viernes, 13 de julio de 2018

El despertar de la angustia: ¿Qué la desencadena?


Apuntes de la conferencia dictada por Daniel Zimmerman el 30/5/2017

Nuestra charla de hoy entra en una serie de las que muchos vienen participando, con lo cual es probable que encontremos puntos de intersección, insistencias en algunos subrayados. El título de la charla se pregunta acerca de qué despierta a la angustia. La idea de hoy es acercarnos a qué coordenadas se juegan cuando surge la angustia. ¿Qué la desencadena? ¿Qué se pone de manifiesto en lo que podemos llamar la encrucijada angustiosa?

Supongo que todos han trabajado o tienen presente esos textos prínceps de Freud en donde él intenta abordar justamente cómo leer, con las coordenadas que el psicoanálisis ofrece, la encrucijada en la que se manifiesta el afecto de angustia. Tenemos que ir al texto clásico de Inhibición, síntoma y angustia, texto que dentro de poco va a cumplir 100 años. Lo primero que me gustaría subrayar es la ética y responsabilidad intelectual de Freud para publicar un texto donde con todas las letras corrige su apreciación anterior sobre cómo enfocar la angustia. En ese texto, dice que justamente la relación entre angustia y represión es exactamente la contraria a la que había planteado en textos anteriores. Antes él planteaba que la represión era la causa de la angustia, aquí con todas las letras dirá que se equivocó y que a la angustia hay que pensarla a la inversa, como causando la represión, retorno de lo reprimido, resultado el síntoma.

Hemos tratado de puntualizar, acotadamente, cuál es el postulado central de Freud en ese texto de Inhibición, síntoma y angustia. No digo que sea lo único que afirma, pero hay algo que quiero destacar, proponerle al psicoanalista que pueda enfocar a la angustia como un afecto. La angustia es un afecto, comienza diciendo Freud, que se expresa como una sensación displacentera y que tiene como lugar el yo. El que padece la angustia es el yo y ahí también está corrigiendo su percepción anterior, cuando la adjudicaba al ello. La sede de la angustia es el yo y es ahí que funciona como señal. Lo digo porque el seminario X de lacan es un intercambio permanente con este tema.

En la clínica, un paciente nos dice que está angustiado y nos invita a pensar de qué señal se trata. Y no es cualquier señal, sino que es señal de un peligro. Ese peligro, a su vez, no es cualquiera. Freud en el texto recoge los distintos momentos en los que a lo largo de la vida generan angustia (nacimiento, destete, cuando la madre se aleja o está en la oscuridad), hasta la angustia del varoncito ante la amenaza de que le puedan cortar su hace-pipí, como en el caso de Juanito. Para Freud, la angustia señala el peligro de la pérdida del objeto. Paso siguiente, formulación crucial de ese texto, la angustia es angustia de castración. Y es a partir de esas novedosas concepciones que Freud se ve obligado a revisar esos casos que él había atendido con la otra teoría. Entonces, si Juanito aparece en Inhibición, síntoma y angustia, 20 años después de haber sido atendido, o si el hombre de los lobos aparece como referencia en ese texto, es justamente porque Freud está intentando, a la luz de sus nuevas concepciones, echar nueva luz sobre esos casos. Si la angustia es de castración, ahora puede leer el caso Juanito desde esa perspectiva, diferente a la que había planteado en el momento que los padres lo llevaron a la consulta.

Me gustaría, a esta altura, apoyarme en algún recorte clínico tomado de la literatura. Voy a tomar un pequeño fragmento de un libro que les recomiendo, de la autora colombiana Laura Restrepo, que se llama Pecado. Son todos cuentos relacionados con el Jardín de las Delicias de Bosch y en uno de ellos las protagonistas son 3 hermanas que son llamadas “las Susanas”, que acostumbran a ir de vacaciones con sus hijos, mientras los maridos quedan en la capital trabajando, a una isla tropical donde tienen una casa de veraneo muy rústica, sobre la playa. Lo que vamos a ver es algo que pasa con una de estas Susanas.

Vuelve el recuerdo de una noche de seis de enero, de una oscuridad tan tersa que casi veías pasar la caravana de los Reyes Magos en polvo de estrellas contra lo negro del cielo. A Alma, que duerme en la terraza más alta, la despierta pasadas las cuatro el presentimiento de una presencia. La piel se le eriza ante lo amenazante. Alguien está ahí y la observa tramando algo desde la tiniebla, algo que acecha en un rincón. El brazo de la Susana Grande se estira intimidado, como si tuviera que sumergirse en agua helada, hasta que logra encender la lámpara. Localiza al intruso y no se hace ilusiones, sabe enseguida que es maligno y que la observa con paciencia, dispuesto a esperar, porque cuenta con que ella no tiene escapatoria. Los ojos del extraño, impasibles; los ojos de la Susana, desorbitados del pánico. La actitud posesiva del visitante la desconcierta, el control del territorio es claramente de él; ella sigue mustia, acorralada, sin atreverse a mover. No se anima a bajar por ayuda, ni siquiera a desprenderse de la sábana que la cubre. Por fin se levanta, se desliza hasta el baño y ahí se atrinchera. Pero al rato se siente ridícula en esa situación, encerrada en el baño y sentada en el water; ya le pesa el sueño, se le cierran los ojos, añora su cama y, si quiere volver, tendrá que armarse de valor y hacerle frente al intruso. Se escuda en una toalla, abre de un golpe la puerta del baño, lo divisa. Con la toalla se le mide a capotazos que le salen atemorizados, apenas espavientos histéricos con resultado opuesto al deseado: el intruso embiste la toalla en vez de alejarse, excitado por los griticos quebrados de su víctima, y cuanto más lo torea ella, más arremete él y más cerca le salta, despidiendo un olor rancio por los cráteres de su coraza y cayendo al suelo, ¡plof!, con un ruido pegachento de globo de caucho repleto de agua.
—Era un sapo. Para qué contar eso, si al final el intruso no era más que un sapo. Un sapo de los feos, pero a duras penas un sapo.

Una pregunta del libro que me retornó fue esa, para qué contar eso si al final el intruso Lo anticipo, en relación a lo que voy a desarrollar después de Lacan, y que el texto también nos da la pista: si alguno trabajó el seminario de la angustia de Lacan, tendrá presente el cuento que hace Lacan sobre la mantis religiosa cuando quiere explicar la angustia. El texto mismo dice:

Nunca un sapo es sólo un sapo.

Eso también lo aprendemos en la facultad y el psicoanálisis nos enseña que un sapo, ante todo, es un significante y sino no se entendería, o perderíamos la apreciación ajustada de cómo se constituye una fobia, que puede ser a un perro, a una gallina o una fobia a los sapos. O una fobia a los caballos como Juanito. Celebro el comentario de la autora, que además agrega:

Además, el recuerdo es valioso porque viene siendo demostración. Demuestra que en las noches de San Tarsicio, en su ranchón abierto las Susanas no corrían peligros más serios que ése. [...] ellas permanecían solas y de por sí inalcanzables, aunque no las protegieran puertas ni candados.

Acá uno le podría cuestionar, y ella también lo sabe, que si queremos hablar de angustia la clave no pasa por un peligro exterior, sino que Freud nos ayuda a advertir que se diferencia del miedo porque no tiene que ver con un peligro ante un objeto exterior, sino un objeto o algo interior. La autora no necesita que yo se lo enseñe, porque en la página siguiente, nos dice:

La gran pregunta era: ¿cuánto podría durar la burbuja protectora en medio de un territorio incendiado en violencia? Ya después lo supimos: cuando llegara el mal, no vendría de afuera. [...] El germen ya estaba adentro, esperando su oportunidad.

Si el sapo produjo todo eso, es porque despertó la angustia. Y entonces, ¿de qué se trata este peligro interior? Les doy apenas una pincelada. En el párrafo siguiente nos dice:

[...] como en un tablero de ajedrez, en San Tarsicio casan el juego figuras blancas y figuras negras. Las Susanas blancas; todos los demás somos negros.

Esto está contado por uno de los pobladores de la zona.

El Nenito es negro y vive como nosotras a espaldas del mar, en el amontonamiento del pueblo. Se gana la vida pescando con sus hermanos y trabaja además como casero para las Susanas: [...] Con baldados de agua y a golpes de trapo despercude sus jeeps embarrados por la travesía. Diana, la Susana Media, se queda mirándolo.
—Nosotras vimos cómo lo miraba.
Justamente ahí estuvo el punto de quiebre.

Aparece nuevamente el tema de la mirada. Y también el relato puntúa como lo que llama el punto de quiebre.

Diana lo miró y le gritó: ¡Ey, Nenito! ¿A qué hora creciste tanto? No fue más lo que le dijo, una frase sin misterio, apenas un saludo cualquiera, pero la clave estuvo en la mirada. El alcance de una mirada no debe menospreciarse.

Nosotros incluso podemos agregar que una mirada puede sostener una existencia o todo lo contrario. Una mirada puede arrasar con una existencia subjetiva. El relato continúa y se imaginan para dónde va. Pero dejo que aclaren el enigma leyendo el cuento. Esto nos permite avanzar y articular con lo que pasaré a desarrollar a continuación. Que aparezca ahí la cuestión de la mirada y esa recomendación de no menospreciarla me da un buen pie para introducir la cuestión de la perspectiva de Lacan frente a la angustia.

Si ustedes me apuraran a decir, así como intenté condensar en una frase, la clave de Inhibición, síntoma y angustia, yo diría que el punto central de la postulación de Lacan sobre la angustia es centrarla en ese objeto que él propone para el psicoanálisis y que Lacan lo designa con la letra a. La novedad lacaniana para la clínica del psicoanálisis es vincular la angustia con el objeto a, que él va a proponer como siendo la causa del deseo. Lo propone en el Seminario 10, a lo largo de todo un año de enseñanza le dedica a la angustia, año 1962-63.

Lacan le dedica todo un año al tema de la angustia que aunque no lo explica por qué, puede despejarlo. En ese momento, en el psicoanálisis francés, había una fuerte crítica al privilegio que Lacan otorgaba al lenguaje, al significante y para muchos dejando de lado la cuestión de los afectos. Como que Lacan ponía el acento en el inconsciente estructurado como un lenguaje, habría dejado de lado un tema tan importante como la afectividad. Podríamos decir que Lacan responde en acto a esa crítica dedicando un año al que podríamos llamar el afecto prínceps para el psicoanálisis: la angustia. Lavan no habla de catálogos ni tipos de angustia, sino que va hablar de la angustia en una suerte de constelación de afectos, que fue lo que vimos la vez pasada en referencia al acting-out y al pasaje al acto.

El seminario de Lacan sobre la angustia es un permanente intercambio con el texto de Freud “Inhibición, síntoma y angustia”. Literalmente, desde la primera hasta la última clase. Desde el título mismo, que Lacan se permite cuestionar, hasta los apéndices sobre el duelo, nada en ese texto queda al margen de la lectura de Lacan para subrayar, matizar o para ponerlo en cuestión. Lacan vuelve a Freud, pero también lo repiensa.

Si tuviéramos que hacer una síntesis de los puntos nodales que Lacan pone de relieve en ese seminario, podríamos decir que para Lacan es importante poner de entrada que la angustia es un afecto y que tiene como sede el yo. Pero ahí ya podemos introducir el matiz que subraya Lacan: admitamos que la sede del afecto de la angustia es el yo, ¿Eso quiere decir que la angustia como señal está dirigida al yo? Ahí lacan va a empezar a jugar con los términos que él viene planteando. Si la angustia es una señal que tiene lugar en el yo, esa señal está dirigida al sujeto. Se trata del sujeto barrado, escindido, dividido. Es una señal para el sujeto, de forma de que advierta -como dice Freud-de un peligro. La cuestión es de qué peligro se trata. El peligro es quedar extraviado, perdido, en el camino de su deseo. Y si entonces, admitiendo con Freud, que la angustia se expresa como una sensación displacentera, ¿de qué se trata esa sensación displacentera? Lacan nos va a proponer que la angustia es la sensación del deseo del Otro. En las primeras clases de su seminario advierte que esa afirmación no es sencilla de comprender para su auditorio, entonces les propone el apólogo de la mantis religiosa que yo intenté recrear con el encuentro de la Susana con el sapo en su habitación. La angustia se presenta en la encrucijada de no saber qué clase de objeto soy para el Otro, cuando no sé exactamente qué quiere el Otro de mi.

En relación al objeto que causa angustia, ¿Está Lacan de acuerdo con Freud? La angustia para Freud señala el peligro de la pérdida del objeto. La cuestión es que si enfocamos que el objeto que está en juego en la angustia es el objeto a, el peligro que se va a poner de manifiesto no es que el objeto se pierda, sino que el objeto no se pierda. No se trata de que haya un corte con el objeto, sino que ese corte no se produzca. Y es entonces que produce esa fórmula de Lacan: la angustia no es sin objeto.

Lacan no dice “La angustia es con el objeto”, sino que dice no-sin. Eso en retórica se llama litote. Tiene sus ventajas, pero Lacan no lo explica, aunque no es la primera vez que lo usa. En otro seminario ha dicho, en relación al falo, “Él no es sin tenerlo”. Mi manera de leerlo es que es una forma de expresión: “Lo que él hace, no es sin intención”, “no da puntada sin hilo”. Estas expresiones nos sugieren que su puntada está ahí, pero sabemos bien de qué se trata. Lo mismo podemos advertir que en lo que hace alguien se viene algo, pero no sabemos bien de qué se trata. En “La angustia no es sin objeto”, la angustia se encendió como señal, como señal más patente e inequívoca de la presencia del objeto, pero no nos indica de qué objeto se trata.

Lo que viene a continuación es mi pretendido ejemplo de cómo funcionaría esto en la clínica y que puede ser abierto a que charlemos. Vayamos a esta novela de Javier Marías, “Mañana en la Batalla Piensa en mí”. La contratapa nos sitúa:

Víctor Francés es guionista de televisión y escritor fantasma, encargado de redactar los discursos de hombres importantes e ignorantes. Divorciado recientemente, es invitado a cenar a su casa por Marta Telles, mujer casada cuyo marido está en Londres por trabajo y madre de un niño de casi 2 años. Tras la cena galante, el hombre y la mujer duermen al niño y pasan al dormitorio donde “aún medio vestidos y medio desvestidos, Marta Telles empieza a sentirse mal hasta que agoniza y muere en una escena sobrecogedora”. Esta infidelidad no consumada se transforma en una especie de enganchamiento con problemas bien reales e inmediatos. ¿Qué hacer con el cadáver? ¿Avisar o no avisar? ¿Qué hacer respecto al marido? ¿Qué hacer con el niño dormido en la otra pieza? ¿Qué diferencia hay entre la vida y la muerte? Víctor Francés tomará pronto sus decisiones o más bien no las tomará, dejándose llevar por sus pasos. Conocerá a la familia de su muerta, el padre Telles, académico y cortesano; al marido, a la hermana menor Luisa, a la que seguirá sin propósito y se irá poniendo en situación de contar su secreto.

Él empieza a trabajar para el padre de la mujer muerta, sin que nadie lo sepa. Hay un momento en el que Victor se hizo tan amigo de la familia que participa de un almuerzo, en donde está el padre, el viudo y esta hermana menor, Luisa. Vamos a tomar este recuerdo. Están almorzando y evocan cosas de la fallecida. Entonces le explican a él que Marta era su hija mayor, que murió hace poco más de un mes, etc. En esta situación Luisa dice:

Todavía me acuerdo de los guateques de la adolescencia, en los que yo la pasaba fatal por su culpa: me prohibía que me gustara ningún chico hasta que ella no hubiera elegido.
“Espérate a que yo decida, ¿eh?”, me decía a la puerta de la casa en que se celebrara. “Te vas a esperar, ¿verdad? Seguro, si no no entro”, me decía, y sólo cuando yo contestaba “Bueno, vale, pero date prisa” llamábamos al timbre. Por ser la mayor ejercía una especie de derecho de tanteo, y yo se lo consentía. Después tardaba bastante en decidirse durante la fiesta, bailaba con unos cuantos antes de comunicarme a quién había elegido; yo pasaba ese rato angustiada temiendo lo que casi siempre ocurría, acababa fijándose en el chico que a mí más me apetecía.

El escritor hace referencia a la angustia. Lo planteo como para nosotros poder responder por qué surge ese afecto.

Estoy segura de que muchas veces trataba de adivinar quién me gustaba a mí para entonces escogerlo, y luego, cuando yo protestaba, me acusaba de ser una copiona, de fijarme siempre en los chicos que a ella siempre le hacían gracia. Y ya no dejaba de bailar con él en toda la tarde. A cada ocasión yo disimulaba más mis preferencias, pero no había manera, me conocía bien y siempre acertaba, hasta que dejamos de ir a las mismas fiestas, ya más mayores.
Era así –dijo Luisa con los ojos un poco perdidos de quien se abisma con facilidad recordando–, aunque también es verdad que habría podido elegir en todo caso, por entonces tenía bastante más pecho que yo y por lo tanto más éxito.

El texto sigue, pero yo lo interrumpiría aquí. Lo elegí porque muestra de forma muy clara cómo reconocer una situación en la que se va a manifestar la angustia. Una situación en las que le propongo articular lo que acabamos de plantear desde la perspectiva freudiana-lacaniana. Si surgió la angustia y esta perspectiva es correcta de cómo enfocarla clínicamente, por lo tanto reconocerla en la clínica e intervenir eficazmente, de que en ese momento en que ella dice que pasaba un rato angustiada, se ha despertado la angustia como señal, como sensación displacentera en su yo, pero dirigida a ella en tanto sujeto del deseo. De alguna manera, esa encrucijada a la puerta del guateque, en el umbral de la escena del baile, en el umbral de la escena del deseo, de encontrar al chico que le apetece, ha surgido algo que abriéndose abierta la posibilidad, lo está tornando imposible. Allí nos propone Lacan reconocer, vía mantis religiosa, la confrontación con el deseo del Otro: ¿Qué quiere el Otro de mí? ¿Qué quiere mi hermana mayor de mí? ¿Por qué se comporta de esa manera, si acaso -según Luisa- ella tiene todas las de ganar? Es una encrucijada que plantea una pregunta, que justamente siguiendo a Lacan, es la pregunta por el deseo de Otro, deseo que es constituyente para el deseo del sujeto. Una pregunta que despierta su angustia y, podríamos anticipar, su respuesta es ella misma manifestándose como deseante, no manifestando su deseo.

Lacan tiene un modo de escribir esta encrucijada en el transcurso de su seminario sobre la angustia:
Se trata del cociente para los términos de la constitución subjetiva. A partir de un Otro primordial (A) y de un sujeto por venir (S), y por la eficacia de una operación en términos freudianos que es la prohibición del incesto -en términos lacanianos, metáfora paterna-, se produce una doble eficacia (segundo piso): del lado del Otro, se inscribe el sujeto ($) y en el lado del sujeto queda este Otro barrado (Ⱥ), que Lacan plantea como inconsciente. Al modo de esas divisiones no exactas como las que hacíamos en la escuela secundaria, queda un resto, que es el objeto a (tercer piso). Con este esquema, yo puedo dar una definición de lo que es el objeto a: el objeto a es el resto de la operación de constitución del sujeto en el campo del Otro. Si entre el sujeto y el objeto ponemos un rombo, tenemos la estructura del fantasma. Este grafo es el antecedente que le permite a Lacan plantear qué sucede en la angustia.

Arriba tenemos al Otro sin barrar, tiempo mítico -lógico, no cronológico- de un sujeto por advenir. La modificación que a Lacan le permite hablar de la angustia, en el gráfico, es que el objeto a pasa al piso intermedio y el sujeto queda en el piso inferior. Lacan va a decir que este es el momento de la angustia. El momento de la angustia es un desfiladero que se encuentra entre el piso superior, que él denomina goce y un piso inferior, que sitúa como el piso del deseo. La angustia como lugar intermedio, no como intermediaria. Se trata de un lugar intermedio que permite al sujeto desprenderse del goce del Otro para poder advenir en el camino de su propio deseo. Es lo que quisimos subrayar aprovechando este texto de Javier Marías, donde intentamos precisar en qué coordenadas se manifestaba la angustia de la protagonista. Si todo esto va bien, Luisa se encuentra allí, a pesar de los años transcurridos. Ella todavía no ha podido acomodarse del todo aquella situación mientras sucedía esa circunstancia, en la que estaba presa de ese derecho de tanteo. Ahí está Luisa percibiendo ese afecto, la angustia. Fíjense que el gráfico nos dice que la angustia no es sin objeto, se trata de la expresión gráfica de lo que acabamos de decir y espero que el ejemplo nos permita dar una articulación clínica y nos permita intervenir clínicamente de manera eficaz.

El deseo del Otro, como todo deseo, no es articulable en palabras. Tanto del deseo de uno como el del Otro, solo podemos tener pistas a través de su demanda. Yo diría que lo que la hermana le propone, podríamos situarlo en el registro de la demanda. Uno podría decir que Luisa no tiene otra opción que esperar a que la hermana elija, pero no lo sabemos. Ella lo que hace es acceder a la demanda del Otro y paga el precio. Lo sume como un derecho de tanteo propio de la mayor y no se le ocurre otra alternativa que acceder y pagar ese precio para acceder a la escena en la que se juega su deseo. Yo me animaría a decir que la hermana mayor está en el lugar de la mantis religiosa y que justamente hay algo que se manifiesta, que tiene que ver con el goce de la hermana mayor. El asunto que en la puerta del guateque, el afecto de angustia es tan justo, que se manifiesta en este punto de umbral, en el umbral de una escena que se hizo posible, pero que el goce del Otro amenaza con hacerlo imposible. La que podría ser su pasaporte al guateque se ha convertido en su peor sensor y ella se muestra como impotente frente a eso, no puede con eso. Aunque la mayor, según ella, tiene todas las de ganar por tener el atributo que ella le adjudica el mayor éxito, la menor no sabe qué quiere el Otro de ella.

Vayamos a ese ejemplo de por qué Lacan inventa el ejemplo de la mantis religiosa. Cuando lacan se ve en la encrucijada de esclarecer de algún modo la fórmula que él ha dado de que la angustia surge ante el deseo del Otro, inventa esa fábula, donde plantea que un insecto que existe, la mantis religiosa. La mantis religiosa hembra tiene 3 veces el tamaño del macho, con lo cual Lacan imagina como si acá de repente hubiera una mantis religiosa hembra que llegaría más o menos hasta el techo. El problema con la mantis religiosa es que después de copular con el macho, lo decapita. Lacan lo que nos propone es imaginarlo a él mismo frente a una mantis religiosa y él disfrazado también de mantis. Intenta, dice él, verse en el ojo gigante de esa mantis para usarlo como espejo, pero el ojo de la mantis es facetado y no permite usarlo como espejo. Lacan subraya esto, porque él no puede advertir si tiene el disfraz de macho o el de hembra que lo salvaría. No hay modo de que alguien se lo diga, esa es la espectativa con la que el neurótico va al analista: “vengo a que me diga qué me pasa y a su vez estoy esperando a que usted me haga las preguntas que le parezcan convenientes”. Lacan dice que en esa encrucijada, en la que no sé qué clase de objeto soy para esa mantis, se manifiesta el afecto de angustia.

Pregunta: ¿Cómo articular la angustia es sin objeto y la angustia surge ante la falta de la falta?
D.Z.: Apuntan a lo mismo. El asunto es con qué se llena esa falta. En el esquema que presentamos, el rumbo que sugiero para presentar eso es que justamente la manera que tiene el neurótico de posicionarse frente al Otro es que el neurótico, identificado al objeto, va a cubrir la falta del Otro. Para esquivar la encrucijada de la castración, pero advertidos de que en este seminario Lacan plantea cómo enfocar la castración (Freud la plantea diferente). la castración es siempre para Lacan la castración del Otro. Y el neurótico, enfrentado con la encrucijada angustiosa, encuentra como supuesto remedio ir a obturar la falta en el Otro, identificándose él mismo al objeto que el Otro le falta. Si en esto que yo dije pongo a Juanito, creo que marchamos bien.

Uno se pone en esta posición como supuesto remedio para aliviar la angustia de esa encrucijada, perdiendo de vista que a esa encrucijada hay que atravesarla para encaminarse en le deseo. Se trata del remedio del neurótico obturar el objeto del deseo con los diversos objetos de la demanda. Con lo que se encuentra el neurótico es que ese capricho del Otro, ese derecho de tanteo o esa mantis es siempre insaciable y el que va a quedar extraviado es el sujeto mismo. Por suerte está la angustia. Sin duda displacentera e incómoda, pero es una señal que no falla. Es una señal que nunca entra en cortocircuito; si se encendió, se encendió con algo y ese algo tiene que ver con que el objeto causa del deseo no está cayendo, desobturando la falta, de tal manera de seguir funcionando como motor para el deseo.

La angustia está del lado del sujeto y está en nuestra responsabilidad no descuidarla, justamente para no perderla de vista en lo que está señalando. Nos dice que hay algo que no anda, pero no nos dice qué. Da la chance, al interrogarla, de encaminar al sujeto en el camino de su deseo.

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