Lacan señala que “toda palabra llama a una respuesta e incluye al oyente”, estableciendo un punto de partida crucial para entender su enseñanza. Este enfoque separa la palabra de lo meramente verbalizable: la palabra consiste en un llamado, y el oyente, el Otro, está implicado desde el inicio, incluso antes de adquirir una forma concreta.
En este marco, la demanda se distingue del pedido. Mientras que el pedido se orienta hacia objetos específicos, la demanda se dirige a la presencia del Otro y se funda en la incondicionalidad, pese a la imposibilidad inherente a dicha exigencia. Así, la demanda trasciende lo particular para inscribirse en la cadena significante, cuya articulación sirve como vehículo para la relación del sujeto con el deseo.
Sin embargo, el deseo no es plenamente articulable; permanece en el límite de lo dicho, en la falta que organiza al sujeto. Esta relación se juega en lo que Lacan denomina el "circuito infernal" de la demanda, estructurado entre el Otro y el s(A), donde la sanción del Otro otorga sentido. Aquí se cristaliza la demanda como una demanda de amor.
La demanda de amor opera dialécticamente entre el niño y el Otro. Este movimiento se representa en el grafo, extendiéndose desde el sujeto dividido ($) hasta el Ideal del Otro (I(A)), un punto de petrificación. Como demanda de amor, ilusiona con la completud del Otro, vinculándose a las identificaciones idealizantes del sujeto: el I(A) como significante de las identificaciones especulares del moi.
Esta ilusión de completud refuerza el carácter encerrado e infernal de la demanda, dejando al sujeto atrapado en un circuito donde busca, pero no encuentra, una satisfacción última. Así, la demanda se convierte en un espacio donde el deseo se vislumbra, pero siempre como un horizonte, nunca como un destino alcanzable.
En este contexto, la palabra que llama e implica al Otro, más allá de lo dicho, es también aquello que funda la posibilidad del amor y su imposibilidad, exponiendo al sujeto a la paradoja esencial de su existencia deseante.
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