Por Daniel Zimmerman
A propósito del título y del argumento del Congreso: “La clínica psicoanalítica a prueba:
neurosis, perversión y psicosis”, proponemos algunas notas a modo de rodeos para abordar las cuestiones planteadas.
Leemos allí, ante todo, la renovada invitación a no desatender los desafíos que lo real de la época nos plantea. Dicho de otro modo: a no abandonar a manos de la psicología ese real que, en tanto analistas nos concierne; a saber: el goce. Real del goce que, si bien permanece siempre excluido, nuestra práctica apunta a despejar en su relación con el síntoma.
Así, entonces, se trata de poner de relieve lo que el discurso analítico aporta frente a los demás discursos que abordan la experiencia de nuestro tiempo. Para ello, tomaremos el rumbo de considerar tales estructuras clínicas como “inscripciones de lo real”. Esta perspectiva se desprende de la afirmación de Lacan, extraída de su texto “Televisión”, que sostiene: “Lo real que, al no poder sino mentir al partenaire, se inscribe neurosis, perversión o psicosis”.
Afirmación que nos orienta para establecer la distinción entre neurosis, perversión y psicosis en tanto vías diversas de lo real para hacerse valer.
Asimismo, la referencia al partenaire viene a recordarnos que el discurso analítico aproxima lo real en la medida de reconocerlo en su condición de imposible. Y es precisamente en tanto imposible que ese real se anuncia: no hay relación sexual. Así, entonces, la inexistencia de relación propia de lo real se “fija” a la relación sexual. Dicha ausencia se encarna en el sexo para constituir un misterio que vuelve, una y otra vez, al mismo lugar.
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El psicoanálisis introduce una subversión en el sujeto del saber. El sujeto es consecuencia
del saber, pero de un saber que falla. Este es justamente el trastorno que el descubrimiento de Freud provoca: hay un saber que, si bien no piensa ni juzga ni calcula, igualmente trabaja. Diferente modo de saber -inesperado, fuera de orden- quiebra la armonía para imponerse, desde su ex-sistencia, en las fisuras, en los tropiezos de la intención.
Efecto de la articulación significante, el sujeto resulta de poner en falta el saber. Nuestro campo se ciñe a la experiencia de ese sujeto que, en su condición de habitante del lenguaje, puede faltar a lo real. En cambio, las corrientes psicológicas actuales, asociadas al discurso científico vigente, dirigen su accionar hacia la acumulación del saber. En consecuencia, atiborran al sujeto con técnicas sugestivas que lo volverían apto para sobrellevar la dificultad que lo apremia.
Ahora bien, el asunto no es que estas terapias ignoran al sujeto; a lo que apuntan es a suprimirlo, expulsándolo del lenguaje. Se trata de un saber que rehúsa depender del lenguaje, cristalizado en etiquetas vacías del sujeto. Ocurre entonces que, tal como la formulación lacaniana lo anticipa, el sujeto rechazado de lo simbólico reaparece en lo real, haciendo presente su soporte: el lenguaje mismo. Elocuente muestra de ello: los desarrollos de la Programación Neurolingüística (PNL), cuyas formalizaciones no hacen otra cosa que aplastar al sujeto bajo el sentido, arrasando la evanescencia que le es propia.
La verdad del sujeto resigna su lugar ante la verdad de la ciencia, ligada hoy al saber del amo: en la medida en que acreciente su saber, su “mundo externo” le resultará cada vez más manejable. Un saber de amo que, por su propia estructura, se desembaraza de la articulación del fantasma como soporte del deseo.
A la interdicción del sujeto como efecto del significante se suma la exclusión del objeto a como soporte de su verdad. Reducida a un mero juego de valores, la verdad queda abolida en su estructura de ficción cuando, para el sujeto, todo se juega en el fantasma. Su “mundo externo” está allí, como cuadro viviente: realidad dominada por el fantasma, lo protege de lo real.
No es posible decir la verdad de lo real; la verdad retorna, siempre a medias, en las fallas del saber. En lo real no hay nada para llegar a saber ni verdad alguna por descubrir. Todo efecto de verdad es consecuencia de lo que cae del saber. El inconsciente habla de sexo; pero no dice la verdad sobre el sexo. Ceñido por todos los dichos, el sexo se inscribe en el inconsciente como imposibilidad.
Un saber diferente, extraño al discurso de la psicología, se pone a prueba ubicado en el lugar de la verdad. Desde esta perspectiva, permite esclarecer la función que cumple lo real en relación con el saber y distinguir, en consecuencia, cuándo el saber trabaja al servicio del goce del Otro. “Ciencia del embarazo”, tal como llamó Lacan a nuestra práctica, toma a su cargo reintroducir el afecto que, en campos muy diversos, denuncia una misma encrucijada: la confrontación con el goce.
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Frente al propósito de la ciencia de apropiarse de la sexualidad, el psicoanálisis opera un giro de discurso que desplaza el lugar de sus aspectos biológicos. La acentuación de la diferencia biológica de los sexos es relegada por la sexualización de la diferencia orgánica. La perspectiva freudiana introduce como lógica del sexo la connotación de una falta; a partir de esa negatividad en la estructura, establece una normativa, tanto para el hombre como para la mujer. La así llamada relación sexual es puesta en desorden al reconocer en su centro un signo llamado castración.
A partir del discurso analítico, un órgano pasa a funcionar como significante. El falo se convierte así en el órgano de la falta. Y, en su condición de significante, cava el lugar desde donde la ausencia de relación sexual cobra efecto. Ya sea hombre o mujer, la norma de “ser o tener el falo” viene a suplir la relación sexual: el hombre en tanto lo tiene, no lo es; la mujer, en tanto no lo tiene, puede tener ese valor.
Bajo el signo de la castración, el falo extiende su alcance más allá que considerado meramente como órgano. La detumescencia viene a materializar, así, la barrera que el placer impone al goce. Y, desde esta perspectiva, frente a lo que dentro del catálogo de los trastornos sexuales, se rotula como “eyaculación precoz”, se impone la conveniencia de enfocarla como una detumescencia precoz; vale decir, en tanto defensa del sujeto frente a un goce que lo amenaza.
Operación real introducida por la incidencia del significante, la castración no es sin el objeto a. La relación entre los sexos precisa de un objeto que concurre a fallarla. Dicho objeto cumple en sustituir la abertura situada en el impasse de la relación sexual; y, a partir de esa abertura, de esa falla, adquiere su función de causa para el deseo. La puesta en juego del significante establece así abre el acceso a lo que responde, no al goce sino a su pérdida habilitando la función del sujeto.
La práctica psicoanalítica prescinde de todo savoir faire respecto de los cuerpos; los reconoce instalados en la estructura del discurso cuyo fundamento es, al contrario, la prohibición del goce.
Si bien es lo real del cuerpo lo que lo convierte en “sustancia gozante”, dicho real debe mantener su opacidad. En la medida en que el cuerpo permanece separado del goce, puede funcionar como lugar del Otro. Esa separación, esa abertura, viene a alojar al objeto por medio del cual el sujeto puede reencontrar “su esencia real como falta en gozar”.
La actual proliferación de intervenciones quirúrgicas por medio de las cuales se sustituyen, se invierten, se revierten las funciones orgánicas desconocen sistemáticamente su incidencia en la economía del goce. El cuerpo se ofrece a los múltiples recursos que el incesante avance de la ciencia ofrece, como recurso desesperado para procurar el corte que sostenga la disyunción entre el cuerpo y su goce.
Fuera de lenguaje, fuera de simbólico, el goce del Otro debe ser arrebatado del cuerpo para habilitarlo como lugar para la inscripción del sujeto. Cuando la distancia entre el cuerpo y su goce amenaza perderse, se enciende la señal de la angustia, cuya sensación incómoda puede extenderse hasta al pánico. La producción del síntoma, finalmente, se demuestra como el recurso que la verdad encuentra para resistir ante los embates del saber.
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