Fuente: Juan David Nasio, "CINCO LECCIONES SOBRE LA TEORIA DE JACQUES LACAN", Conferencia 1.
Elegí presentarles los dos principios fundamentales de la teoría psicoanalítica de Jacques Lacan: uno relativo al inconsciente, el otro relativo al goce. El primer principio se enuncia: "El inconsciente está estructurado como un lenguaje"; el segundo: "No hay relación sexual". Diría que estos dos principios son los pilares que sostienen el edificio teórico del psicoanálisis, las premisas de las cuales todo se deduce y a las cuales todo retorna, y que fundan una ética del psicoanalista.
En efecto, si el psicoanalista reconoce estas proposiciones y las somete a la prueba de su práctica, su escucha será singularmente modificada por ellas.
Para guiarme, voy a utilizar un concepto, el de síntoma, que nos llevará primero al principio relativo al inconsciente y luego, al relativo al goce.
Entonces, admitamos por el momento la tríada: síntoma, inconsciente y goce, y planteemos de inmediato la pregunta: ¿Qué es para nosotros un síntoma?
Hablando con propiedad, el síntoma es un acontecimiento en el análisis, una de las figuras bajo las cuales se presenta la experiencia. No todas las experiencias analíticas son síntomas, pero todo síntoma manifestado en el curso de la cura constituye una experiencia analítica. La experiencia es un fenómeno puntual, un momento singularmente privilegiado que marca y jalona el camino de un análisis. La experiencia es una serie de momentos esperados por el psicoanalista, de momentos fugaces e incluso ideales, tan ideales como los puntos en geometría. Y no obstante, la experienda no es tan sólo un punto geométrico abstracto; tiene también una cara empírica, diría inclusive sensible, una cara perceptible por medio de los sentidos que se presenta como ese instante en el cual el paciente dice y no sabe lo que dice. Es el momento del balbuceo, donde el paciente tartamudea, el instante en que duda y la palabra desfallece. Se dice que los psicoanalistas lacanianos se interesan en el lenguaje, y se los asimila, erróneamente, con los lingüistas. Erróneamente, porque los psicoanalistas no son lingüistas. Los psicoanalistas, sin duda, se interesan en el lenguaje, pero se interesan solamente en el límite con el cual el lenguaje tropieza. Estamos atentos a los momentos en los cuales el lenguaje patina y la lengua se traba. Por ejemplo, tomemos un sueño: le otorgaremos más importancia a la manera en que el sueño es relatado que al sueño mismo; y no sólo a la manera en que es relatado, sino sobre todo al punto preciso del relato en el cual el paciente duda y dice: "No sé... no me acuerdo más... puede ser... probablemente...". Es a este punto al que denominamos experiencia, la cara perceptible de la experiencia: un balbuceo, tina duda, una palabra que se nos escapa.
Esto en cuanto a la cara empírica. Vayamos ahora a la cara abstracta de la experiencia analítica y completemos nuestra definición. Dije que la experiencia constituía el punto límite de una palabra, el instante en el cual la palabra falla. Pero ahora agrego: allí donde la palabra falla, aparece el goce. Hemos cambiado, ahora estamos instalados en un registro radicalmente distinto. Abandonamos el orden empírico de lo sensible para entrar en el de la elaboración teórica. En efecto, la teoría analítica postula que en el momento en el cual el paciente es superado por su decir, surge el goce.
¿Por qué? ¿Qué es el goce? Momentáneamente dejemos de lado esta pregunta, para volver a ella cuando abordemos el segundo principio relativo a la no existencia de la relación sexual. Por ahora, trabajemos el concepto de síntoma y tomemos la vía del primer principio que, tal como veremos, afirma que el inconsciente es un saber estructurado como un lenguaje.
Planteemos otra vez la pregunta: ¿Qué es un síntoma? Sabemos comúnmente que el síntoma es un trastorno que hace sufrir y que remite a un estado de enfermedad, es la expresión de dicho estado. Pero en psicoanálisis, el síntoma se nos muestra de otro modo, no sólo como un trastorno que hace sufrir; es sobre todo un malestar que se nos impone, más allá de nosotros, y nos interpela. Un malestar que describimos con palabras singulares y con metáforas inesperadas. Pero, ya sea un sufrimiento o una palabra singular para decir el sufrimiento, el síntoma es ante todo un acto involuntario, producido más allá de toda intencionalidad y de todo saber consciente. Es un acto que remite, no tanto a un estado de enfermedad como a un proceso denominado inconsciente.
Para nosotros, el síntoma es manifestación del inconsciente.
Las tres características del síntoma.
Un síntoma reviste tres características. La primera es la manera en la cual el paciente dice su sufrimiento, los detalles inesperados de su relato y, en particular, sus palabras improvisadas. Pienso en esa analizante que, por ejemplo, me comunica su angustia al tener que cruzar un puente y dice: "Me resulta muy difícil ir hasta allí, no lo logro, salvo si estoy acompañada... En ocasiones pude cruzar sola, cuando veía del otro lado del puente la silueta de un agente o de un guardia en uniforme..." Y bien, lo que me interesa en este caso, más que la angustia fóbica en sí misma, es el detalle del hombre en uniforme.
La segunda característica del síntoma es la teoría formulada por el analizante para comprender su malestar, ya que no hay sufrimiento en análisis sin que uno se pregunte por qué sufre. Así como Freud subrayaba la presencia en los niños de una teoría sexual infantil, nosotros comprobamos que también el paciente construye su teoría totalmente personal, su teoría de bolsillo para tratar de explicar su sufrimiento. El síntoma es un acontecimiento doloroso que está siempre acompañado de la interpretación que hace el paciente de las causas de su malestar. Ahora bien, esto es fundamental. A tal punto es fundamental que si en un análisis, durante las entrevistas preliminares, por ejemplo, el sujeto no está intrigado por sus propios cuestionamientos, si no tiene idea acerca del motivo de su sufrimiento, entonces será el psicoanalista el que deberá favorecer el surgimiento de una "teoría" conduciendo al paciente a interrogarse sobre sí mismo. Pero a medida que en el análisis el paciente va interpretando y diciéndose el porqué de su sufrimiento, se instala un fenómeno esencial: el analista pasa a ser, progresiva e insensiblemente, el destinatario del síntoma. Cuanto más explico la causa de mi sufrimiento, más se vuelve quien me escucha el Otro de mi síntoma. Con esto tienen la tercera característica del síntoma: el síntoma apela a la presencia del psicoanalista y la incluye.
El psicoanalista forma parte de mi síntoma.
Cambiemos los términos y formulémoslo de otra manera: la principal característica de un síntoma en análisis es que el psicoanalista forma parte de él. En una cura ya bien encaminada, el síntoma está tan ligado a la presencia del clínico que el uno recuerda al otro: cuando sufro me acuerdo de mi analista, y cuando pienso en él, lo que se me aparece es el recuerdo de mi sufrimiento. Por lo tanto, el psicoanalista forma parte del síntoma. Este tercer rasgo del síntoma es el que abre la puerta a lo que denominamos la transferencia analítica y lo que diferencia al psicoanálisis de cualquier psicoterapia. Precisamente, si me preguntaran qué es la transferencia en psicoanálisis, una de las respuestas posibles sería definirla como el momento particular de la relación analítica en el cual el analista forma parte del síntoma del paciente. Esto es lo que Lacan denomina el sujeto-supuesto-saber. La expresión sujeto-supuesto-saber no significa solamente que el analizante supone que su analista detenta un saber acerca de él. Para el paciente, no se trata tanto de suponer que el analista sabe sino, fundamentalmente, de suponerlo en el origen de su sufrimiento o de cualquier acontecimiento inesperado. Cuando sufro, o incluso ante un acontecimiento que me sorprende, me acuerdo de mi analista al punto tal de que no puedo evitar preguntarme si no es él una de las causas. Por ejemplo, durante el curso de un análisis, tal paciente dice: "Desde que vengo aquí, tengo la impresión de que todo lo que me sucede se relaciona con el trabajo que hago con usted". La mujer encinta les dirá: "Me quedé encinta, pero estoy segura de que mi embarazo está directamente ligado a mi análisis".
Pero ¿qué significa "directamente ligado a mi análisis"? Esto significa que, desde cierto punto de vista, el analista sería el padre espiritual del niño, la causa del acontecimiento. Por lo tanto, que el analista forme parte del síntoma significa que está en el lugar de la causa del síntoma. En consecuencia, la expresión lacaniana sujeto-supuesto-saber significa que el analista en un primer momento ocupa el lugar del destinatario del psicoanalista síntoma; luego, más allá, el de ser su causa, es el Otro del síntoma. Para el clínico que debe dirigir una cura es esencial comprender cómo, a lo largo de las sesiones, insensiblemente, el fenómeno de la suposición termina por incluirlo en el síntoma del analizante.
Pienso en particular en ese analista en supervisión que me refería sus dificultades con un paciente en análisis desde hacía dos años y que le parecía encerrado en una neurosis obsesiva. Le respondí lo siguiente: "Si al cabo de dos años de análisis considera que su paciente tiene una neurosis obsesiva, al escucharlo dígase a sí mismo que los síntomas de su neurosis lo implican. Sí, trate de escuchar a su analizante, diciéndose a usted mismo que forma parte de la obsesión que él sufre". Cabe observar que la gran diferencia entre el diagnóstico psiquiátrico y la localización psicoanalítica de una neurosis reside en esta cualidad de escucha comprometida. Cuando el analista diagnostica la neurosis de su paciente, sabe que forma parte del síntoma que diagnostica. En suma, el fenómeno de la suposición acompaña a todo acontecimiento en un análisis.
Así, no hay acontecimiento doloroso que no sea "interpretado" por el paciente cuyas palabras, sufrimientos y creencias han ido implicando de a poco a la persona del clínico.
En verdad, las características del síntoma pueden ser abordadas también bajo otro ángulo conceptual, distinguiendo dos caras del síntoma: una cara signo y tina cara significante. La cara signo está estrechamente ligada al fenómeno de la suposición del cual acabamos de hablar. Esta cara signo nos dice: acaece un suceso doloroso y sorprendente, el paciente lo explica y de inmediato sitúa al analista en el rol de ser a un tiempo el Otro del síntoma y la causa del síntoma. Esa es la definición del signo propuesta por Lacan: un signo es lo que representa algo para alguien. En realidad, se trata de la definición establecida por el lógico norteamericano Charles Sanders Peirce.
Nota: "Un signo, o representamen, es algo que hace de algo para alguien bajo alguna relación o a título de algo. Se dirige a alguien, es decir, crea en el espíritu de esa persona un signo equivalente o tal vez un signo más desarrollado"
Determinado síntoma representa algo para aquel que sufre, y en ocasiones para aquel que escucha. El embarazo, por ejemplo, representa para esta joven el fruto del trabajo del análisis y para el clínico uno de los efectos terapéuticos del tratamiento. Esa es la cara signo del síntoma. Constituye el factor que favorece la instalación y el desarrollo de la transferencia.
Veamos ahora la cara significante del síntoma. De las dos, es la más importante para nosotros, ya que nos hará comprender en qué consiste la estructura del inconsciente. La cara significante nos dice: este sufrimiento que se me impone, fuera de mi voluntad, es Un acontecimiento entre otros acontecimientos que están rigurosamente ligados a él, un acontecimiento que, en contraposición con el signo, carece de sentido. Pero ¿qué es un acontecimiento significante y, de modo más general, significante? qUé es un significante?
El significante es una categoría formal, no descriptiva. Importa poco lo que designa: hemos tomado, por ejemplo, la figura del síntoma, pero un significante puede muy bien ser también un lapsus, un sueño, el relato del sueño, un detalle en ese relato, incluso un gesto, un sonido, hasta un silencio o una interpretación del psicoanalista.
Todas estas manifestaciones pueden ser legítimamente calificadas de acontecimientos significantes a condición de que sean respetados tres criterios, tres criterios no lingüísticos, a pesar del término significante que, sí, es de origen lingüístico.
• El significante es siempre la expresión involuntaria de un ser hablante. Un gesto cualquiera sólo será significante si es un gesto inoportuno e imprevisto, realizado más allá de toda intencionalidad y saber consciente.
• Un significante está desprovisto de sentido, no significa nada y por lo tanto no entra en la alternativa de ser explicable o inexplicable. Por lo tanto un síntoma, en tanto acontecimiento significante, no llama ni a una suposición del analizante ni a una construcción del psicoanalista. En una palabra, el significante es, sin más.
• El significante es, sí, a condición de permanecer ligado a un conjunto de otros significantes: es Uno entre otros con los cuales se articula. Mientras que el significante Uno es perceptible por el analizante o por el analista, los otros con los cuales se encadena no lo son. Estos últimos son significantes virtuales, actualizados antaño o aún no actualizados. La articulación entre Uno y los otros es tan estrecha que, cuando se piensa en el significante, jamás hay que imaginarlo solo. Un aforismo lacaniano resume claramente esta relación: un significante sólo es significante para otros significantes.*
Nota: Este aforismo permanecería incompleto si no incluyéramos un tercer término: el sujeto. Un significante representa a el sujeto para otros significantes. Digamos solamente que este sujeto no debe ser confundido con el individuo sino identificado con la idea abstracta del sujeto de la experiencia analítica. El concepto lacaniano de sujeto del inconsciente es tratado en mi conferencia: "El concepto de sujeto del inconsciente", intervención realizada en el marco del seminario de J. Lacan "La topología y el tiempo", el martes 15 de mayo de 1979. Este texto ha sido publicado en L'inconscient á venir, Bourgois, 1980.
El alcance de esta articulación formal es práctico: un significante no es significante ni para el psicoanalista ni para el analizante ni para nadie, sino para otros significantes. ¿Qué otra cosa quiere decir esto sino que una vez que adviene el significante, recuerda los significantes ya pasados y anuncia la llegada inevitable del próximo significante? Por ejemplo, puedo ser sorprendido por un síntoma que supera mi intención significante a la manera de un "dicho" que digo sin saber, se repite puedo también soportarlo en tanto un acontecimiento doloroso, puede ser incluso que lo interprete, lo piense, le dé un sentido, y no obstante, todas mis suposiciones no evitarán que dentro de tres días, un año, pueda reproducirse semejante a sí mismo o bajo la forma de otro acontecimiento imprevisto y no controlable. Es entonces cuando 'me pregunto: "¿Pero cómo es posible? ¿Qué hay en mí para que este síntoma reaparezca siempre incontrolable y se repita tan implacablemente?"
Nos encontramos aquí ante el problema de la repetición sobre el cual vamos a volver con frecuencia, en particular a lo largo de la segunda lección. Por el momento, retengamos de esto la idea esencial: una cosa es la realidad concreta e individual de un síntoma —la fobia a los puentes, por ejemplo—, y otra es el estatuto significante del mismo síntoma —la misma fobia, pero considerada esta vez bajo el ángulo de los tres criterios que definen al significante—. Desde el punto de vista de su realidad individual, todos los síntomas son diferentes y jamás se repiten idénticos a sí mismos. Mientras que, por el contrario, desde el punto de vista de su valor formal y significante todos los síntomas son idénticos porque todos se manifiestan uno por uno en el lugar del Uno. Esta es, entonces, la idea esencial en el núcleo del concepto lacaniano de repetición: todos los acontecimientos que ocupan el lugar del Uno se repiten formalmente idénticos, sean cuales fueren sus diferentes realidades materiales. Volveremos sobre ello.
Como vemos, el aspecto significante del síntoma es el hecho de ser un acontecimiento involuntario, desprovisto de sentido y pronto a repetirse.
En suma, el síntoma es un significante si lo consideramos como un acontecimiento del cual no controlo ni la causa ni el sentido ni la repetición.
Lacan escribe el acontecimiento significante con la notación S1; en la que el número 1 marca que se trata de un acontecimiento único —un síntoma es siempre del orden del Uno— y la letra S señala la palabra significante. Entonces, considerar que el síntoma tiene una cara significante indica que es Uno, que ese Uno sorprende y se impone al paciente a su pesar y además que se repite; es decir que habrá otro Uno, luego otro Uno, etcétera.
El síntoma es sufrimiento que interroga.
Pero afirmar que el síntoma es significante subraya no sólo que es Uno, que se nos impone y escapa, pronto a repetirse, sino sobre todo que sobreviene justo a tiempo para interrogarnos. El síntoma en tanto significante no es un sufrimiento que padecemos pasivamente, por decirlo así. No, es un sufrimiento interrogante y, en el límite, pertinente. Pertinente como un mensaje que nos enseña hechos ignorados de nuestra historia, nos dice lo que hasta ese momento no sabíamos. Otro ejemplo de significante podría ser el chiste; el chiste considerado como una réplica espontánea que se dice sin saber, pero tan oportuna y precisa que todos ríen. Ahora bien, el síntoma puede tener la misma virtud. Puede manifestarse en la vida del sujeto de modo tan oportuno que, a pesar de su carácter doloroso, aparece como esa pieza faltante que, una vez vuelta a situar en el rompecabezas, revela nuestra vida bajo una nueva luz, sin que por ello el rompecabezas esté acabado.
Justamente, el alcance significante del síntoma reside en la pertinencia de aparecer en el momento justo, como la pieza indispensable para suscitar en el paciente, y a menudo en el analista, una nueva pregunta, quiero decir la pregunta adecuada que abre el acceso al inconsciente considerado como un saber: "¿Pero cómo es posible que este síntoma reaparezca tan oportunamente que, más allá del hecho de que yo sufra, esclarece mi vida con una nueva luz? ¿Cuál es entonces esta combinatoria que, por encima de mi voluntad, organiza la repetición de mis síntomas y asegura que uno de ellos aparezca justo a tiempo para que yo descubra que mi infortunio depende tan sólo de mi deseo?" Esta pregunta es muy diferente de aquella que planteaba el problema de la causa del síntoma e instituía el sujeto-supuesto-saber. Aquí, el sujeto ya no interroga al síntoma en tanto signo, no es el "por qué" lo que le preocupa, sino el "cómo".
¿Cómo se organiza el desfile de los acontecimientos de su vida? ¿Cuál es el orden de la repetición? Estas preguntas son adecuadas porque conducen a la hipótesis del inconsciente como estructura.
Para explicarme bien, quisiera volver con más claridad sobre la distinción signo/significante. Entendámonos. Tomar el sufrimiento del síntoma bajo el ángulo de la causa implica hacer del mismo un signo; mientras que sorprenderme por padecer este mismo malestar en un instante propicio, como si estuviera impuesto por un saber que ignoro, implica reconocerlo como significante.
Retomemos la interrogación del analizante sorprendido, interrogación que abre al inconsciente: "¿Quién sabía?... ¿Quién sabía que esa palabra que hace reír o incluso ese síntoma que me esclarece debía situarse en tal momento preciso para que finalmente yo comprendiera?" La respuesta de la teoría analítica es la siguiente: "Aquel que supo situar el síntoma o el chiste, con entero conocimiento para sorprender y hacer comprender, no es un sujeto sino el saber inconsciente."
El saber inconsciente
Sí, en efecto, el inconsciente es el orden de un saber que el sujeto porta pero que ignora. Pero el inconsciente no es solamente un saber que conduce al sujeto a decir la palabra justa en el momento justo —sin saber sin embargo lo que dice—, es también el saber que ordena la repetición de esta misma palabra más tarde y en otro lugar. En suma, el inconsciente es un saber, no sólo porque sabe situar tal palabra en tal instante, sino también porque garantiza lo propio de la repetición. Digámoslo en una fórmula: el inconsciente es el saber de la repetición.
Pero ¿qué es la repetición? Recordemos la idea principal. Que un significante se repita idéntico a otro quiere decir que hay siempre un acontecimiento que ocupa el casillero formal del Uno, mientras que otros acontecimientos ausentes y virtuales están a la espera de ocuparlo. Estamos, insisto, en presencia de dos instancias: la primera es la instancia del Uno que corresponde al acontecimiento que efectivamente sobrevino, la segunda es la instancia de todos los otros acontecimientos ya pasados y por venir que ocuparon o van a ocupar el casillero del Uno. Afirmar que el inconsciente es el saber de la repetición significa que no sólo es un saber que sabe situar la palabra justa en el momento justo sino que, además, hace girar el carrusel de los elementos pasados o por venir que hayan alguna vez ocupado, o deban ocupar, el casillero del Uno, es decir el lugar del significante manifiesto. El inconsciente es el movimiento que asegura la repetición, o más bien que asegura la renovación de la ocupación del lugar del Uno. En suma, ¿qué queremos hacer entender con esta visión formalista de la dinámica del saber inconsciente? Que el inconsciente es un proceso constantemente activo que no cesa de exteriorizarse mediante actos, acontecimientos o palabras que reúnen las condiciones que definen a un significante, a saber: ser una expresión involuntaria, oportuna, desprovista de sentido y situable como un acontecimiento en ligazón con otros acontecimientos ausentes y virtuales.
Pero debo introducir aquí una precisión decisiva para circunscribir con claridad el lugar del inconsciente en la cura. Imaginemos que en este momento yo manifieste un síntoma bajo la forma de una palabra que se me escapa. Sin duda, ese síntoma aparece inicialmente en mí pero la próxima vez podrá repetirse no sólo en mí sino también en otra parte, en la palabra de otro sujeto con el cual yo mantengo un lazo de transferencia. En consecuencia, el significante se repite ocupando el casillero del Uno, y este casillero puede encontrarse indistintamente en una persona o en otra.
El inconsciente es una ronda de significantes que...
...liga al analista y al analizante.
El significante rebota de uno en otro sujeto, de modo tal que la secuencia repetitiva, la cadena de los significantes, quiero decir la ronda ordenada de los elementos ya repetidos o por repetir, y bien, esa sucesión, esta estructura no pertenece particularmente a nadie.
No hay estructura de uno, y no hay inconsciente de uno. Tomemos el ejemplo de la interpretación del psicoanalista. Sin duda, un momento privilegiado del proceso de la cura es aquel en el cual el analista enuncia mía interpretación. Pero ¿qué es una interpretación en el sentido estricto de la palabra sino una expresión del inconsciente del analista y no del saber del analista? Quiero subrayar aquí que si aplicamos la tesis de la repetición del significante —que rebota de uno en otro sujeto— para comprender cómo se le ocurre la interpretación al clínico, debemos cambiar nuestra fórmula. En lugar de enunciar: "La interpretación expresa el inconsciente del psicoanalista", debemos corregir y afirmar: "La interpretación repite hoy, en el decir del analista, un síntoma manifestado ayer en el decir del analizante". O incluso: "La interpretación formulada por el analista actualiza el inconsciente del analizante". O incluso mejor: "La interpretación pone en acto el inconsciente del análisis". Por tratarse —recordémoslo— de la aparición, la desaparición y la reaparición sucesivas de un mismo elemento significante en tiempos, en lugares y en sujetos diferentes, se trata de un proceso que sólo se pone en marcha a condición de una relación transferencia! bien establecida.
Para resumir, éste es el argumento que funda el primer principio que define al inconsciente como un saber que tiene la estructura de un lenguaje y el corolario que del mismo se deduce.
El inconsciente es la trama hilada por el trabajo de la repetición significante, con más exactitud, el inconsciente es una cadena virtual de acontecimientos o de "decires" que puede actualizarse en un "dicho" oportuno que el sujeto dice sin saber lo que dice.
El inconsciente del entre-dos.
Este "dicho", que el sujeto enuncia sin saberlo y que actualiza la cadena inconsciente de los decires, puede resurgir tanto en uno como en el otro de los partenaires del análisis. Cuando el "dicho" surge en el analizante, lo denominamos, entre otras posibilidades, síntoma, lapsus o chiste, y cuando surge en el psicoanalista lo denominamos, entre otras posibilidades, interpretación. Como ven, el inconsciente liga y enlaza a los seres. A mi modo de ver, ésa es una de las ideas lacanianas fundamentales. El inconsciente es un lenguaje que une a los partenaires del análisis: el lenguaje liga, mientras que el cuerpo separa, el inconsciente enlaza mientras que el goce separa. Volveremos sobre el problema del cuerpo y del goce, pero la tesis del inconsciente estructurado nos permite ya deducir un corolario capital para el trabajo con nuestros pacientes. Si el inconsciente es una estructura de significantes repetitivos que se actualizan en un "dicho" enunciado por uno u otro de los sujetos analíticos, de esto se deduce que el inconsciente no puede ser individual, sujeto a cada uno, y que, en consecuencia, ya no podremos asignar un inconsciente propio del analista y luego un inconsciente propio del analizante. El inconsciente no es individual ni colectivo sino que se produce en el espacio del entre-dos, como una entidad única que atraviesa y engloba a uno y otro de los actores del análisis.
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De este modo, hemos llegado a fundar el primer principio fundamental: "El inconsciente está estructurado como un lenguaje". Luego de nuestros desarrollos, podríamos retomar la fórmula y proponer ahora: "El inconsciente es un saber estructurado como un lenguaje", o incluso, más simplemente, "un saber estructurado". Cuando Lacan enunció su fórmula por primera vez, concebía la cadena inconsciente de los decires de acuerdo con las categorías lingüísticas de metáfora y metonimia. Más tarde, a fin de establecer aún más rigurosamente las leyes que rigen la estructura lingüística del inconsciente, Lacan recurrió al aparato conceptual de la lógica formal. Durante estas lecciones, tendremos sin duda ocasión de volver sobre el funcionamiento de la estructura del inconsciente. Por el momento detengámonos aquí y retengamos el enunciado inicial del primer principio: la cadena inconsciente de los decires está estructurada como un lenguaje, o también: "El inconsciente es un saber estructurado como un lenguaje".
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El segundo principio fundamental concierne al goce y se enuncia: "No hay relación sexual". Ahora bien, para comprender el sentido del concepto lacaniano de goce y fundar este segundo principio, debemos reencontrar nuestro hilo conductor, el del síntoma, y volver sobre las vías trazadas por Freud.
El síntoma es al mismo tiempo sufrimiento y alivio.
Recordemos que para justificar el primer principio sobre el inconsciente, habíamos caracterizado al síntoma por su cara empírica de discordancia en el relato, por su estatuto de signo que induce las suposiciones del paciente y también del analista y finalmente por su estatuto de significante que sorprende, se impone y se repite más allá de toda intencionalidad. No obstante, no hemos señalado el aspecto más evidente de un síntoma, el más tangible para aquel que lo sufre, a saber, el hecho mismo de sufrir, el sentimiento doloroso provocado por el trastorno psíquico. En efecto, los síntomas son manifestaciones penosas, actos aparentemente inútiles que se realizan con una profunda aversión.
Pero si bien para el yo el síntoma significa padecer a causa del significante, para el inconsciente, en cambio, significa gozar de una satisfacción, ya que el síntoma es tanto dolor como alivio, sufrimiento para el yo, alivio para el inconsciente. ¿Pero por qué alivio? ¿Cómo se puede afirmar que un síntoma apacigua y libera? ¿De qué opresión nos libera? Ahora bien, es precisamente este efecto liberador y apaciguador del síntoma el que consideramos como una de las figuras principales del goce.
Con todo, detengámonos un instante y planteémonos la pregunta más general: ¿Qué es el goce y cuáles son sus diferentes figuras? La teoría del goce propuesta por Lacan es una construcción compleja que distingue tres modos de gozar. En estas lecciones, tendremos a menudo ocasión de tratar el problema del goce, pero me gustaría ya desde ahora decirles lo esencial acerca del mismo. Ante todo, permítanme una precisión terminológica. Sin duda, la palabra goce nos evoca, espontáneamente, la idea de voluptuosidad. Pero como sucede con frecuencia, una palabra del vocabulario analítico sigue estando tan marcada por su sentido habitual que el trabajo de elaboración del teórico a menudo se reduce a desprender la acepción analítica de la acepción común. Ese, exactamente, es el trabajo que debemos efectuar aquí con la palabra "goce", separándolo netamente de la idea de orgasmo. Por lo tanto, les voy a pedir que, cada vez que me oigan pronunciar la palabra "gozar" o "goce", se olviden de su referencia al placer orgàsmico.
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Los tres destinos de la energía psíquica.
Una vez indicada esta precisión, vayamos ahora al concepto mismo de goce. A fin de dar cuenta de la teoría lacaniana del goce, debo recordar ante todo la tesis freudiana de la energía psíquica, precisando la lectura que hago de ella. Primeramente, formulemos una premisa. Según Freud, el ser humano está atravesado por la aspiración, siempre constante y jamás realizada, de alcanzar un fin imposible, el de la felicidad absoluta, felicidad que reviste diferentes figuras, entre las cuales está la de un hipotético placer sexual absoluto experimentado durante el incesto. Esta aspiración que se denomina deseo, este impulso originado en las zonas erógenas del cuerpo, genera un estado penoso de tensión psíquica —una tensión tanto más exacerbada cuanto que el impulso del deseo está refrenado por el dique de la represión—.
Cuanto más intransigente es la represión, más aumenta la tensión. Ante el muro de la represión, el empuje del deseo se ve entonces constreñido a tomar simultáneamente dos vías opuestas: la vía de la descarga, a través de la cual la energía se libera y se disipa, y la vía de la retención, en la cual la energía se conserva y se acumula como una energía residual. Por lo tanto, una parte atraviesa la represión y se descarga en el exterior bajo la forma del gasto energético que acompaña a cada una de las manifestaciones del inconsciente (sueño, lapsus o síntoma). Es justamente esta descarga incompleta la que procura el alivio del que habíamos hablado a propósito del síntoma. La otra parte, que no logra sortear la barrera de la represión y permanece confinada en el interior del sistema psíquico, es un exceso de energía que, en cambio, sobreexcita las zonas erógenas y sobreactiva constantemente el nivel de la tensión interna. Decir que este exceso de energía mantiene siempre elevado el nivel de la tensión equivale a decir que la zona erógena, fuente del deseo, está permanentemente excitada. Se puede imaginar todavía un tercer destino de la energía psíquica, una tercera posibilidad absolutamente hipotética e ideal, ya que jamás es realizada por el deseo, a saber, la descarga total de la energía. Una descarga realizada sin el freno de la represión ni de ningún otro límite. Este último destino es tan hipotético como el placer sexual absoluto jamás obtenido, del cual habla Freud.
Los tres estados de gozar
Y bien, les propongo establecer el siguiente paralelo que más tarde vamos a reajustar: la energía psíquica, con sus tres destinos, correspondería en mi opinión a lo que Lacan designa con el término de goce, con los tres estados característicos del gozar: el goce fálico, el plus-de-goce y el goce del Otro.
Goce fálico
El goce fálico correspondería a la energía disipada en el momento de la descarga parcial y que tiene como efecto un alivio relativo, un alivio incompleto de la tensión inconsciente. Esta categoría de goce se denomina fálico porque el límite que abre y cierra el acceso a la descarga es el falo; Freud hubiera dicho la represión. En efecto, el falo funciona como una esclusa que regula la parte del goce que sale (descarga) y la que queda en el sistema inconsciente (exceso residual). No puedo extenderme aquí sobre el motivo que conduce a Lacan a conceptualizar el falo como barrera al goce. Les propongo explicarlo algunas páginas más adelante, y les pido solamente que retengan que lo esencial de la función fálica consiste en abrir y cerrar el acceso del goce al exterior. ¿Qué exterior? El de los acontecimientos inesperados, de las palabras, de los fantasmas y del conjunto de las producciones exteriores del inconsciente, entre ellas el síntoma.
Plus-de-goce
La otra categoría, el plus-de-goce, correspondería al goce que, en cambio, permanece retenido en el interior del sistema psíquico y al cual el falo le impide la salida. El adverbio "plus" indica que la parte de la energía no descargada, el goce residual, es un exceso que incrementa constantemente la intensidad de la tensión interna. Subrayemos también que el goce residual del cual hablamos permanece profundamente anclado en las zonas erógenas y orificiales del cuerpo: boca, ano, vagina, surco peniano, etcétera. El empuje del deseo se origina en estas zonas y a cambio el plus-de-goce estimula constantemente estas zonas y las mantiene en un estado permanente de erogeneidad.
Volveremos a menudo sobre esta categoría del plus-de-goce, cuando estudiemos el concepto lacaniano de objeto a y abordemos su lugar en la relación entre paciente y analista.
Goce del Otro.
Y finalmente, tercera categoría, el goce del Otro, estado fundamentalmente hipotético que correspondería al caso ideal en el cual la tensión habría sido totalmente descargada sin el freno de ningún límite. Es el goce que el sujeto supone al Otro, siendo también el Otro un ser supuesto. Este estado ideal, este punto en el horizonte de una felicidad absoluta e imposible, adopta diferentes figuras de acuerdo con el ángulo bajo el cual uno se sitúe. Para un neurótico obsesivo, por ejemplo, el horizonte fuera de alcance pero siempre presente es la muerte, mientras que para un neurótico histérico, el mismo horizonte se representa como el océano de la locura. Si este mismo horizonte lo encaramos ahora a partir del deseo de un niño en fase edípica, adopta, tal como sabemos, la figura mítica del incesto considerado como la realización más acabada del deseo, el goce supremo. Pero ya sea que idealmente el deseo se realice por una cesación total de la tensión, como sería la muerte, o por el contrario, por una intensificación máxima de la misma tensión como sería el goce perfecto del acto incestuoso, no deja de ser menos cierto que todas estas figuras excesivas y absolutas son figuras de ficción, espejismos cautivantes y engañosos que alimentan el deseo.
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Ahora bien, de todos estos espejismos, el psicoanálisis no retiene más que uno solo, al cual privilegia y eleva al rango de lo incognoscible, de lo real desconocido con el cual se topa la teoría. Allí donde el humano está subyugado por el espejismo, el psicoanálisis reconoce el límite de su saber. Pero ¿cuál es este espejismo? Es el señuelo que fascina y engaña la visión del niño edípico haciéndole creer que el goce absoluto existe y que sería experimentado durante una relación sexual incestuosa igualmente posible. Precisamente, es por esta razón que el goce, sea cual fuere su forma, sigue siendo siempre un goce sexual. Sexual no en el sentido de genital, sino en el sentido de que está marcado por su destino mítico de deber consumarse en el acto incestuoso, de ser el goce experimentado por el Otro bajo la forma de un placer sexual absoluto. Donde el Otro es cualquier personaje mítico, ya sea Dios, la madre o el propio sujeto en un fantasma de omnipotencia. Precisemos también que el incesto del cual hablamos es una figura mítica sin relación alguna con la realidad concreta y mórbida de la violación deplorable de la hija por su padre o de los tocamientos abusivos de una madre sobre el cuerpo de su hijo.
La relación incestuosa es imposible...
Justamente, el psicoanálisis, en tanto doctrina sexual que se esfuerza por circunscribir al máximo los límites de su saber, ha comprendido que ese mismo lugar donde para el niño edípico la relación sexual sería posible es para el psicoanálisis el lugar donde la relación sexual se revela imposible.
Allí mismo donde el niño del mito supone el goce del Otro —voluptuosidad ideal de la relación sexual incestuosa—, el psicoanálisis sabe que el Otro no existe y que esta relación es imposible de ser realizada por el sujeto y de ser formalizada por la teoría. Lo sabe porque aprendió con la experiencia clínica que el ser humano encuentra, necesariamente, todo tipo de obstáculos representados por el lenguaje, los significantes y en particular el falo; límites todos que interrumpen la curva ideal hacia la plena realización del deseo, es decir, hacia el goce.
...de realizar por el sujeto...
Ahora bien, este lugar que denominamos "goce del Otro" pensando en el niño que lo ambiciona o le teme, no es solamente aquel del incesto imposible, es también para nosotros, psicoanalistas, el lugar del saber imposible. La relación sexual no sólo es imposible de realizar por el sujeto, sino que también es imposible de conceptualizar formalmente por la teoría, imposible de escribir con signos y letras que dirían de qué naturaleza sería el goce si esa relación se consumara.
...de inscribir en el inconsciente...
En una palabra, el goce es, en el inconsciente y en la teoría, un lugar vacío de significantes. Es en este sentido que Lacan propuso una fórmula que hizo escándalo en su momento: "No hay relación sexual". A primera vista, se la comprende como una ausencia de unión genital entre el hombre y la mujer. Pero es un error interpretarla así. La fórmula significa que no hay relación simbólica entre un supuesto significante del goce masculino y un supuesto significante del goce femenino. ¿Por qué? Justamente, porque en el inconsciente no hay significantes que signifiquen el goce del uno y del otro, imaginado en cada caso como goce absoluto. Porque la experiencia del análisis nos enseña que el goce, bajo su forma infinita, es un lugar sin significante y sin marca que lo singularice. De allí el segundo principio: "No hay relación sexual".
...de escribir en la teoría sexual...
A fin de comprender mejor la fórmula de Lacan, podemos completarla y escribir: No hay relación absoluta, es decir que no conocemos el goce absoluto, que no hay significantes que lo signifiquen y que, en consecuencia, no puede haber relación entre dos significantes ausentes. Por cierto, admitimos que no hay relación sexual absoluta porque no hay significante que signifique el goce absoluto, pero ¿se puede afirmar en cambio que habría una relación sexual relativa? Con todo rigor, deberíamos responder que tampoco hay relación sexual relativa, puesto que tampoco hay un significante que pueda significar la naturaleza de un goce limitado y relativo. Si la palabra relación quiere decir relación entre dos significantes que significarían el goce, no hay entonces relación alguna, sea absoluta o relativa, se trate de un goce ilimitado o limitado.
Por lo tanto, no hay relación sexual, ni siquiera relativa, pero sin embargo resta una pregunta. ¿Cómo pensar el ordinario encuentro sexual entre un hombre y una mujer? Por el momento, diremos que desde el punto de vista del goce, este encuentro no concierne a dos seres, sino a lugares parciales del cuerpo. Es el encuentro entre mi cuerpo y una parte del cuerpo de mi partenaire, entre diferentes focos de goces locales.
Insisto, no sabemos qué es el goce en lo absoluto, pero tampoco sabemos qué es verdaderamente el goce en su expresión local. Es cierto, no hay significantes que representen el goce ilimitado, pero —con todo rigor— tampoco hay significantes que representen los goces parciales ligados a lugares erógenos del cuerpo (fálico y plus-de-goce). A pesar de que esto es así, los significantes pueden sin embargo aproximarse, bordear y delimitar las zonas locales donde el cuerpo goza. Cuando decimos que el goce está bordeado por los significantes, queremos decir que en tanto empuje del deseo, está circunscripto por los bordes de los orificios erógenos.
Aquí, el significante debe ser comprendido en términos de borde corporal. En suma, el psicoanálisis no conoce la naturaleza del goce, la esencia misma de la energía psíquica, ya sea global, "del Otro", o bien local, "fálica" o "residual"; el psicoanálisis no conoce más que las fronteras significantes que delimitan las regiones del cuerpo focos de goce. En resumen, cuando el psicoanálisis circunscribe el goce, de lo que se trata siempre es de un goce local.
*
Ha llegado el momento de dar cuenta del concepto de falo, tan estrechamente ligado al de goce.
En la teoría lacaniana, la palabra falo no designa el órgano genital masculino. Es el nombre de un significante particular, diferente de todos los otros significantes, que tiene por función significar todo aquello que depende de cerca o de lejos de la dimensión sexual. El falo no es el significante del goce ya que, como ya lo hemos dicho, este último se resiste a ser representado. No, el falo no significa la naturaleza misma del goce, pero baliza el trayecto del goce —si pensamos en el flujo de la energía que circula— o baliza el trayecto del deseo — si pensamos en ese mismo flujo orientado hacia un fin—. En otras palabras, el fado es el significante que marca y significa cada una de las etapas de este trayecto. Marca el origen del goce, materializado por los orificios erógenos; marca el obstáculo con que se encuentra el goce (represión); marca también las exteriorizaciones del goce bajo la forma del síntoma, de los fantasmas o de la acción; y finalmente, el falo es el umbral más allá del cual se abre el mundo mítico del goce del Otro.
Siendo así, ¿a título de qué privilegio denominamos a este significante falo? ¿Por qué elegir precisamente una referencia al sexo masculino? ¿Por qué "falo"? La respuesta a esta pregunta reside en la primacía que el psicoanálisis otorga a la prueba de la castración en el desarrollo de la sexualidad humana, prueba en la cual el falo es el pivot.
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El falo, baliza del goce.
Antes de concluir esta parte consagrada al goce, debo establecer en este punto una precisión importante. Habíamos anticipado un reajuste del paralelo establecido entre energía y goce. Respecto de esta comparación, Lacan enunció proposiciones claras. No considera al goce una entidad energética en la medida en que éste no responde a la definición física de la energía considerada como una constante numérica: "La energía no es una sustancia... —recuerda Lacan—, es una constante numérica que el físico debe encontrar en sus cálculos", y más adelante: "Cualquier físico sabe claramente... que la energía no es más que la cifra de una constancia."
Justamente en razón de esto, el goce "... no constituye energía, no podría registrarse como tal". Como vemos, para Lacan, dado que el goce no es matematizable por una combinación de cálculo, no puede ser energía. No obstante, a pesar del rigor extremo de la posición lacaniana, he querido presentar y definir el goce utilizando la metáfora energética —tan frecuentemente empleada por Freud—, ya que me parece la más apropiada para dar cuenta del aspecto dinámico y clínico del goce.
Estos son, resumidos, los argumentos que invalidan o justifican el paralelo entre la energía y el goce:
- Sin duda, el goce no es energía si, siguiendo a Lacan, lo confrontamos con la acepción física del término energía. Desde el punto de vista de la física, entonces, el goce no puede ser calificado de energía.
- El goce es la energía del inconsciente. Pero en cambio el goce sería "energía" si, siguiendo la metáfora freudiana, lo consideramos como un impulso que, originado en una zona erògena del cuerpo, tiende hacia un fin, se encuentra con obstáculos, se abre salidas y se acumula. Pero además, hay otro argumento para conferir al goce un estatuto energético, a saber, su cualidad de fuerza permanente del trabajo del inconsciente. El goce es la energía del inconsciente cuando el inconsciente trabaja, es decir, cuando el inconsciente es activo —y lo es constantemente— al asegurar la repetición y al exteriorizarse incesantemente en producciones psíquicas (St) como el síntoma, o cualquier otro acontecimiento significante. En este sentido, quisiera parafrasear aquí una fórmula de Lacan tomada de su seminario Aún: "...el inconsciente, es que el ser, al hablar, goce".
Del mismo modo, definiría el goce diciendo: el goce es que el ser, al cometer un lapsus, ponga en acto el inconsciente. Ambas fórmulas, bajo diferentes ángulos, apoyan la misma idea: el trabajo del inconsciente implica goce; y el goce es la energía que se libera cuando el inconsciente trabaja.
Estos son entonces los dos principios básicos a los cuales quería llegar y que, en la actualidad, me parecen fundamentales. Uno se refiere al inconsciente: "El inconsciente es un saber estructurado como un lenguaje"; el otro al goce: "No hay relación sexual". Creo que estos dos principios son fundamentales porque definen toda una manera de pensar el análisis. En la medida en que yo reconozca el inconsciente estructurado, concebiré, por ejemplo, la interpretación como una manifestación en el psicoanalista del inconsciente de su analizante. Y en la medida en que reconozca que no hay relación sexual, concebiré, por ejemplo, que el goce residual, el del plus-de-goce, es el motor de la cura analítica, el centro que domina el proceso de un análisis. Y reconoceré, finalmente, que en el horizonte del recorrido de la cura y de los momentos de experiencia puntuales que la jalonan, se extiende nuestro real, lugar oscuro del goce impensable.
PREGUNTA: ¿Cómo se pueden relacionar los dos principios fundamentales que acaba de presentar, el inconsciente y el goce ?
J. D. N.: Si admitieron que el inconsciente es una cadena de significantes en acto, les pediría ahora que acepten que en esta cadena falta un elemento. Justamente, aquel que hubiera debido representar al goce. En el inconsciente, el goce no tiene representación significante precisa, pero tiene un lugar, el del agujero. De un agujero en el seno del sistema significante, siempre recubierto por el velo de los fantasmas y de los síntomas. De la misma manera en que la teoría analítica reconoce su incapacidad para significar exactamente la naturaleza del goce, se puede decir que el inconsciente, por su parte, tampoco tiene significante que represente al goce. En su lugar, no hay más que un agujero y su velo. Para completar mi respuesta, debería agregar que el lugar del goce en el inconsciente es diferente según que consideremos una u otra de sus formas principales, locales (plus-de-goce y fálico) o global (del Otro). Si pensamos en los goces locales, su lugar en el inconsciente es el de un agujero bordeado por un límite, imagen que corresponde exactamente al agujero de los orificios erógenos del cuerpo. Si pensamos, en cambio, en el goce sin medida del Otro, debemos imaginarlo como un punto abierto al horizonte, sin borde ni límite, difuso, sin sujeción a un sistema particular. Quiero decir que el goce del Otro no está localizado en un lugar preciso de un sistema sino que más bien está confusamente situado por el sujeto —recuerden lo que dijimos de los neuróticos— a la manera de un espejismo.
Freud nos recuerda que el individuo busca siempre la felicidad. Luego, que alza obstáculos para no alcanzarla jamás. Entonces, finalmente, ¿qué encuentra?...
...Una felicidad modesta. En efecto, el psicoanálisis descubre que nosotros, los seres hablantes, nos contentamos finalmente con muy poco. Como saben, la felicidad efectiva, quiero decir, la felicidad encontrada concretamente, es en realidad una satisfacción extremadamente limitada que se obtiene con pocos medios. Cualquier otra satisfacción más allá de este límite es lo que el psicoanálisis lacaniano denomina goce del Otro. Desde un punto de vista ético, la posición psicoanalítica es subversiva porque, a diferencia de ciertas corrientes filosóficas que reconocen en el hombre la prosecución de la felicidad como prosecución del bien supremo, el psicoanálisis dice: estamos de acuerdo, el ser humano aspira al bien supremo, a condición de admitir que, no bien iniciada la prosecución del ideal, éste se transforma en la realidad concreta de una satisfacción muy reducida.
"¡Pero cómo —se nos replicaría— por más que reconozcamos que el espejismo de la felicidad absoluta es prontamente disipado para dar lugar a una felicidad relativa, no deja de ser menos cierto que la ficción de un absoluto sigue siendo un fin siempre perseguido!" El psicoanálisis respondería: "No. El ser hablante no quiere este goce sin medida, se niega a gozar, no quiere ni puede gozar".
Encontramos la mejor ilustración de esto en el campo de la clínica ya que, si me preguntaran qué es un neurótico, no dudaría en definirlo como aquel que hace todo lo necesario para no gozar en lo absoluto; y está claro, una manera de no gozar en lo absoluto es gozar poco, es decir, realizar parcialmente el deseo. Hay dos medios gracias a los cuales el neurótico goza parcialmente para evitar experimentar un goce máximo (goce del Otro): el síntoma (goce fálico) y el fantasma (plus-de-goce). En efecto, el síntoma y el fantasma son los dos recursos del neurótico para oponerse al goce sin medida y refrenarlo. El mejor ejemplo de esto es la histeria. Un histérico es aquel que crea enteramente una realidad, su propia realidad, es decir que instrumenta un fantasma en el cual el goce más soñado se le sustrae sin cesar. Es por esta razón que Lacan caracterizó el deseo histérico, y por lo tanto todo deseo, como profundamente insatisfecho, ya que jamás se realiza plenamente; sólo se realiza con fantasmas y a través de síntomas. Me parece importante subrayar este carácter siempre insatisfecho del deseo, ya que se hubiera podido creer que el deseo es un Bien que se debe venerar a la manera de un ideal. Precisamente, es eso lo que se ha creído comprender en una época interpretando erróneamente una célebre máxima lacaniana: "no ceder en el deseo".
Como si se tratara de una consigna para alentar el deseo y obtener el goce, cuando en realidad es un error interpretarla así, ya que esta máxima no es una denodada proclamación para rendir homenaje al deseo en la vía del goce supremo sino, por el contrario, un prudente llamado a no abandonar el deseo, única defensa contra el goce. Ya que, indudablemente, para contraponerse al goce, jamás se debe dejar de desear. Al satisfacerse de modo limitado y parcial con síntomas y fantasmas, uno se asegura de no encontrar jamás el pleno goce máximo. En suma, para no alcanzar el goce del Otro, sin embargo soñado, lo mejor es no cesar de desear y contentarse con sustitutos y pantallas, con síntomas y con fantasmas.
Me imagino que en este punto podrían preguntarme: "¿Pero por qué evitar el goce del Otro cuando por otra parte dice que es imposible de alcanzar? ¿Si está fuera de alcance, por qué entonces esforzarse por evitarlo si de todos modos no se arriesga nada?" La respuesta a esta pregunta reside en el modo neurótico y muy complicado que tiene el neurótico de tratar a sus ideales. Así, el goce del Otro es un sueño paradisíaco que se presenta al neurótico de maneras diversas y contradictorias: ante todo, es un sueño que le es querido y al cual aspira: luego, es un sueño que sabe irrealizable, quimérico y fuera de su alcance; y finalmente, es también y sobre todo un sueño del cual sabe que, si por "desgracia" o por "fortuna" llegara a realizarse un día, entonces su ser estaría en peligro. En efecto, teme el riesgo extremo de ver desaparecer su ser. Es evidente la contradicción flagrante que, por otra parte, es confirmada cotidianamente por la clínica: quiere el goce del Otro, sabe que no puede alcanzarlo, y simultáneamente, no quiere ese goce. Lo ama, le es imposible, pero de todos modos, le da miedo. Por supuesto, todos estos niveles se mezclan y se confunden cuando escuchamos a nuestros analizantes invadidos por sus sueños y por sus temores.
Pregunta: ¿Cómo comprender la fórmula "allí donde la palabra desfallece, aparece el goce"?
Hubiera podido comenzar mi exposición con una frase general y afirmar: el cuerpo está sometido al lenguaje; o si no, hubiera podido también retomar otra fórmula general: somos seres hablantes. Es una proposición que hubiera sido fácilmente aceptada, ya que todo el mundo admite que hablamos y que en el análisis la palabra cuenta. Se hubiera podido agregar: no sólo somos seres hablantes, somos seres habitados por el lenguaje. Se hubiera podido dar aun un paso más y decir: somos no sólo seres habitados por el lenguaje, sino sobre todo seres superados por el lenguaje, portadores de una palabra que viene a nuestro encuentro, nos trastoca y nos alcanza.
"El inconsciente, es que el hombre esté habitado por el significante"
J.L.
Por lo tanto, estaríamos en presencia de una graduación. Primer grado: somos seres hablantes; es un grado empírico que no corresponde al pensamiento del análisis. El análisis va más lejos y afirma que más allá, estamos habitados por el lenguaje y estamos expuestos a su incidencia. El segundo grado nos sitúa, entonces, como estando expuestos al lenguaje e incluso atravesados por él.
Ahora bien, es allí cuando interviene el tercer grado. Cuando el lenguaje, o más exactamente, cuando un significante adquiere la forma de un "dicho" que se dice por fuera de mí, a pesar de mí, entonces se agrega un elemento suplementario: es que el cuerpo es afectado. La concepción psicoanalítica de la relación del sujeto con el lenguaje, entonces, encuentra su valor y toda su fuerza con la condición estricta de que pensemos no sólo que el sujeto dice sin saber lo que dice, sino fundamentalmente que, en el trastocamiento del sujeto por la palabra, el cuerpo es alcanzado. Pero ¿qué cuerpo? El cuerpo en tanto goce. El cuerpo definido no como organismo sino como puro goce, pura energía psíquica, de la cual el cuerpo orgánico sólo sería la caja de resonancia.
Eso es lo esencial de la cuestión. Entonces sí, ahora podría retomar nuestra fórmula y afirmar: nosotros, los seres gozantes que somos, estamos simbólicamente marcados en el cuerpo, o decir simplemente: nuestro cuerpo está sometido al lenguaje. Comprenderán ahora que cuando afirmamos "el cuerpo es alcanzado por una palabra que nos supera", esto significa que el cuerpo goza. Y decir que el cuerpo goza significa también que, por fuera de toda sensación de dolor o de placer conscientemente sentida por el sujeto, se produce —en el momento de la manifestación del inconsciente— un doble fenómeno energético: por una parte la energía se descarga (goce fálico), por otra parte y simultáneamente, la tensión psíquica interna se reactiva (plus-de-goce).
Pregunta: ¿Pero por qué decir que el deseo jamás se satisface, como si el psicoanálisis tuviera una visión poco optimista de las aspiraciones del hombre? El más puro de los actos no podría satisfacer mi deseo.
Comprendo su reserva. Le responderé diciendo que allí donde el deseo no alcanza su fin, quiero decir, allí donde el deseo fracasa, surge una creación positiva, se afirma un acto creador. Siendo así, usted me pregunta: ¿Por qué el deseo debe fracasar necesariamente? El deseo jamás será satisfecho por la sencilla razón de que hablamos. Y mientras hablemos, mientras estemos inmersos en el mundo simbólico, mientras pertenezcamos a este universo donde todo adquiere mil y un sentidos, jamás lograremos la plena satisfacción del deseo, ya que de aquí a la satisfacción plena se extiende un campo infinito, constituido por mil y un laberintos. Puesto que hablo, basta con que en la vía de mi deseo pronuncie una palabra o realice un acto, incluso el más auténtico, para que, de inmediato, me encuentre con un montón de equívocos que dan origen a todos los malentendidos posibles. El acto, entonces, puede ser creador, pero el más puro de los actos o la más precisa de las palabras jamás podrá evitar la aparición de otro acto o de otra palabra que me desviará del camino más directo hacia la satisfacción del deseo. Una vez dicha la palabra o realizado el acto, el camino hacia esa satisfacción se vuelve a abrir. Uno se acerca al objetivo, realiza un acto en la vida y se abre todavía una vía más. La línea del deseo reproduce exactamente el trayecto de un análisis. Es un camino que no está trazado de antemano, sino que se abre con cada experiencia. La experiencia analítica tiene lugar, se inscribe como un punto, y a partir de ese punto se abre un nuevo tramo. Se lo recorre así hasta llegar a otro punto, origen de un nuevo recorrido. El análisis considerado como el trayecto de una cura es un camino en expansión, ya que una vez alcanzado el límite, éste se desplaza un grado hacia adelante. La formulación exacta sería: el análisis como camino es un camino limitado pero infinito. Limitado, porque siempre se alza un límite que detiene. E infinito porque este límite, una vez alcanzado, se desplaza al infinito, siempre más lejos. Precisamente, es esta misma lógica del desplazamiento la que podemos aplicar para comprender tanto el trayecto del deseo como el trayecto de un análisis.
Según la teoría de los conjuntos propuesta por Cantor, este movimiento en expansión está regido por un principio llamado principio de pasaje al límite.
Para Cantor, el pasaje al límite significa que la llegada al límite genera un conjunto infinito. Y volviendo a nuestra terminología, decimos: se alcanza un umbral y, de inmediato, se abre una serie al infinito.
Pregunta: Habló del goce pero no del placer. ¿El placer y el goce son dos nociones equivalentes o bien remiten a dos mundos separados?
En una aproximación más general, le respondería englobando el goce y el placer como dos formas diferenciadas de expresión de la energía psíquica. Pero una vez más, ¿cómo definir la energía? La cosa, como sabemos, no es fácil. En efecto, si le pidieran a un físico que defina la energía, tendría la misma dificultad que el psicoanalista para dar cuenta de la naturaleza del placer o del goce. El científico, para definir la energía, se vería obligado a situar ante todo su contexto. Describiría entonces una energía solar, una energía mecánica, una térmica, todo modo de energía definido según el medio en el cual la energía se libera.
Además, tal como vimos, el físico producirá una fórmula algebraica, una constante numérica para poder trabajar a partir de un cálculo exacto de la energía. En cuanto respecta a nosotros, carecemos de fórmula algebraica para calcular el placer o el goce. Ni el placer ni el goce son estrictamente definibles en sí. Sólo se los puede situar por su contexto: para el placer, consideramos la conciencia, la experiencia y la disminución de tensión; para el goce, el hecho de que es inconsciente, que coincide con el incremento de tensión y que no es el placer.
El goce no necesariamente es sentido.
El placer es la figura consciente o preconsciente pero siempre sentida de la energía, mientras que el goce —pienso aquí fundamentalmente en los goces locales— es su figura inconsciente y jamás sentida de inmediato. Pero la distinción consciente/inconsciente es sólo un criterio muy general para distinguir placer y goce. Desde un punto de vista económico, quiero decir, desde el punto de vista de la variación de intensidad de la energía, el placer es ante todo la sensación agradable percibida por el yo cuando disminuye la tensión. En el placer, recuerden a Freud, se trata de una disminución de la tensión psíquica en el sentido del reposo y de la distensión. En cuanto respecta al goce, éste consiste en un mantenimiento o en un agudo incremento de la tensión. No es sentido de inmediato, pero se manifiesta indirectamente en las pruebas máximas que deben atravesar el cuerpo y la psique, el sujeto entero. El goce es una palabra para decir la experiencia de sentir una tensión intolerable, mezcla de ebriedad y de extrañeza. El goce es el estado energético que vivimos en circunstancias límites, en situaciones de ruptura, en el momento en que se está por franquear un tope, por asumir un desafío, por afrontar una crisis excepcional, a veces dolorosa.
Tomemos el ejemplo del juego infantil: hay goce en ese niño que, rodeado de compañeros, trepa a un techo en pendiente y se deja embriagar por el riesgo de caer. Es del orden del desafío. Goza no sólo en el desafío lanzado a sus semejantes sino también en el hecho de poner a prueba sus propios límites. El placer es todo lo contrario. Supongamos al mismo niño, distendido ahora, que se deja mecer por el movimiento agradable de una hamaca. Todo en él es reposo y distensión. Pero si, al hamacarse, de pronto es ganado por el antojo de conocer el punto límite que puede alcanzar corriendo el riesgo de precipitarse en el vacío, entonces lo que vuelve a surgir es el goce. Asimismo, en la experiencia del análisis, se puede sentir el placer de ir a una sesión y confortarse hablando, pero también se pueden vivir momentos de extrema tensión, incluso de dolor, en los cuales lo que prevalece es el goce.
Esquemáticamente, entonces, les diría que el placer equivale a la tensión reducida, mientras que el goce equivale a la tensión máxima. El goce es el estado máximo en el cual el cuerpo es puesto a prueba. Tal vez el ejemplo más evidente en el cual el cuerpo es puesto a prueba sea el del dolor inconsciente a menudo manifestado a través de acciones impulsivas. Diría incluso que el dolor es una de las principales figuras del plus-de-goce, o tal como tuve ocasión de demostrar en mi seminario, el paradigma del objeto a.
Ahora bien, si el goce no es sentido directamente, podrían preguntarme: ¿Pero cómo se puede hablar de goce o de dolor si no se lo siente? ¿Cómo se puede hacer existir dos términos tan antinómicos como "dolor" e "inconsciente"? Y dentro del mismo razonamiento, podrían también preguntarme: si el goce es una tensión no sentida, ¿de dónde se la infiere? ¿No habría que decir en cambio que se siente el goce, pero que sólo se lo siente aposteriori? Efectivamente, tiene razón, sería más apropiado decir que el goce jamás es inmediatamente sentido en su punto culminante, sino tan sólo a posteriori.
El silencio del goce.
Tomemos el ejemplo del hombre que, en un impulso suicida, toma el volante de su auto, se dirige a la autopista y conduce en un estado segundo de conciencia, al punto de rozar el accidente. Una vez pasado el momento difícil, se detiene y recobra el dominio de sí mismo al pensar en su pasaje al acto... Podemos deducir de ese momento en el cual el sujeto osciló entre la vida y la muerte que hubo goce. Este hombre vivió bajo la influencia de una tensión mortífera, en un impulso pasajero de destruirse. Esta es una expresión indirecta del impacto del goce: no experimentó ninguna sensación precisa y definida, sino el vago sentimiento de una fuerza que lo empujaba a la acción. De ese momento paroxístico, se puede deducir que ese hombre ha vivido bajo la influencia no del alcohol sino de una droga mil veces más poderosa que actúa en todo ser humano, a saber, la carga de un goce mudo y dominador. Como si en el goce, el cuerpo retomara todo.
Pregunta: Usted dice "el cuerpo retoma todo", y yo traduciría por "acción". El goce desprecia las palabras y el pensamiento, para decirse sólo en la acción.
En efecto, una de las manifestaciones más típicas del estado de goce tal como lo definimos: elevada tensión psíquica no sentida claramente, es el pasaje al acto y, en general, todas las acciones, ya sean peligrosas o no, pero que van más allá de nosotros mismos. Cuando domina el goce, las palabras desaparecen y prevalece la acción. La hermana del goce es la acción, mientras que la del placer es la imagen. El placer depende siempre del vaivén de las imágenes que se reflejan frente a mí.
El placer es una sensación percibida y sentida por el yo. El goce, en cambio, se hace oír por medio de acciones ciegas, ya sean acciones productivas cuando un pintor crea, fuera de sí, su tela; o acciones destructivas como la del conductor que rozó la muerte. Pero en todos los casos, se trata de acciones en las cuales el sujeto es solamente cuerpo, o como dijo usted, en las cuales el cuerpo toma todo; el sujeto no habla ni piensa. Lacan, inspirado en el cogito de Descartes, hubiera puntuado la posición del sujeto en el estado de goce enunciando: Soy allí donde no pienso.
Pregunta: ¿Se puede decir entonces que habría un sujeto del goce, que un sujeto goza"?
No. No hay sujeto del goce como hay un sujeto del inconsciente. La diferencia es esencial. El sujeto del inconsciente está siempre representado por un significante,su presencia está obligatoriamente marcada por una representación que lo indica y lo significa. En cuanto concierne al goce, ya subrayé la ausencia de significante representativo. En teoría lacaniana, el sujeto está siempre enlazado a un significante; para Lacan no hay significante sin sujeto y, recíprocamente, no hay sujeto sin significante. En consecuencia diremos: no hay sujetos del goce porque no hay significantes que puedan decir el goce. Entonces su pregunta en realidad se formula: ¿Cuándo hay goce, quién goza? Y bien, yo respondería que nadie goza, que no gozamos de algo sino que algo goza en nosotros, por fuera de nosotros.
Pregunta: Existe otro aspecto de la distinción placer-goce, el del tiempo. En relación a la temporalidad, ¿qué relación hay entre placer y goce?
Le voy a responder diciendo que el placer es decididamente transitorio mientras que el goce es tan radicalmente permanente que se vuelve intemporal. El placer pasa y desaparece mientras que el goce es una tensión adherida a la vida misma. Mientras haya goce habrá vida, porque el goce no es más que la fuerza que asegura la repetición, la sucesión ineluctable de los acontecimientos vitales. Si tuviera que establecer un paralelo entre el concepto lacaniano de goce y la teoría freudiana de la repetición, concluiría identificando el goce con lo que Freud denomina la "compulsión a la repetición". Si hay un concepto freudiano cercano al goce concebido como la fuerza que asegura la repetición, es sin duda el de compulsión a la repetición, entendido como la tendencia irreductible en el humano a vivir, sin duda, hacia adelante, pero tratando de completar los actos esbozados en el pasado. Toda la fuerza de la vida está allí.
Pregunta: Desde un punto de vista psicopatológico, ¿cuál es la relación del perverso con el goce ?
Seré muy breve, ya que volveremos sobre el el goce del perverso. Digamos que de los tres tipos de clínicos —neurosis, psicosis y perversión— el que gozar está más cerca, pero más falsamente cerca del goce es la perversión. Porque mientras que el neurótico evita y recusa el goce del Otro, tal como ya lo mostramos, el perverso, por su parte, no sólo busca el goce, sino que lo imita y lo remeda. El perverso es aquel que imita el gesto de gozar.
Pregunta: ¿Cuál es el lugar del goce en una cura analítica ?
Es una pregunta que estará presente a lo largo de todas estas lecciones, ya que es esencial para comprender lo que anima un análisis. Por el momento, me voy a limitar a dos observaciones que resumen lo mejor posible todos los conceptos que voy a sostener acerca del lugar del goce en la cura.
Primero y ante todo, el goce, y en particular su modalidad de plus-de-goce, es decir, ese excedente que mantiene sin cesar el alto nivel de la tensión interna, pues bien, ese goce es el motor de la cura, el núcleo en torno del cual gravita la experiencia analítica. Lo que domina en un análisis no es en modo alguno, tal como se podría creer erróneamente, la palabra, sino el polo del goce que atrae y domina. Siempre en el marco de esta primera observación voy a precisar aún —y volveremos sobre ello con frecuencia— que ese polo del goce no es pura abstracción, sino que reviste en la cura diversas figuras corporales tales como el pecho, las heces, la mirada, etcétera. Representaciones todas figurativas del goce que encontrarán su lugar en los diferentes fantasmas, construidos consciente o inconscientemente por el analizante dentro de la relación transferencial. La otra observación concierne a la función del psicoanalista, ya que, de todas las posiciones que se ve llevado a ocupar, aquella donde se identifica con el goce (plus-de-goce) es la más favorable para actuar adecuadamente.
El goce, resumen lo mejor posible todos los conceptos que voy a sostener acerca del lugar del goce en la cura.
Primero y ante todo, el goce, y en particular su modalidad de plus-de-goce, es decir, ese excedente que mantiene sin cesar el alto nivel de la tensión interna, pues bien, ese goce es el motor de la cura, el núcleo en torno del cual gravita la experiencia analítica. Lo que domina en un análisis no es en modo alguno, tal como se podría creer erróneamente, la palabra, sino el polo del goce que atrae y domina. Siempre en el marco de esta primera observación voy a precisar aún —y volveremos sobre ello con frecuencia— que ese polo del goce no es pura abstracción, sino que reviste en la cura diversas figuras corporales tales como el pecho, las heces, la mirada, etcétera. Representaciones todas figurativas del goce que encontrarán su lugar en los diferentes fantasmas, construidos consciente o inconscientemente por el analizante dentro de la relación transferencial. La otra observación concierne a la función del psicoanalista, ya que, de todas las posiciones que se ve llevado a ocupar, aquella donde se identifica con el goce (plus-de-goce) es la más favorable para actuar adecuadamente.
Pregunta: Usted había definido el goce a partir de la metáfora freudiana de la energía psíquica, y acaba de distinguirlo del placer recurriendo nuevamente a la energía. Finalmente, ¿por qué privilegiar así el concepto de energía?
Goce y Este paralelismo término a término que les energía propuse entre Freud y Lacan, y respecto del cual asumo la entera responsabilidad, muestra que el concepto lacaniano de goce puede ser considerado como una renovación fecunda de la metapsicología freudiana. Como si Lacan, sin dejar de respetar la dinámica y la tripartición freudianas de la energía* psíquica (energía descargada, energía conservada y fin ideal imposible), se liberara, gracias a la palabra goce, de la explicación mecanicista y económica del funcionamiento psíquico. Aunque Lacan —tal como vimos en esta lección— haya contrapuesto energía y goce, me pareció que el paralelismo goce-energía seguía siendo la articulación más adecuada que a pesar de todo encontré para dar cuenta de la teoría lacaniana de los goces. Una vez establecida esta precisión, puedo ahora utilizar la noción freudiana de energía —sin desconocer sus límites— a fin de mostrar mejor el concepto lacaniano de goce.
Pregunta: ¿Pero qué se ganó al sustituir con la palabra goce el concepto de energía? ¿En qué consiste la fecundidad de la revisión lacaniana de la metapsicología freudiana?
Con la palabra goce, Lacan introduce dos conceptos fundamentales: el de "falo" y el de "relación sexual imposible". El primero funciona como límite que abre y cierra el acceso a la descarga de la energía. El segundo funciona como fin ideal jamás alcanzado. Pero, se trate del falo como límite o de la relación sexual imposible como espejismo de lo absoluto, con la palabra goce Lacan resuelve un problema capital de la teoría psicoanalítica. Un problema que el concepto de energía no logra solucionar, a saber, el de la naturaleza del sujeto que experimenta el displacer de la tensión inconsciente cuando la energía está contenida por el dique de la represión, y que experimenta un relativo apaciguamiento inconsciente cuando la misma energía es descargada. En realidad, la lógica del pensamiento lacaniano es difícil de aprehender, ya que Lacan opera un movimiento contradictorio en la articulación sujeto-goce. A mi modo de ver, en un primer momento introduce la palabra goce para, en parte, subjetivar la energía psíquica, como para mostrar con claridad el fenómeno que había intuido Freud en 1938, al hablar de "autopercepción del Ello". Según Freud, las variaciones de la tensión energética en el seno del Ello son percibidas por el propio Ello. En lugar de decir como Freud que el Ello, reservorio de las pulsiones, autopercibe sus propias variaciones de energía, Lacan afirma: el inconsciente trabaja y al trabajar, es decir, al asegurar la repetición, el inconsciente goza. Decir que el inconsciente goza, es, en un primer tiempo, subjetivar el inconsciente, antropomorfizarlo, suponerlo como un sujeto, instituir una de las figuras del sujeto supuesto saber. Pero de inmediato, Lacan suprime toda referencia a la subjetividad y afirma, por el contrario, que si bien el inconsciente goza, no por ello hay sujeto gozante. En suma, con la palabra goce Lacan introduce el sujeto, y eso, para suprimirlo mejor.
En la próxima lección retomaremos más detalladamente el principio del inconsciente estructurado como un lenguaje.
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