lunes, 23 de septiembre de 2019

Problema de la entrada en análisis.

Por Alba Flesler
   
Los problemas para entrar al análisis no parecen específicos de nuestra actualidad. Ya sea que se susciten en el sujeto que consulta o en el analista que lo recibe, han ido tomando diferentes formas en cada época. Las causas que los promueven suelen ser de estructura pero se ven favorecidas especialmente en determinados momentos históricos. 

En los orígenes del psicoanálisis, los problemas del inicio, provenientes del consultante en cuestión, eran relevados en un ‘período de prueba’ necesario para todo comienzo, según advierte Freud. 

Sin duda que sus problemas, los de Freud, no eran exactamente los nuestros, pero que los tuviera, también él, se muestra revelador de, al menos, algunos ítems que considerados problemáticos, serían trascendentes a la época u ocasión. 
¿Qué problemas podrían, con frecuencia, entorpecer la entrada en análisis? 

Los problemas parecen presentarse no sólo para quien hace un llamado a causa de su malestar sino también para los psicoanalistas mismos, de quienes depende, en gran medida, el acto de apertura inicial. 

El analista, es él, quien en principio puede abrir o cerrar la puerta de entrada a un análisis. Él puede, según su punto de vista, su perspectiva al abordar el malestar, al considerar el sufrimiento o el síntoma con el cual alguien se acerca, atender al sujeto; pero también puede olvidarlo, puede objetivar su síntoma y psicoterapizarlo. Aún utilizando para su apreciación la más excelsa jerga psicoanalítica, puede hacer psicoterapia. 

¿Pues qué delimita claramente un psicoanálisis de una psicoterapia? ¿En qué se diferencian netamente uno de otra? 

Una distinción es frecuentemente desatendida no obstante ser ella sumamente aclaratoria. Es la que representa dos vertientes de abordaje de un síntoma: la vertiente significante y la vertiente de signo que un síntoma conlleva. Ella divide las aguas entre una psicoterapia y un psicoanálisis. Y ello se sostiene, nada más pero tampoco nada menos que en una hipótesis reconocida o desestimada: la hipótesis del inconsciente. Más allá de las proclamas enunciadas por las instituciones, sean éstas prepagas, pagas o gratuitas, la delimitación no es espacial ni de contexto escenográfico; no será el hospital o el consultorio privado, la Obra Social, empresarial o prepaga, la que establezca la geografía que delimita el dentro o fuera de un psicoanálisis. Más bien, las aguas se dividen en una topología que enlaza el espacio por obra de un discurso. En ese terreno es donde no hay medias tintas sino colores netos; en ellos divergen las psicoterapias, las reflexiones filosóficas que apuntan a la autonomía yoica, y el psicoanálisis. 

Para el psicoanalista, para él, que ha aprehendido la existencia del inconsciente en la experiencia de su propio análisis personal, el síntoma es un síntoma en el decir de un sujeto; él es revelador de un sentido que el saber inconsciente produce y sólo en él se podría desplegar algún saber sobre la causa de ese síntoma. Para cualquier otra terapia, en cambio, el síntoma es un signo. Siempre significa algo anticipado para alguien, es decir, para quien en esa ocasión lo atiende y en cuyo parámetro de salud autoriza su intervención. 

He escuchado, por ejemplo, bajo la rúbrica de “problemas de aprendizaje”, una multiplicidad variable de síntomas; todos tan dispares como sujetos he atendido. En general, los padres me consultan apelando a decires provenientes del ámbito escolar o médico y es importante también atender la especificidad que implica el lugar de los padres cuando ellos consultan por un niño. Este tema no ha sido formalizado suficientemente y tal vez, resuelto con cierta prisa. 

Una nena de once años, llegó a mi consultorio con un diagnóstico de “problemas de aprendizaje”, más específicamente de “déficit atencional”, tal como son nombrados en nuestra época algunos problemas. 

En tanto jugaba a la maestra me dijo: “me fue mal en la prueba”. Al preguntarle: “¿por qué te fue mal?”, responde con la frase hecha, de la lengua ofrecida por otros: “porque no presté atención”. A su respuesta sumé mi pregunta: “¿dónde estaba prestada tu atención que no se la prestaste a la prueba?”. Mi ocurrencia despertó en ella una pícara sonrisa, y, a la vez, promocionó su propio decir: “presté la atención a los chicos que están de novios”. 
El pediatra ya la había medicado con la panacea del momento: la Ritalina, y los padres, desorientados, respetaron la indicación. 

Pero los problemas de la entrada en análisis no sólo anclan en el analista si confunde signo y significante en el rostro del síntoma. Para el sujeto mencionado se suman otros, de orden estructural y temporal. De los primeros, es claro pero inevitable que, el sujeto que busca saber el por qué de su malestar al consultarnos, sin embargo, no quiere saber la verdad. Porque la verdad no remite sin más a un real objetivo sino, por el contrario, apunta a su verdad como sujeto, y ella, lo implica en una división imborrable entre aquello que él dice y aquello otro que sabe de sí. División que sin duda desentona ante cualquier pretendida consistencia yoica. Por eso, en su falta de satisfacción, ¿dónde busca respuestas y paliativos a su malestar? En el discurso y los objetos de su época que, engarzando los problemas estructurales, ha dado respuestas diferentes en cada momento histórico al malestar del sujeto. 

¿Y nuestra época qué respuestas ofrece? Múltiples respuestas psi, muchas de ellas en nombre del psicoanálisis mismo. Las psicoterapias, (terapias breves, terapias cognitivas, terapias sistémicas, terapias corporales, terapias reflexológicas, propuestas de unificación yoica, diferentes propuestas de terapias grupales y colectivas centradas en el yo y en la identificación al líder-terapeuta considerado como ideal de salud, etc.), rechazan, todas, la hipótesis del inconsciente; también las psicofarmacológicas, con sus remedios rápidos, hacen el bien sin mirar a quién. Para seguir siendo activos, y sin estimar los momentos indicados para una medicación, a veces necesaria, ofrecen un fármaco para cada desajuste, como la Ritalina o el Prozac. No casualmente el tan mentado DSM IV está a su servicio. 

Hace un tiempo, un joven llegó a consultarme luego de varios e infructuosos intentos terapéuticos. Se sentó frente a mí y lo primero que me refirió fue: “soy un TOC”. Me aclaró luego: “trastornos obsesivos compulsivos, según el DSM IV”. Estaba por entonces medicado con un antipsicótico en bajas dosis, medicación típica y difundida para esta clasificación. Invocando su nombre de pila, para descentrarlo de “ser un TOC” e invocarlo como sujeto, le pregunté cuál era su problema. Entonces comenzó a hablar, describió sus rituales antes de irse a dormir. Debía tocar una mesa, luego un zapato y más tarde agarrar la almohada con ambas manos y colocarla en determinada posición. Al preguntarle con quién dormía, me aclaró que era soltero y que sus extremas convicciones religiosas le impedían mantener relaciones sexuales antes de casarse. ¿Acaso tantos controles no eran para controlar el toque sexual? Más que “ser un TOC”, estaba tentado al toque, a tocarse compulsivamente. 

Las psicoterapias y las psicodrogas apuntan a un rápido restablecimiento, por eso propulsan las terapias breves; ellas demandan al sujeto que sea eficaz. La palabra que invita al despliegue del tiempo, al uso mesurado de la secuencialidad, no alberga prestigio. Hablar de trastornos ya clasificados, en lugar de escuchar síntomas, revela la cara oscura de una intención: objetivizar al sujeto, hacerlo objeto de los así llamados recursos humanos para los fines exitosos de una política económica neoliberal. Su existencia y su avance plantean sin duda a los psicoanalistas un desafío, una apuesta mayor: prestar atención, estar más atentos, al sujeto de nuestros días. Sujeto que se presenta más sujetado por algún goce parasitario que como sujeto del deseo inconsciente, más atrapado en una demanda constante de unificación objetivada, menos apto para la escisión requerida no sólo para entrar en análisis, sino también condición de una existencia deseante que lo aleje, tal vez, de las demandas brutales que le requiere este tiempo y lo acerque a las porciones de goce que enlaza su deseo.

Fuente: Flesler, Alba (2002), "Problema de la entrada en análisis", Imago Agenda n| 61 versión digital

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