En su último período, de 1923 a 1929, Freud se interroga sobre la neurosis obsesiva: ¿por qué un superyó tan feroz y cruel? ¿Por qué ese lazo tan fuerte con la pulsión de destrucción y de muerte? Freud comprueba con mucha honestidad los hechos psíqmcos, pero no puede dar respuesta al porqué.
Lacan va a responder exactamente esa pregunta: si Freud no puede ir más lejos no logra superar su sentimiento de sorpresa (Uberaschung) ante la extrañeza (Befremden) del precepto: «Amarás a tu pròjimo como a ti mismo». En ese famoso 5 de Das Unbehagen in der Kultur [El malestar en la cultura], Freud se detiene, objeta, protesta: ¡no, no es posible!
Lacan responde diciendo por qué es así para Freud y, como consecuencia, por qué este no sabe qué pensar en cuanto a las razones de la malignidad del superyó.
Con claridad, Freud plantea que el problema es el de siempre y el de todo el mundo: el problema del goce del Otro ... ¡y el propio! Sucede que... es posible que el goce no sea del orden del bien y el bienestar. Entonces, ¿no hay un lazo entre el goce del Otro y la maldad? ¿Es una relación necesaria o contingente? Allí donde Freud tropieza con el precepto de amar al prójimo como a uno mismo, Lacan va a avanzar.
El verdadero escándalo
Pero va a avanzar por ese camino que Freud fue el primero en trazar, señalando cuál es el verdadero escándalo: la maldad del prójimo. Lacan lo retoma muy claramente el 9 de marzo de 1960 en Bruselas, al hablar de ese «escándalo (...) que se formula así»:
«Entre esos hombres, esos vecinos, buenos o incómodos, que se ven en medio de este asunto (...) del cual diremos que lo que tiene de defectuoso es sin duda lo que persiste como más comprobado (...) ¿cómo puede ser que esos hombres se abandonen unos a otros, víctimas capturadas por esos espejismos por los cuales su vida, desperdiciando la oportunidad, deja escapar su esencia, por los cuales se ve burlada su pasión, por los cuales su ser, en el mejor de los casos, no alcanza más que esa escasa realidad que sólo se afirma en el hecho de no haber sido sino el objeto de una decepción?
»Eso es lo que me deja mi experiencia, la cuestión que lego en este punto sobre el tema de la ética».
Sí, sin duda es esa la verdadera experiencia que el psicoanalista escucha a lo largo de la jornada. ¿No es la esencia de lo trágico, de la existencia misma?
Así, Serge Leclaire, en una entrevista publicada en el diario Libération el 3 de mayo de 1993, podía decir lo siguiente acerca del suicidio de Pierre Bérégovoy:
«Creo que, como en toda tragedia, se trata de las relaciones más íntimas, algo que debió vivir en lo más profundo de sí mismo, como un abandono, una deserción. Todo suicidio dice algo a los otros, pero no me refiero a ese mensaje. Es la tragedia de un sentimiento de abandono».
Y por lo tanto, la única búsqueda importante es la de una ética que esté a la altura de ese abandono por el Otro. Lacan presentará esa ética, que es la misma del psicoanálisis, en su seminario de 1959-1960. Y concluirá de este modo: si para el hombre del común «la traición tiene como efecto arrojarlo de manera decisiva al servicio de los bienes», será «con esta condición que no reencontrará jamás lo que lo orienta verdaderamente en ese servicio». Pero entonces, si acude en demanda de un análisis, ¿será para poder orientarse en ese servicio o por una ètica que no sea la del servicio de los bienes de tal modo que «se convierta en quien puede ser impunemente traicionado».
Pero, ¿Qué quiere decir impunemente? ¿Sin castigar al otro? Sin castigarse a sì mismo?
Estas son las cuestiones esenciales que la experiencia analìtica debe permitir responder. Que se resumen así: frente a das Ding, la Cosa, es decir, el goce del Otro, ¿Qué ley puede servir a la vez de apoyo y de barrera para que, lejos de huir, el sujeto pueda aproximarse a ella impunemente?
Para responder, pongamos a prueba tres leyes éticas frente al goce del Otro:
Primera ley
La primera respuesta es la ética tradicional de la tendencia interior con el fin del Bien soberano, a través de los bienes particulares que ese Bien ordena. La caída teológica de ese soberano nos arrojó hoy al servicio de los bienes plurales. Jeremy Bentham lo presentó con claridad en su teoría de las ficciones. ¿Cuáles son los bienes? El instinto no es una respuesta, como en el caso del animal. Los bienes son de orden simbólico: lo que se dice en tal o cual momento en tal o cual sociedad, señalado como lo más útil para cada uno y para la mayor cantidad.
La ficción no es engañadora. Es del orden de la opinión, de lo que se comparte en el lenguaje y la imagen, en nombre amor entre semejantes. La publicidad mediática lo sabe; llegado el caso, usa y abusa de ello; el discurso médico-legal pretende saber cuáles son los bienes no engañadores; y los propicia en nombre de su síntoma evidente: el bienestar. Así, las palabras clave son: mesura, moderación, prudencia. Freud lo llamó principio de placer, que es un principio de no displacer que evita lo demasiado y lo demasiado poco.
¿Cómo responde entonces ese discurso frente al goce del Otro? ¡Presten atención! Por una parte, protección mediante la reparación del mal efectuado, con el castigo del culpable y la cura del enfermo. Por la otra, protección mediante la prevención de un mal previsible por contagio futuro o reincidencia del culpable.
Ese discurso oficial invade hoy cada vez más la vida privada de las familias en nombre del bien y el interés de los niños. Se supone a la madre «good enough» y que el padre, por el contrario, debe ser vigilado o reemplazado.
Ahora bien, he aquí la verdadera cuestión: esta ley del servicio de los bienes, ¿es eficiente frente al goce del Otro y sus maleficios? Desde luego que no, porque el amor por el semejante, que la justifica, se funda en la identificación: quiero para el otro el bien que querría para mí. Solidaridad, comprensión, capacidad de compartir: esos son los significantes que permiten vivir juntos.
¡Y después, un día, la cosa se desmorona! Habría podido durar hasta mi muerte. ¡Pero estamos listos! Yo creía comprenderte; tú creías comprenderme. Pero el das Ding está más allá del espejo, en tercera dimensión. Traición, abandono: ¡No eres el o la que yo creía! La negación marca la alteridad de la diferencia que es, dice Freud, «el más allá del principio del placer», es decir, goce.
Por eso, sin duda, esta ley del servicio de los bienes es una barrera muy frágil ante el horror del goce. Este se burla claramente de la vida y del bienestar. Y de tal modo, Freud habla de «reacción terapéutica negativa». El marco médico legal se derrumba… Y con él la buena psicología.
Segunda ley
Pero Freud reconoció una ley muy distinta, la heredada por el niño con la declinación complejo de Edipo. A partir de 1923 y de la segunda tópica, la llama superyó. Este no se construye de acuerdo con la imagen de los padres, sino según el superyó parental. En efecto, no se trata de una identificación imaginaria, sino simbólica.
Ahora bien, ¿cómo la califica Freud? En el capítulo 3 de El yo y el ello, le da su verdadero nombre de imperativo categórico. Del mismo modo, en el artículo «El problema económico del masoquismo», de 1924, escribe lo siguiente: «El imperativo categórico de Kant es el heredero directo del complejo de Edipo» Freud sabe reconocer con Kant la verdadera transmisión entre generaciones, según estos dos principios:
1. El categórico. La ley en todos los casos, cualesquiera sean las consecuencias afectivas de bienestar o malestar. De tal modo se descalifican los dos sentimientos de amor por identificación con el pròjimo ante los efectos de la maldad: compasión por la víctima, temor por sí mismo. Es «patológico», nos dice Kant, y por lo tanto no aclara en absoluto nuestra conducta, como nos lo hace creer el servicio de los bienes.
2. El incondicional. La ley se basa únicamente en el acto de su enunciación interior: «¡Debes… no debes!». Se justifica por ese mismo acto y, por lo tanto, prescinde de razonamientos, argumentos y deducciones: «Si es así, entonces ... ». Ahora bien, la luminosa intuición de Lacan consistió en mostrar, en el linaje de G. Bataille P. Klossowski y M. Blanchot, que Kant se dilucida con Sade. Esa famosa voz de adentro que es el superyó procede del Otro; revela su origen en la máxima que enuncia el derecho del Otro al goce, derecho sobre mi cuerpo:
«Tengo derecho a gozar de tu cuerpo, puede decirme quienquiera, y ejerceré ese derecho, sin que limite alguno me detenga en el capricho de las exacciones que me complazco en saciar con él».
Ese es el argumento del artículo «Kant con Sade».Sade dice la verdad de Kant de acuerdo con dos principios: la apatía del Otro en cuanto a lo que yo puedo sentir de su goce de mi cuerpo, y el carácter sin condiciones de su derecho de goce. La voz de la conciencia según Kant es la del Otro en su goce que se calificará como sádico; la del padre, dirá Freud un siglo después:
«La autoridad del padre o de los padres, introyectada en el yo, forma en él el núcleo del superyó, que toma del padre el rigor, perpetúa su prohibición del incesto y, así, asegura al yo contra el retorno de la investidura libidinal del objeto».
Y Lacan lo registra y confirma con la ayuda de Sade:
«Ese superyó es en verdad algo como la ley, pero una ley sin dialéctica, y no por nada se lo reconoce, con mayor o menor justeza, en el imperativo categórico, con lo que llamaré su neutralidad maléfica; cierto autor lo denomina saboteador interno».
¡Neutralidad maléfica! ¿Vamos a hablar entonces de relación sadomasoquista, sádica por el lado del Otro, masoquista por el lado del sujeto? No, eso sería una psicología demasiado fácil. Jean Paulhan mostró que en su propia vida Sade era un masoquista. Lacan generaliza: el presunto sádico, partenaire del masoquista, es guien quiere ver y escuchar en el otro «el dolor de existir», la gueja melancólica, el masoquismo de la delectatio morosa. Y para escucharlo mejor, lo provoca y se erige en su cómplice fraternal, en cuanto masoquista que se mira a sí mismo. ¿No es eso lo que reconocemos en Kant y Sade cuando publican sus escritos para hacerse leer en voz alta?
Pero entonces, frente a la Cosa y el goce del Otro, ¿la ley kantiana del superyó es más exitosa que la ley del servicio de los bienes? No, aquella perpetúa ferozmente el horror de esa «neutralidad maléfica» mediante un vuelco contra sí mismo y una transmisión a la generación siguiente. En efecto, lejos de inclinarse hacia el ateísmo, Sade exalta a un dios como «Ser Supremo de maldad» y se erige en su voz e instrumento. ¿Y qué pasa con Freud? Supo recoger la verdad que habla en los labios del obsesivo y la transcribió en su «mito científico» que es Tótem y tabú; el superyó es interiorizado es un padre que hace la ley; solo se mata al amo para incorporarlo y, así, mejor someterse a él.
De tal modo, en la clase del 9 de junio de 1971 de su seminario, Lacan podrá decir por fin que «Tótem y tabú es un producto neurótico», pero para agregar de inmediato:
«No se psicoanaliza una obra, y la de Freud aún menos que otras. Se la critica y, lejos de que una neurosis haga sospechosa su solidez, eso mismo es lo que la suelda. En este caso, debemos el mito de Freud al testimonio que el obsesivo aporta de su estructura a lo que se revela en la relación sexual como imposible de formular en el discurso».
Por eso, la verdadera pregunta sigue siendo: ¿gué hacer entonces ante el goce del Otro, ante «su» maldad? ¿Hay otra ley que Ia del superyó? Avanzar hacia otra respuesta supone ir más allá de Sade y más allá de Freud, del Freud que retrocede ante el horror del precepto al prójimo como a uno mismo. Ir más allá es admitir esta constatación de Lacan:
«Creemos que Sade no está suficientemente cerca de su propia maldad para encontrar en ella a su prójimo. Rasgo que comparte con muchos, y en especial con Freud. Puesto que ese es, sin duda, el único motivo de paso atrás de algunos seres, a veces sagaces, ante el mandamiento cristiano».
Tercera ley
Luego de los fracasos de las dos leyes precedentes, que no logran poner una barrera al horror del goce humano, no nos queda más que un último camino: no el de la declinación del complejo de Edipo según Freud, sino el del fin de un análisis.
No retroceder ante el precepto de amar al prójimo como a sí mismo es darle una nueva interpretación. Amar a ese prójimo que es uno mismo aproximándose a su propio goce, allí donde puede surgir la maldad, el mal-caer de la voluntad del bien. Tal es el lugar de la erótica, en esa zona de si mismo desconocida, ajena, a la vez íntima y éxtima; digamos: el lugar de una extimidad, distinta de la del amor por identificación.
Esto supone una ley, la del deseo. Pero, ¿cuál es ella? No es la ley que obedecemos y nos culpabiliza en caso de incumplimiento. Tampoco el rechazo de toda ley y la arbitrariedad presunta del libertinaje. Eso sería la ausencia de deseo.
Esta tercera ley funda el deseo. No es fácil demostrarla, habida cuenta de su extrañeza y su lazo con el goce. Por eso Lacan decidió dar un rodeo. En su seminario La ética del psicoanálisis, presenta su articulación al comentar la «Epístola a los romanos» de san Pablo en el capítulo 7: «Cometerían un error -dice- si creyeran que los autores sagrados no son buenas lecturas». Lo repite:
«No basta que ciertos temas sólo sean usados por personas que creen creer -después de todo, ¿qué sabemos de ello?- para que ese dominio les esté reservado».
En efecto, allí hay un saber, «Y en ese concepto esto se incluye en el campo del examen que debemos acordar a todo saber», sin tener, no obstante, que adherir a las verdades que algunos toman por creencias.
Así, el 23 de diciembre de 1959 Lacan muestra ese saber sobre el nudo entre la ley y el deseo, con la ayuda de san Pablo. Le basta reemplazar la palabra «pecado» (amartia) por la Cosa, es decir, por el goce, y entonces todo se aclara. De tal modo, tenemos la siguiente transcripción:
«Sólo conocí el goce por la ley. En efecto, no habría conocido el deseo si la ley no hubiese dicho: no codiciarás» (VII, 7).
Aquí, Pablo cita el noveno y el décimo mandamientos de la Ley mosaica (Exodo, XX, 17). La negación del «no» hace nacer el deseo, a diferencia de la que es innata, natural. Y Pablo prosigue:
«Aprovechando el mandamiento, el goce suscitó en mí toda clase de deseos; sin la Ley, en efecto, no hay goce. ¡Ah! Yo vivía antaño cuando carecía de Ley; pero surgido el mandamiento, el goce cobró vida y yo estoy muerto».
Tal es en verdad el escándalo de la Ley para los paganos prejudaicos, para quienes sólo importa la salvaguardia de esta vida humana a cualquier precio. Pero en este caso se trata de una ley que permite negar la vida, de tal suerte que en lo sucesivo me niego «a perder mis razones de vivir a causa de la vida» (propter vitam vivendi perdere causas). Ese es el riesgo del deseo. El bien y el bienestar dejan de motivar la función de la ley. Así, Pablo precisa:
«Sí, la ley es sagrada y el mandamiento santo, justo y bueno. Pero ¿lo que es bueno se habrá convertido en la muerte para mí? ¡En absoluto! Mas es el goce el que, para revelarse tal, se sirvió de lo que es bueno para darme muerte, a fin de que el goce se volviera desmesuradamente gozoso por medio del mandamiento».
Desmesuradamente, en exceso, con locura: es lo propio de todo goce, estar «más allá e principio de placer», decía Freud, más allá de esa evitación del displacer que es la protección de la vida. Así, Pablo demuestra que hay transgresión, y por lo tanto goce, por el solo medio del mandamiento, con el apoyo de la ley. Como decía Lacan, «es necesaria una transgresión para tener acceso a ese goce a recuperar a San Pablo; precisamente para eso sirve la Ley» La prohibición sirve al goce «de vehículo todo terreno, de camión con orugas»
Así, la transgresión es una travesía más allá de los límites de la vida, en la que se corre el riesgo de la pérdida posible de la pequeña dicha del otro y de uno mismo; en resumen, lo que se llama maldad.
Esta tercera ley, la del deseo, da un nuevo sentido a la castración: una negación creoadora. De allí la conclusión de Lacan:
«La castración quiere decir que es preciso rechazar el goce para que pueda alcanzárselo en la escala invertida de la ley del deseo».
Ya en 1957, Georges Bataille había expresado la intuición de ello en su libro El erotismo:
«Lo notable en el interdicto sexual es que se revela plenamente en la transgresión (...) La esencia del erotismo se da en la asociación inextricable del placer sexual y el interdicto. Humanamente, este último nunca aparece sin la revelación del placer, y el placer jamás lo hace sin el sentimiento del interdicto (...) En la esfera humana, la actividad sexual se aparta de la simplicidad animal. Es en esencia una transgresión. No es, tras el interdicto, el retorno a la libertad primera. La transgresión es la obra de la humanidad organizada por la actividad laboriosa».
Pero de inmediato surge la objeción: en oposición al placer, el goce puede eventualmente ser maldad, destrucción, malevolencia. ¿Cómo soportar este horror?
Lacan respondió a esta pregunta inevitable mediante la noción de sublimación: ni idealizaciòn ni desexualización, sino una ética del bien decir, un arte de la palabra que permite colonizar ese horror fundamental del goce del otro o de si mismo. Solo el arte de la conversación entre un hombre y una mujer, entre una mujer y un hombre, es capaz de levantar una barrera a ese más allá del bien que llamamos maldad. Trobar del siglo XII en Occitania, galantería de los salones del siglo XVIII, Witz freudiano, arte de la domesticación recíproca; ¡poco importa la denominación! La apuesta es avanzar hacia lo desconocido del Otro, allí donde la falta de unicidad de dos goces deja un vacìo irreductible. Entonces, sólo el apoyo de la belleza permite no retroceder y amar al prójimo aproximándose al propio goce.
Así, Lacan, al hablar del arte de Sófocles que se dirigía al público con Antígona, decía: «Función de la belleza: barrea extrema para prohibir el acceso a un horror fundamental».
El fin del análisis.
De tal modo, en el caso de la neurosis obsesiva el fin de análisis es el paso de la segunda ley a la tercera ley. Las interrogaciones de Freud sobre el superyó nos llevan, por lo tanto, a concluir con Lacan que esa neurosis, lejos de ser patológica, compete al contrario a la normalidad colectiva. Nadie más deseoso de la normatividad que el obsesivo. En efecto, esta neurosis es el síntoma de las exigencias de la moral civilizada.
Esta normalidad bien puede soportarse durante algún tiempo, hasta el día en que se revela la debilidad del yo ante las coacciones del superyó. Así puede ocupar su sitio el psicoanálisis.
Pero, ¿para llevar adónde? No negarse a responder es reconocer que a menudo el psicoanálisis se detiene a mitad de camino: supresión de algunas defensas del yo, menor sentimiento de culpa. Por eso el fin del análisis puede resumirse entonces en esta fórmula: paso del superyó del tener al ser.
El superyó que el sujeto tenía con referencia a sí mismo se convierte en aquel en que el sujeto se ha vuelto con respecto a su entorno familiar, profesional, político... ¡y eventualmente religioso! Ese es el aligeramiento del superyó luego de un semianálisis. En vez de sentirse obligado, humillado, culpable, el sujeto obliga, humilla, culpabiliza a los otros; así, se siente mejor. Impone su hiperactividad a quienes lo rodean y les reprocha perder tiempo y dejarse estar.
Por eso, cuando dos obsesivos se encuentran para hacer un mismo trabajo, estalla la guerra. En efecto, no hay receptividad posible al discurso del otro. Este no puede parecer más que insensato. Así, Lacan podía decir:
«Es inconcebible que un obsesivo pueda asignar el menor sentido al discurso de otro obsesivo. Incluso puede decirse que de allí surgen las guerras de religión».
Y lo «religioso» puede encontrarse por doquier ... aun en la comunidad analítica.
Al contrario, ir hasta el final del propio análisis es descubrir otra ley, la del deseo, mediante la cual el goce puede alcanzarse incluso a partir del interdicto, en el riesgo de la pérdida de dominio y normalidad social.
Fuente: Philippe Julien, “Psicosis, perversión, neurosis. La lectura de Jacques Lacan”. Capìtulo ‘El retroceso de Freud’, p. 45
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