La práctica del psicoanálisis acarrea una dificultad que le es inherente, y que no se reduce a los primeros tiempos de la práctica. Sería incluso riesgoso que alguien pudiera suponer, después de unos años de trabajo, que ya no está alcanzado por esta dificultad.
Este escollo responde a la circunstancia de que el psicoanálisis carece de una técnica, lo que tantas veces dijimos: que no consiste en un procedimiento protocolizado que pudiera repetirse por igual en todos los casos.
Frente a la falta de ello, lo que se abre es la tripartición entre una táctica, una estrategia y una política. La táctica es que el analista es libre en cuanto a la manera de pensar sus intervenciones, la modalidad de ellas. Es menos libre en la estrategia porque conlleva su posición en la transferencia y eso no es electivo. El analista debe dejarse tomar por el lugar que el discurso le señala en la transferencia, acomodación requerida para permitir el análisis del sujeto.
Y no es en lo más mínimo libre en la en la política, porque la política remite a la ética. Y se trata del lugar del deseo en la cura.
A partir de entonces de esto es que puede resultar interesante preguntarnos cómo considerar una intervención posible, resaltando el término posible, o sea algo que está en las antípodas de lo ideal, de lo perfecto o acabado.
Pensar una intervención debiera apuntar a considerar también el momento de la formación, o sea lo que es posible para ese analista en ese momento, para evitar las identificaciones imaginarias. Por eso hablar de una intervención posible conlleva la idea de que no hay una sola manera de intervenir, sino que cada analista debe encontrar un modo que le sea propicio, siempre y cuando respete la orientación del análisis delineada desde la política.
Un tema interesante es cómo un inducir un efecto de división en la demanda, o sea apuntar a que la intervención haga oleaje, en el sentido de propiciar la interrogación, más a que a dar una explicación o coagular un sentido.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario