El psicoanálisis, discurso reciente e inédito en la cultura, se encuentra hoy en una posición problemática. Recibe un cuestionamiento mucho más hostil y más virulento que el que siempre ha suscitado. Al punto de arriesgar, como lo temía Freud y lo había anticipado Lacan, en términos de este último, hacerlo desaparecer en la ciudad del discurso como un "síntoma olvidado".
Dado que esta declaración de caducidad sucede en la polis, decidí encarar en esta reunión abierta las tres facticidades que preocupaban a Lacan en esa misma polis, en la extensión y que enumerara en su Proposición del 9 de octubre de 1967.
Veamos desde qué ángulos el psicoanálisis es hoy declarado caduco.
Por un lado, desde las neurociencias y sus terapias cognitivo conductuales, que proponen obtener un bienestar acrítico excluyendo la pregunta subjetivante sobre la verdad y la satisfacción sustituta que el síntoma atesora ya han logrado desplazar al psicoanálisis en los países anglosajones y germanos. Me he ocupado largamente de intentar refutar la eficacia clínica de estas propuestas.
Por otro lado lo hostigan el feminismo extremo y el discurso de género "igualitario". Que considera perimida cualquier consecuencia de la diferencia sexual.
Mucho más desde que las ciencias biológicas han logrado que ya no se necesite forzosamente el encuentro de los cuerpos biológicos de hombre y mujer, ni del deseo entre ambos para engendrar vida humana. Esta conquista, a celebrar desde ya, ha permitido formar familias no típicamente edípicas. Lo que obliga preguntarse si en ellas la función agujereante del falo y los nombres del padre seguirían estando vigentes. Por ende si lo está el Complejo de Edipo, una de esas tres facticidades. Esta en lo simbólico.
Este "complejo" es discutido con encono por el feminismo y el así llamado discurso de género. Porque lo tildan de falocéntrico, patriarcal y hétero normativo. Según esta posición estarían perimidas las célebres fórmulas de la sexuación que nos presentara Lacan. Segunda declaración de caducidad.
Eran ineludibles las conquistas de igualdad jurídica duramente obtenidas para la dignidad de las nacidas mujeres. Derecho al voto, al salario, a la posibilidad de posesión y disposición de bienes, patria potestad sobre los hijos, representación en los estamentos decisorios del estado.
Como ineludible es haberle dado a los homosexuales, travestidos, transexuales (transexuación que depende de los avances de la farmacología y cirugía) derechos jurídicos y de honra de los que carecían. No soy exhaustiva en el listado de prácticas genitales porque las hay por decenas. No habrá nominación alguna que agote su "diversidad".
Esa igualdad de derechos jurídicos no debiera confundirse sin embargo con igualdad de estructura (que debe definirse caso por caso, también para los heterosexuales), de modos de goce o de maneras de trato con los otros en el lazo social. Urge diferenciar discurso jurídico de discurso analítico. Este basa su eficacia en el sostenimiento de las diferencias. Y se aparta de todo "colectivo", por más válido como lucha política que fuera, dado que se ocupa de la singularidad.
Prácticas de goce del cuerpo y en particular genitales las hay en todas las estructuras clínicas. Esas prácticas no debieran confundirse con sexuación (que no es homóloga a heterosexualidad), que la hay solo en la neurosis, como intentaré demostrar.
Freud machaca a lo largo de su extensa obra en lo importante e imposible de inscribir completamente que entraña la diferencia sexual, dificultad que solo embrolla y trastorna a la única especie que se casara con el lenguaje. A causa de ese embrollo del género homo, es que Lacan se viera llevado a forjar su aforismo "no hay rapport sexual". Lo demuestra que penemos por amor. Que insistamos en desear, y nos sintamos representados en ese grito de Mick Jagger: I can't get no satisfaction! A falta de alguna orientación instintual (el parlêtre, hélas!, carece de ella) que nos indique cuál es nuestro partenaire adecuado, estamos en siempre en riesgo de elegir mal nuestro cónyuge. Inclinados a desear lo que no nos conviene. Nos impone una búsqueda incesante. O nos condena a una vida sin atractivo en caso de ya no esperar más nada en ese terreno cercano a la contienda en que resulta tan difícil salir indemne.
Cierto es que Freud incurre en deslizamientos entre falo y pene; y entre varón y padre. Habitante de su época, de raigambre patriarcal, postuló la tan enojosa envidia del pene.
Estas afirmaciones son sin dudas a reformular. Cosa de la que se ocupó Lacan. Pero aunque Freud dejara para las mujeres como salida exitosa del Edipo el casarse y tener un hijo, honesto como siempre lo fue, admitió que no podía contestar a la pregunta ¿Was will das Weib? No le resultaba claro que solo quisiera un pene y un niño. Su honestidad hizo que tampoco "editara" un historial aun a sabiendas de los errores que había cometido, en general cuando al inicio de su práctica prescribía para sus pacientes mujeres la norma de la heterosexualidad.
Examinemos lo que sabemos de nuestros ancestros muy lejanos. Quienes celebraron las bodas con el símbolo. Sabemos hoy que homo erectus, homo habilis, hablaba.
Así es: desde que una especie (homo) se casara con el símbolo hay
evidencias de algunas invariantes dependiente de esas bodas: la conquista del fuego, elemento natural producido por el rayo, que fue prometido a usos culturales: cocer los alimentos, dar luz y calor, obtener por cocción de los pigmentos naturales, colores no presentes en la mera naturaleza.
Con la cocción del ocre se obtiene el ocre rojo con el que se marcaban los huesos exclusivamente humanos, inaugurándose las honras fúnebres. Estas nos recuerdan que el muerto, aun muerto, es nuestro semejante. Y nuestro posible ancestro: se inaugura la línea del linaje. También la figuración en las magníficas pinturas rupestres en colores que aún perduran, ejecutadas en las cuevas donde nuestros ancestros encontraban el lugar a la vez vacío y abrigado donde proyectar sobre los muros de piedra escenas de sus goces cotidianos: la caza, la pesca, el otro humano.
También han quedado evidencias de la construcción de elementos corto-punzantes para operar sobre la materia: filos, puntas de flecha para cortar las carnes y para construir abrigos y moradas.
Y un hito importante: la percepción en el espejo, aun antes de la aparición de cualquier clase de cristal (estadio sólo presente en el humano, pues es el otro quien devuelve nuestra imagen) del hecho de que la mitad de los nuestros semajantes no son totalmente semejantes. Sino que hay dos presentaciones posibles. Al humano no lo guía el olfato sino la imagen del otro.
Y last but not least desde el paleolítico inferior, así lo ha demostrado Claude Lévi-Strauss observando tribus australianas, mahoríes, africanas, por el hecho de hablar existen la prohibición del incesto y las complicadas y formales reglas de proscripción y prescripción de alianza matrimonial. Porque hablamos "sabemos" quién es nuestra genitora. Porque hablamos, podemos deducir la imprescindible concurrencia de la semilla aportada por alguien de distinto sexo que fecunde a la madre. Y que aun pasado el período de crianza no estamos prometidos, al decir de Freud, "al servicio sexual de la madre". Madre y padre son conceptos que nacen con la humanidad misma. A esa terceridad, a esa concurrencia de algo más que el vientre materno para engendrar una nueva vida, Lacan la adscribiera a la función fálica (es Lacan quien hace del falo una función agujereante desolidarizándolo claramente del pene) y a su pasador el Uno que nombra, el/los Nombre(s)-del-Padre, operador estructural y no necesariamente personaje carnal.
Dada la percepción de esta importancia del aporte del tercero, desde que el hombre se hace sedentario en el paleolítico superior se encuentra también como invariante el culto del falo. Aparece en civilizaciones muy alejadas entre sí y sin contacto posible, como símbolo sagrado, no como órgano profano (del verbo griego phainein, lo que se da a ver) pene. Túmulos, obeliscos pirámides, dólmenes, menhires, aparecen homenajeando la erectilidad no solo del órgano, sino de lo humano mismo, contrario a la ley de gravedad.
Y también otra invariante: el uno o una falóforos. Del verbo latino ferre, que significa transportar, en este caso el poder ordenador del símbolo fálico. En principio los dioses de la naturaleza, más tarde los del panteón greco romano, y solo más tarde el Dios de la ley. Para estilizarse en la edad moderna en el operador estructural Nombre-del Padre, transmitido, en las familias edípicas típicas...por las mujeres ... si las habita el deseo de madre.
Es cierto que en las sociedades antiguas (salvo excepciones) y las de la modernidad en general se dio al pater familias, padre padrone, el lugar y función de falóroro, de pequeño dios doméstico. A la crítica de esa patriarcalidad, ese rebajamiento de la noción sí debemos mucho al movimiento feminista. Sin soñar que entre quienes se dicen hombres y quienes se dicen mujeres no hay ninguna diferencia. Claramente no debiera haberla en lo jurídico. Pero sí la hay en casi todo lo demás.
Para los dioses del panteón griego ese símbolo fálico dividía aguas: los dioses eran inmortales y les era posible cometer incesto. Si los humanos jugaban a los dioses creyéndose inmortales o transgrediendo cualquiera de las leyes de la diké, leyes no escritas que hacen humano lo humano, se cometía hybris. Desmesura que desencadenaba la tragedia. De ahí su función didáctica y política, representada en los teatros griegos para educar a los iletrados. Eso explica la insistencia sobre la proveniencia de la ética en psicoanálisis: no se apoya en mandamientos morales sino en lo real de das Ding, La Cosa incestuosa como imposible y además prohibida.
El símbolo fálico, al que como dije Lacan le dio la altura de función matemática que produce el cero; y el Uno paterno (cómputo del cero organizador de la serie) resultan invariantes de lo humano. Para cualquier sujeto que se encuentre en situación de no haberlos rechazado.
Ese rechazo sucede en las psicosis de distinta gravedad, donde la función fálica está "sub cero", repudiada activamente, caso de las así llamadas grandes psicosis. O bien lo está el Uno, imposibilidad de desgajar el rasgo orientador del corte sin cuyo auxilio estaremos imposibilitados de sustraernos de satisfacer las demandas holofraseadas del Otro. Uno que nos orienta también en el narcisismo y su agujero específico, cuya deducción falta en las verdaderas psicosis narcisistas. Donde falta ese carozo asemántico del ideal.
Por ello, si hoy pudiera cederse para no generar conflictos llamando a estas letras ordenadoras con otras denominaciones, arriesgaríamos cometer el error del que Freud nos advirtiera: se comienza cediendo en las palabras y se termina cediendo en los hechos.
Pasemos ahora a las fórmulas de la sexuación, que muchos analistas declaran perimidas por haber sido forjadas por un hombre de su tiempo, que ya no sería el nuestro.
Dado que estas justamente célebres fórmulas suponen sine qua non un sujeto que se haga argumento (todo o no todo) de la función fálica y que le sea necesario el Uno falóforo, podemos afirmar que valen solamente para las neurosis. Sin quitarle un ápice de derechos a otras estructuras clínicas. Fórmulas que no prescriben heterosexualidad, sino modos de inclinación de los goces.
Sexuación entonces no se homologa a prácticas de goce del cuerpo, sean estas genitales o no. Elijan a quien o quienes elijan como partenaires sexuales. No prescriben la heterosexualidad. Solo afirman dos modos de gozar dentro de la invariancia de las leyes de la diké, las no escritas diferenciables del nomos, la ley codificada.
Estas fórmulas indican bien que quien no hace argumento a la función fálica ni ha contado con el Uno, puede recurrir a las prácticas de goce del cuerpo que le vengan en ganas y que lo "mentalicen" (esto es: que logren mantener las cuerdas de su nudo juntas). Mientras no violen la ley no tienen por qué recibir descrédito ni sanción ni ser menoscabados quienes las practiquen, que merecen honra y respeto. La diversidad de actividades "sexuales" no dejará de tener siempre otra práctica que demande ser repertoriada. Solo que esas prácticas no hacen identidad.
Hay, sin embargo diferencias y singularidades que deben ser respetadas. Habitualmente los homosexuales varones no solo no piden la ablación del pene, sino, al revés, lo necesitan en su partenaire para desencadenar el deseo sexual. Lo mismo para algunas homosexuales mujeres, que precisan que ese órgano no aparezca en la pantalla de su fantasma. Esas diversidades no presuponen una estructura clínica en particular.
La homosexualidad es, por ende, epifenómeno de cualquier estructura clínica. Que debe definirse caso por caso. Nada dice de la condición estructural del sujeto el hecho de elegir un partenaire homo o hétero. Solo nos informa acerca de si la diferencia sexual le resulta causa de deseo, si desencadena el deseo sexual o lo impide.
En el travestismo masculino el uso fetichista de la ropa sedosa usada para no limitar el goce sexual al órgano pene y extenderlo al cuerpo todo no siempre implica una estructura que reniegue de la función fálica. Pues no es lo mismo renegar de la diferencia sexual que renegar de la ley de la diké. En el femenino, menos habitual, la presunción es que el hábito ayudará a la ilusión de virilidad. La confusión radica en no advertir que las posiciones masculina y femenina son básicamente decires, hechos de discurso, que incluyen las vestimentas pero que requieren mucho más que ese artificio.
En el transexualismo nos encontramos en una situación diferente. Hay una presuposición que arriesga ser forclusiva: creer que con esa maniobra irreversible, quirúrgica y hormonal se logrará un goce sin límite, tal que haga relación, sin orgasmo que haga "acabar". De todas formas si un sujeto precisa de esa intervención para que su nudo mental se sostenga, no puede negársele el derecho. Aunque la clínica nos informa que la cosa suele no funcionar. Pues el goce fálico, que no se reduce al órgano pene, sino que es el goce recortado por la palabra, que de todas formas limita un goce total. Habitualmente el fracaso no se interroga, despachándolo a la imputación de discriminación social.
De ahí la tarea del analista en intensión y en extensión sobre cómo hacer que siga en pié el humanizante Complejo de Edipo, intervención en lo simbólico, una de las tres facticidades nombradas antes. Sería de esperar que no se pierda esta función en familias edípicas típicas y las muchas que ya existen y que no son "típicas". Que en ellas ingrese la función fálica y el Uno que computa el cero entre el niño y quien lo convocara a la vida.
Volvamos otra vez a la sexuación y sus fórmulas. Válidas para una mentalidad neurótica, borromeica.
Lejos de dar a quienes se dicen mujeres una dificultad para simbolizar e imaginarizar su sexo (sectum proviene del verbo latino secare, cortar), el discurso analítico les da por eso mismo una ventaja: un trato posible con lo real no-todo estorbado por el escollo del significante, lo que proporciona un posible goce Otro que el fálico y una posición particularmente apta para hacer semblante de a como analista.
Finalmente un subrayado. Resulta muy problemático considerar que entre niños y niñas no hay ninguna diferencia. Mucho más cuando, en nombre de una supuesta libertad toda de elegir una identidad se entromete el adulto en ese tejido íntimo que es la sexualidad de cada infans. La sexualidad es en sí misma suficientemente traumática. Por ello el resguardo de su intimidad debiera ser inviolable.
La intrusión incestuosa es deletérea tanto cuando se censura cruelmente la investigación sexual infantil y adolescente; como cuando el adulto a cargo alienta prácticas sexuales no espontáneas en los niños o da por buenas declaraciones de identidad hechas en tiempos prmaturos. La sexualidad se teje en el curso de esos tiempos de comprender que son la infancia y la adolescencia y halla su momento de concluir bastante tarde, cuando la balanza subjetiva puede decidir una inclinación, que no hace identidad.
Otra advertencia de Lacan señalada en las tres facticidades: solicita del analista una intervención en lo real acuciante de la segregación. Bien cerca de nuestra experiencia: no segreguemos lo real de la diferencia sexual, que para nada es solo un constructo social-simbólico, posición habitual del feminismo. Imposible de ser inscripta totalmente, resulta ser psicoanalíticamente hablando real. No solo biológica, ni simbólica, ni imaginaria.
De segregarla, se empujaría al retorno, como amparo en lo imaginario, del padre ideal y su religión, constatable en el auge de los fundamentalismos religiosos. Otra facticidad, en lo imaginario.
Sobre la función del falo y la necesidad de concurrencia de/los Nombre(s) del Padre, el psicoanálisis, dialogando con los cultores del discurso de género, no debiera ceder. Aunque tampoco le serviría desconocer la urgente necesidad de una interlocución.
Existe el peligro de arriesgar, en nombre de las diferencias, forcluir la diferencia.
Fuente: texto leído por Silvia Amigo en la Reunión Lacanoamericana de Psicoanálisis de La Plata de 2019. Noviembre de 2019
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