“Un día voy con mucho dolor en un hombro al osteópata, que me hace notar todo el estrés que tenía y me sugiere que 𝒍𝒆 𝒑𝒐𝒏𝒈𝒂 𝒆𝒍 𝒄𝒖𝒆𝒓𝒑𝒐 a mi proceso de terapia" dice Mariela, de 33 años, en un testimonio ofrecido al diario Clarín (10/08/22)
Nos venimos preguntando si es posible llevar a cabo un análisis fuera del espacio real del consultorio. Si la virtualidad otorga las condiciones suficientes para que la experiencia analítica tenga lugar. Pero, para que ese lugar “se tenga”, se origine -más allá del lugar físico- se necesita de ciertas circunstancias, escenarios, que exceden lo físico.
Cuando se habla de la presencia del analista y del analizante, hay una referencia al cuerpo. ¿Pero qué cuerpo?
El cuerpo del hablante es mucho más que esa superficie que encierra una complejísima interioridad biológica. Es en parte, ese cuerpo que se ofrece a la mirada del analista, con sus síntomas, sus goces, pero, puesto que se privilegia la palabra, el analista está en estado no sólo de abstinencia, si no, en “estado de ausencia”. El cuerpo para el psicoanálisis excede la dimensión extensa: es un cuerpo de consistencia no homogénea (real, imaginario, simbólico anudados), investido libidinalmente, donde sus bordes y agujeros –además de conducir a un interior anatómico- constituyen zonas erógenas de asiento de las pulsiones, de satisfacciones de necesidades y deseos, sustancia gozante (de goces articulados o no a la castración), cuerpo de veladuras – digamos morales- y veladuras fálicas. El cuerpo se crea a partir de una consistencia de tres, de un anudamiento o encadenamiento, que, sin él, no seríamos más que una piel que en su saco sostiene un montón de órganos.
Topológicamente el cuerpo no es una esfera (como en la medicina) sino, más bien, una estructura tórica (L'Insu que Sait de l’ une-bévue s'aile a Mourre, 18/11/76). Existe un Real del cuerpo, tanto como el Imaginario de su representación mental (Subversión del sujeto y dialéctica del deseo (1960)) en una imbricación con la palabra que conforman a ese cuerpo simbólico. El lenguaje tiene cuerpo –incorporal- que da cuerpo (Radiofonía, 1970), que permite nombrarlo o tenerlo a partir de un yo que lo dice. Por eso, “hay un cuerpo imaginario, un cuerpo del simbólico, y un cuerpo del real del que uno no sabe cómo él sale” (L’Insu). De modo que, ese cuerpo, este cuerpo del psicoanálisis, puede prescindir del cuerpo dado ahí, en la cercanía espacial. El cuerpo está presente y es transportado por la palabra de un sujeto que habla, sobre todo, ausentado de la mirada, como cuando se habla a las paredes, donde el otro (Otro) se ausenta a su vez en la experiencia clínica, donde “clinicar” es acostarse o, por lo menos, hablarle a las paredes, a nadie, que es cuando se dice mejor lo que se enuncia y se escucha mejor; donde ese algo que se dice, sea un decir, algo que importe en lo real, discernido por el analista que lo sanciona.
Dicho esto, sabemos que en un análisis, el analista y el analizante ponen el cuerpo. La cuestión es, según el deseo del analista (deseo del analista/deseo de un analista), y el deseo del analizante -encarnado en una demanda de análisis- que pongan el cuerpo de la mejor manera, según ese deseo.
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