viernes, 8 de noviembre de 2019

El nombre propio y el propio nombre.

 Por Stella Maris Rivadero

La hipótesis del inconciente, como subraya Freud, sólo puede sostenerse si se supone el Nombre del Padre. Suponer el Nombre del Padre, ciertamente es Dios. Por eso si el psicoanálisis prospera, prueba además que se puede prescindir del Nombre del Padre, se puede prescindir de él a condición de utilizarlo”.1

Para el psicoanálisis ¿qué se entiende por nombre propio?: ¿el nombre y el apellido? ¿el nombre? ¿el apellido? ¿el sobrenombre o apodo? Podemos interrogar qué se hace con el nombre propio, en el caso por caso. Cada uno de ellos tendrá los matices de la singularidad, de acuerdo al modo en que se tejió el anudamiento de Real, Simbólico e Imaginario, teniendo en cuenta que Real, Simbólico e Imaginario son los verdaderos Nombres del Padre.
La definición de nombre propio que figura en los diccionarios dice: “el que se aplica a una cosa determinada para distinguirla de las demás de su especie, una palabra para designar las cosas particulares”.
Con el nombre propio podemos hacer muchas elucubraciones imaginarias, pero para el psicoanálisis el nombre propio no representa al sujeto. Aquel que se identifica plenamente al nombre olvida que es un nombre elegido por el Otro o los Otros que conlleva un sentido, un deseo, un goce y un enigma en juego. 

El nombre es del Otro, es una ilusión que sea propio. Es un nombre impropio en tanto cada uno se llama como lo llamaron.
En el Registro Civil, se inscribe un nombre que no siempre coincide con el nombre con el que el sujeto se reconoce y además existe un nombre que se hace. Por otro lado existen los variados modos de ser nombrado por los otros; nominación donde el sujeto se reconoce, a expensas de su nombre propio. No siempre ese nombre reconoce al sujeto que se nombra desde el Nombre del Padre, cuya función radical es nominante, es darle nombre a las cosas.


El nombre propio puede ser un emblema imaginario que no se sostenga anudado borromeicamente, es el blasón cuya tarjeta de presentación carece de presencia aunque tenga prestancia fálica. Si el sujeto sólo se identifica a esa apariencia no pagará el precio de la castración simbólica sino el caro precio de la castración imaginaria que lo dejará en la impotencia o en la impostura.
Nos hemos preguntado leyendo a Fernando Pessoa, por qué y para qué necesitó a sus heterónimos: Alberto Caeiro, Alvaro de Campos, Ricardo Reis, ¿estos heterónimos eran intentos fallidos de tener un nombre propio allí, donde del Nombre del Padre no podía servirse para poder vivir alguna forma de vida digna? Recordemos su vida gris de empleado, de cama en cama, escribiendo en los mismos bares de su Lisboa natal. Cuando le preguntaban el porqué de sus heterónimos, nunca podía decir demasiado, sólo que le eran necesarios y que aparecían.

En la elección de un nombre van a primar, por parte de los progenitores las racionalizaciones como asimismo aquello que es inconsciente para un sujeto. Por otro lado, para quién y para qué se elige un nombre: para satisfacer a una u otra rama familiar, para obtener una reinvindicación del propio nombre, para suponer un reemplazante de alguien que ya no está, para pagar las deudas impagas, para seguir una tradición familiar o religiosa. Las determinaciones pueden ser múltiples y las arborizaciones imaginarias también. 

Suele suceder que alguien busque el origen o significado del nombre, las etimologías verdaderas o falsas de un apellido, como si eso determinara un destino. Habrá aquéllos que se harán cargo o padecerán la marca del origen o harán de esa marca recibida, heredada, no elegida, una diferencia para no quedar reducidos a ese origen, etimología o significado del nombre.
Ciertos nombres no consuenan con el colectivo social pero para los padres en un tiempo son la expresión de su deseo o anhelo, mas obligan en el curso de una vida a cargar con el peso peyorativo o discordante de ese nombre de pila.
El peso del nombre en lo transgeneracional, depende de la carga libidinal que tenga ese nombre y de acuerdo con la trayectoria de ese otro en la historia familiar por eso, no es lo mismo portar el nombre de una abuela “loca” que el de una abuela “ilustre”, pero tanto uno como otro pueden tener efectos sintomáticos o inhibitorios para el sujeto.
El nombre propio puede significar la ignominia, la vergüenza, el orgullo.

Dalí cuenta en sus memorias el peso que tenía para él llamarse Salvador igual que su hermano muerto, se hizo un nombre con su pintura para ser reconocido aún después de su muerte. 
Un analizante varón intentaba siempre agradar a los demás, obediente, dependiente de la mirada de los otros, sin poder parar de trabajar. Casado con una mujer que no lo ama, que lo maltrata, aún pagando con la postergación de su deseo, con su cuerpo doliente y sufriente, cuyo apellido representa “lo más rancio de la oligarquía argentina”, para algunos y para otros “lo más distinguido”, dice: “en la facultad y en algunos ambientes de trabajo tenían problemas conmigo” y cuando se escucha, se asombra, diciendo: “no era conmigo, sino con lo que representa mi apellido para algunos”. Agrega, “mi madre se casó con mi padre por el apellido aunque él era vago y mujeriego, cuando yo tenía cuatro años lo echó de casa, sobre mí siempre pesó la idea de si iba a heredar la vagancia de mi padre”, advirtiendo no sin dolor y angustia si en su matrimonio no se repite el hecho de ser elegido por el brillo de su apellido ya que con esa alianza matrimonial su mujer accedía a un lugar social que no le era facilitado por su propio apellido. Asocia que renunció a la mujer que deseaba y amaba y que también lo amaba, porque a ella no le atraían los lustres de los apellidos y se da cuenta que su trabajar en demasía está al servicio de no quedar bajo la impronta del “vago” como su padre. Para un hombre el apellido tiene un peso diferente que para una mujer, dado que es lo que tiene para transmitir y donar, no sólo a sus propios hijos.
Será tarea del análisis apropiarse de su apellido para que pase a ser un nombre común. 

En el seminario de “La Identificación”, Lacan sitúa la cuestión del ideograma, la marca, el trazo unario, el jeroglífico y la letra para introducir el Nombre del Padre. Para él podría situarse entre la identificación en el segundo tiempo, regresiva a un rasgo del Otro, del padre. El Nombre del Padre es la función del Ideal del Yo y la identificación primaria. Anterior pues para Lacan el significante de la falta en Otro tiene que ser el falo, que simboliza la castración en tanto el rasgo unario es el antecedente necesario para ubicar el falo simbolizando la castración.

Allí se puede leer cómo el Ideal del Yo se apoya en la identificación inaugural del sujeto con el rasgo. Este rasgo único situado en ese lugar primordial tiende a repetirse, lugar donde se perdió el objeto, sitio donde el sujeto siempre quiere volver, intento, por supuesto, fallido e imposible, porque ese rasgo está allí como marca de la falta y permite la articulación de la cadena significante.
La operación de nominación puede detener el valor infinito de remisión de la cadena significante, función del Nombre del Padre, que es Padre del Nombre.
Lo que distingue el Nombre del Padre es su singularidad, lo que en él hace una diferencia, de allí su relación al rasgo unario como soporte. “Debido al nudo Borromeo, di otro soporte al rasgo unario. No es lo mismo el padre del nombre que el padre que nombra”.2

Por la repetición va a haber siempre un deslizamiento entre el Ideal del Yo y la identificación al rasgo.
Otro ejemplo que sólo mencionaremos brevemente es el nombre de James Joyce quien en su afán de ser leído por más de trescientos años intenta con su escritura hacerse un nombre intentando compensar la carencia de quien faltó a la cita, en tanto padre ¿no es en él el nombre propio algo extraño? ¿No hay allí un intento de anudar aunque no sea al modo borromeico dicho error de anudamiento? Se pregunta Lacan, ¿no hay algo como una compensación por esta dimisión paterna, por esta Verwerfung de hecho de que Joyce se haya sentido imperiosamente llamado. Es la palabra que resulta de un montón de cosas que escribió.3
Encontramos esa falta de nombre que lo nombre, de padre nominante, de ese significante capaz de dar un sentido al deseo de la madre. Operación fallida del nombre del padre que deja en la posición de ser nombrado para.
El nombre del Padre es ese significante en la estructura significante que, producido por una Bejahung, viene a nombrar la falta en el Otro, pero no es más que un nombre que se sustituye a la falta del nombre.
El Nombre del Padre es el responsable de la castración en tanto se trata de la constitución de la estructura con la incorporación de lo asemántico S1, el significante sin sentido, el rasgo unario, la letra, el fonema. Esto pone límite al campo de la significación y sitúa el punto donde fracasa el saber del Otro. Este significante, puro sin sentido sostiene la ley para el sujeto, ley que no es otra más que la ley del lenguaje, lo que hace que la estructura que así se constituya, sea la estructura del lenguaje. Ley del malentendido entonces, ley del equívoco, el S1 cuestiona el saber en nombre de la verdad. Lugar del significante Amo, el Nombre propio debe poder llegar a ese lugar en algún momento, que no es cualquiera. Para no quedar bajo los efectos de la pregnancia imaginaria, hacerse cargo del nombre propio implica un trabajo de elaboración y un duelo que implica dejar de estar identificado a los sentidos del Otro.
Un S1 es el lugar desde donde se interroga el deseo del Otro en el intervalo encontrado en los significantes de la demanda.

El nombre propio hace todo lo posible por volverse más que el S1, el significante Amo, que se dirige al S2 lugar donde se articula lo relativo al saber, se trata al nombre propio como a un nombre común.
Si del Nombre del Padre hay que servirse, ¿qué implica apropiarse y servirse del nombre propio? Para no quedar bajo los efectos de la pregnancia imaginaria, hacerse cargo del nombre propio implica un trabajo de elaboración y un duelo para no quedar como objeto identificado al sentido del Otro, sino para hacer de él, algo propio, no traducible, su marca registrada. Lograr un decir menos tonto que no tenga la impronta del Otro. 
Si el camino del análisis es arribar a un “eso no es eso” que el Otro quería, en su transcurso el nombre será vaciado de las significaciones y del peso del Otro, y se diluirán las configuraciones imaginarias que se tejieron alrededor de ese nombre con sus particularidades.

Separarse del nombre propio elegido por el Otro, bajo el sentido del otro representa un enigma y un desafío para el sujeto. 
El Padre del Nombre es así aquél que, entre otras cosas, permite que el Nombre Propio pueda llegar a funcionar como un Nombre Propio, como un S1. Pero en este mismo movimiento, este Padre del Nombre sostiene la inscripción del falo en lo imaginario de la imagen del yo, cava en lo imaginario ese agujero que es el Yo.
El Nombre propio si opera como tal, es una nominación válida a nivel del anudamiento de lo Imaginario a los demás registros.
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1. Lacan, Jacques: El sinthome, Buenos Aires, Paidós, 2006.
2. Ibid.
3. Ibid.

Fuente: Imago agenda

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