lunes, 8 de noviembre de 2021

Todos somos homo

Si, como señala Thomás Laquer (1945- ) en su libro “Haciendo Sexo: Cuerpo y Género de los Griegos a Freud" (1994), antes del siglo XVIII, el hombre (vir, “homo” en latín), era considerado el ideal del Hombre (Homo, “igual” en griego), la mujer fue, por entonces, un modo imperfecto de ser hombre. Se observa ahí, una confusión (condensación), producto de un deslizamiento (metonimia) de sentidos entre las acepciones latinas y griegas del término. Hubo, de esta forma, un Modelo de Sexo Único (one-sex model), cuyo prototipo era el hombre. La vagina, fue considerada, pues, como un pene interior, invaginado (de ahí su nombre), como sus “testículos” mismos, ocupaban un lugar más protegido, en la cavidad abdominal. Ambos, mujeres y hombres, tenían los mismos órganos genitales. No había binarismo sexual, ambos eran homos. Sin embargo, esta visión europea, si bien dominante, como paradigma, coexistió con modelos binaristas en la antigüedad clásica.

Es con los avances científicos, que el modelo binario comienza a imponerse, de tal manera que, con Simone de Beauvoir (1908-1986) surge la idea -como crítica a esta ideología- del segundo sexo, tomado del modelo primero, el masculino. Pero antes que ello, ya en 1899, Ernst von Wolzogen acuñó el concepto de tercer género, para referirse al fenómeno trans (transexual, intersexual, transgénero).

Es decir, que el Orden Simbólico-Imaginario (asiento del Inconsciente freudiano) tiene sus razones, o fue la razón, de la no inscripción del modelo binario no jeráquico, en la forma 0-1, donde el sexo femenino, aparece desde la falta, la falla, donde, desde lo real (Real) nada falta. Pero en ese Orden, dominado por la significación fálica, se construye, se naturaliza, una visión -ideología- binaria, atributiva y jerárquica de esa diferencia sexual, siempre mal comprendida.

Por tanto, ese otro binario: la heterosexualidad (James G. Kiernan,1892) normativa, normachizante, en oposición a la homosexualidad (Karl-Maria Kertbeny, 1869/ Richard von Krafft-Ebing, 1886) como desviación/inversión de la primera, entra como discurso para regular la diferencia sexogenérica, del cual el modelo del Complejo de Edipo freudiano, no escapa, en su faz simbólico-imaginaria, de ser un discurso que haga de la desproporción sexual, un lazo dominial, de dominación que genera otra, de las tantas, injusticias distributivas. De modo que, no solo en la infancia todos somos homos (iguales) entre niños y para la madre (para quien, tal vez, todos fuimos niñas), sino que, en las vertientes falocéntricas del machismo, como modelo hegemónico de la masculinidad adulta, las masculinidades, las feminidades, eluden la diversidad, la disidencia sexual, por un “modelo homosexual” (unisexual) donde lo Uno es no sin el falo (sobremanera en su aspecto imaginario) y lo otro, es el Otro sexo, ese continente negro (Freud 1926), lugar del cero, de la falta, la carencia. Unos tienen órgano, otros no lo tienen. La mujer y lo femenino, se sigue contemplando, no en sentido positivo, sino que se lo piensa desde el hombre. El hombre sigue siendo la medida de todas las cosas. Piénsese cómo se construye la idea del Edipo.

Precisamente por ello, y paradojalmente, vivimos en una sociedad heteronormativizante que nos transforma a todos en homosexuales.

Pμπο el que lee, de lo que la pμπα goza...
Lo que llamamos "homofobia" tal vez sea, en verdad, simplemente un horror a lo femenino.

El horror a lo femenino queda bien plasmado en el mito de Tiresias, el adivino ciego quien fue el único hombre que supo qué es ser una mujer. Transformado en mujer, por castigo de Hera, llegó a ser una afamada prostituta y hasta parió hijos, por ejemplo, la pitonisa Manto. Posteriormente, se dice, recobra su masculinidad, y es así, conocido en su vejez. En otra versión, habría nacido mujer y, castigada por Apolo, éste la transformó en hombre para que sintiera lo que era estar permanentemente bajo el dominio del apetito venéreo y no lograr desahogo.

Claramente, culturalmente, muestra al goce masculino como transparente, y al femenino, como opaco.

El goce no regulado (falicamente), el exceso, el goce-Otro, es lo temido tanto en mujeres como en hombres. Ese ex-se(x)so que se puede encarnar en la "putería", el puterío, la disipación, lo promiscuo (pro-miscere, mezcla difusa), lo orgiástico o dionisíaco. La palabra “puta” ("putta": niña, muchacha) comenzó a usarse en el siglo XIII y deriva del italiano “putto”, término que designaba a los niños pequeños pintados o esculpidos. La derivación a “puta” surge del arte con los cuadros de Carpaccio o Ticiano. Las "casas de putas" (donde "irse de putas"), se las llamaba "casas de niñas", porque, en general, eran menores de edad quienes se (las) prostituían allí. Quevedo dice: “puto es el hombre que de putas fía y puto el que de sus gustos apetece”. La puta es la mujer, o aún peor, la muchacha que goza, como pocas, es a la que se le supone el saber acerca del gozar sexual no permitido, la que sabe sobre el misterio femenino, lo que desea una mujer (y el hombre, aunque inconfesable).

Por eso -en la actualidad- no hay ningún significante equivalente a puta o puto, que designe a un varón cis heterosexual, pretendidamente exento de la putería. Pero si ninguno se halla del todo del lado macho o hembra de las fórmulas de la sexuación de Lacan (en verdad de los goces), el corrimiento hacia el lado diestro, el lado de la mujer, -empero- es siempre siniestro, paradojalmente.

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