modo superficial la expresión “segregación”–. Recordemos para el caso, la continuación de la cita anticipada:
Este empeño que ponemos en ser todos hermanos prueba evidentemente que no lo somos. Incluso con nuestro hermano consanguíneo, nada nos demuestra que seamos su hermano [...]. Sólo conozco un origen de la fraternidad [...], es la segregación. [...] Incluso no hay fraternidad que pueda concebirse si no es por estar separados juntos, separados del resto...”
Desde un punto de vista apresurado, podría reducirse la fraternidad a la “unión contra otros”, esto es, entreverla en función de su separación del resto; sin embargo, este esquema interpretativo no haría más que regresar al planteo freudiano de Psicología de las masas y análisis del yo –que, justamente, Lacan busca superar con su relectura del mito de la horda, ya que el padre ocupa el lugar de amo sólo de una manera subsidiaria–. Para avanzar más allá de esta interpretación infundada, sería importante interrogar ese otro resto cuya función es unir a los hermanos en un pacto de complicidad. ¿De qué goce compartido se habla en la fraternidad? ¿Qué extraña cercanía es la que se denota en la culpabilidad por el asesinato, cuyo carácter paradójico radica en ser un signo del amor por el padre?

De este modo, si no respondiéramos a estas preguntas, la fraternidad sería –para decirlo con Lacan– una suerte de “fábula”. De hecho, Lacan es explícito respecto de que su afirmación del motivo de la segregación es meramente aproximativa:
“Se trata de captar esa función y saber por qué es así [...]. Esto que les digo es medio decir. Si no les digo por qué es así, es de entrada porque si digo que es así no puedo decir por qué es así.”
Pensemos aquí en el caso de un analizante que, luego de la muerte de su madre (su padre había muerto unos años antes), al venir a sesión, se recostó en el diván y dijo: “Mis padres podrían no estar muertos. La única seguridad que tengo al respecto es la presencia de mis hermanos. Ellos dan cuenta de la certeza de su muerte. Ellos son los únicos testigos”.

De acuerdo con esta formulación, la declinación misma de la frase podría hacer pensar en la escena misma de un asesinato. Sin embargo, en el curso de la asociación esta intervención fue dejada a un lado y el decir se orientó en otra perspectiva. Este analizante testimoniaba acerca de una historia que sólo se construye a través de los otros, que decanta a partir de que otros hayan pasado por una experiencia compartida (aunque hayan adoptado posiciones diferentes). En todo caso, esos hermanos eran partícipes de un mismo “trauma”, no la muerte en sí de los padres, sino el fragmento de pasado que luego no dejaría de insistir como un presente que resiste al olvido (en el duelo), una especie de futuro congelado en anécdotas que denotan la transmisión que esos padres hicieron como hombre y mujer respecto de la relación de deseo que los unió alguna vez.

De acuerdo con el título de un libro reciente (L’ére du témoin, de A. Wieviorka) puede decirse que hoy vivimos en una época en que la función del testigo cobra una especial relevancia. Para el caso, no hay más que pensar en los diferentes autores que se han ocupado del lugar del sobreviviente después del Holocausto (por ejemplo, G. Agamben en su clásico libro Lo que queda de Auschwitz: el archivo y el testigo... en una dirección que conduce a las inevitables intervenciones de Primo Levi).

R. Dulong, en su libro Le témoin oculaire (1998) define al testigo en los siguientes términos: “ser testigo no es solamente haber sido espectador de un evento sino declarar haberlo visto”. De este modo, puede destacar que el testigo no es un mero “espectador” porque, justamente, en esa declaración –que puede ser efectiva o no, es decir, no se trata de un hecho empírico– se inmiscuye la cuestión de la marca de una transmisión:
“[Los testigos] deben plantearnos el problema de la transmisión, vale decir todo aquello que gira entorno de lo que designa la expresión inglesa ‘vicarious witness’.”
En este sentido, el testigo no es tampoco un historiador, sino que se encuentra afectado por eso que se transmite. De ahí la importante figura del “superviviente”, que indica el papel que ocupa la experiencia compartida. En su célebre Vocabulario de las instituciones indoeuropeas, E. Benveniste relaciona la figura del testigo con la del superstes, definida como “aquel que subsiste más allá”. A su vez, en griego se lo denominada “martus”, cuya etimología conduce hacia la raíz del verbo “recordar” (en sánscrito “smarati”, en griego “mermina”, de donde deriva el latín “memoria”). De los diferentes vocablos del latín estudiados por Benveniste, cabe destacar también los siguientes, que amplían el campo semántico que delimita la función del testigo: arbiter (aquel que asistió); testis (quien participa como tercero); auctor (garante), siendo que esta última deriva conduce hacia el papel de verdad que ocupa el testigo.

De regreso a la afirmación del analizante mencionado, puede entenderse con mayor amplitud el registro de su decir cuando otorgaba a sus hermanos la función de certificar la muerte de sus padres; o bien –como dijera en otro contexto, en una descripción ciertamente visceral de su duelo– que “sólo ellos pueden juzgarme, porque son los que saben de dónde vengo”. De este modo, la función del testigo permite cernir con mayor especificidad esa complicidad que los hermanos pueden tener, más allá de la interpretación edípica que los reduce a una situación de semejanza y rivalidad, y con respecto a ese goce próximo que se transmite de padres a hijos.

Friends and lovers
En el tercer volumen de Historia de la sexualidad, titulado “La inquietud de sí”, Michel Foucault considera las mutaciones del matrimonio en los primeros siglos de la civilización greco-romana. En esto contexto, junto a las funciones de una institución meramente política, se añaden elementos de reciprocidad entre los esposos:
“...el esbozo de un ‘modelo fuerte’ de la existencia conyugal en el cual la relación con el otro queaparece como la más fundamental no es ni la de sangre ni la de amistad.”
De este modo, la referencia familiar y el sistema de amistades fueron perdiendo algo de su valor frente al lazo que liga a dos personas de sexo opuesto. Según Foucault, el matrimonio consigue, entonces, un privilegio natural, ontológico y ético; y la esposa “es valorada como el otro por excelencia, debe ser reconocida como parte de la unidad que constituye con él”. En relación con las formas tradicionales del matrimonio, se trata de un cambio radical, que perduraría hasta nuestros días, incluso cuando para elegir a una mujer no sea necesario atravesar una ceremonia formal.

En todo caso, la pervivencia del peso del matrimonio como acto se reconoce en una bellísima página de una novela ejemplar sobre esta cuestión, Ana Karenina, de León Tolstoi, cuando resume la incidencia de la unión entre Kitty y Levine:
“Estas seis semanas habían sido para Kitty las más felices, pero también las más penosas de su existencia. [...] Sus costumbres pasadas, las cosas que había amado, e incluso sus propios padres, a los que afligía su indiferencia, no existían ya para ella. Al Kitty la asustaba este giro de su corazón [...]. Había terminado una etapa de su vida y empezaba otra.”
Ahora bien, podríamos preguntarnos qué ocurre en nuestro tiempo cuando el matrimonio parece una institución en decadencia (aunque no por eso los hombres dejan de elegir a una mujer) y, por cierto, ciertos motivos propios de la institución clásica han desaparecido (que la mujer lleve el apellido del hombre, que éste se vea en la obligación de trabajar para mantenerla, etc.). A primera vista, se podría creer aún que hubo un recubrimiento del lazo de amistad sobre el vínculo erótico. No hay más que pensar en el éxito de la serie televisiva Friends, que exponía los enlaces y desenlaces de quienes, a pesar de las rupturas amorosas, nunca dejaban de ser amigos.

Sin embargo, el mundo contemporáneo demuestra también un tipo de elección mucho más fuerte. Quizá ya no se trate de un vínculo para-toda-la-vida, ni concierne a las llamadas “obligaciones” matrimoniales, pero no por eso deja de ser un tipo de relación dirigida a la alteridad del Otro sexo. Un modelo de esta elección se encuentra en el último capítulo de “La dirección de la cura y los principios de su poder”, en el que Lacan comenta el caso de un hombre que, llegado el fin de análisis, realiza un síntoma de impotencia con el cual, a su vez, impotentiza al analista:
“Digamos que, de edad madura [...] nos engañaría gustoso con una su menopausia para excusarse de una impotencia sobrevenida, y acusar a la nuestra [...]. En resumen, es impotente con su amante, y habiéndole ocurrido utilizar sus hallazgos sobre la función del tercero en potencia en la pareja, le propone que se acueste con otro hombre.”
En este punto, puede advertirse cómo el propio Lacan se declara fuera de juego... hasta que acontece esa intervención que sabe cómo responder a esta coyuntura de aferramiento fálico, una interpretación que proviene de un sueño de su pareja:
“Ahora bien, si ella permanece en el lugar donde la ha instaurado la neurosis, y si el análisis la alcanza allí, es por la concordancia que ha realizado desde hace mucho tiempo sin duda con los deseos del paciente, pero más aún con los postulados inconscientes que mantienen.”
De acuerdo con esta indicación puede entenderse por qué Lacan sostiene que se trata de un caso de fin de análisis. En última instancia, su mujer “le habla tan bien como podría hacerlo un analista”, y en la cura de un obsesivo no es un detalle menor este acceso a la alteridad fundamentada en el decir (para quien la relación con el partenaire se basa en la degradación al objeto parcial del complemento fantasmático).

¿Cuántas veces no hemos escuchado que un hombre se refiere a su esposa como “la bruja” (o “la patrona”, etc.)? En efecto, esta nominación se fundamenta en otro tipo de elección que la de un objeto amoroso... pero que no deja de lado el amor. En estos términos lo dice Lacan en su seminario RSI: “Uno cree lo que ella dice: es lo que se llama el amor. Y es por eso que éste es un sentimiento que he calificado, en la ocasión, de cómico”. Esta misma referencia es la que permite entender por qué Colette Soler –en su libro La maldición sobre el sexo– sostiene que los hombres no escuchan a las mujeres: ¡porque les creen!

En los últimos capítulos de este libro consideramos diversas versiones actuales del prójimo (amigo, hermano, amante), con el propósito de repensar –en un contexto teñido por el pesimismo (se habla de diversos tipos de fines en nuestros días: del arte, de la historia, de la histeria, del padre, etc.)– cómo la vida contemporánea no perdió su referencia al Otro, sino que eventualmente la promueve.

Sin duda ya no se trata del Otro que caracterizó a los siglos precedentes (por el cual, por cierto, no sería preciso tener nostalgia alguna), sino de un Otro que se hace presente en la referencia más inmediata, en las elecciones más próximas: en la interlocución de la amistad, en la función del testimonio ante los hermanos, en la interpelación del amante. Después de este rodeo, podemos pasar a la última sección de estos ensayos, dedicada a dos síntomas habituales del hombre de nuestro tiempo: el pánico y los celos.

Fuente: Lutereau, Luciano "Ya no hay hombres: Ensayos sobre la destitución masculina"

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