El deseo, concepto fundamental en la práctica analítica, aparece en Freud ligado a la idea de realización, precisamente allí donde su satisfacción se torna imposible. Lacan, al retomar esta cuestión, lo califica en ciertos momentos como humano, al considerar el valor humanizante del reconocimiento. Sin embargo, esto no implica necesariamente la existencia de una relación no alienada, lo que introduce una paradoja: el deseo se realiza, aunque el inconsciente sea definido como lo no realizado.
El deseo, en su misma configuración en el sujeto hablante, introduce una Spaltung (división), una escisión que se da entre lo preexistente y la razón. Lo preexistente es un término complejo, pues se define en relación con el lenguaje. Sin embargo, Lacan advierte que el deseo no puede pensarse sin la pulsión ni sin la necesidad como pérdida, pues de lo contrario se caería en una concepción idealista.
La relación entre deseo y pulsión conlleva la introducción de una energética, desde Freud, y de una economía política, desde Lacan. En este sentido, el vínculo entre ambos se sostiene por la estructura del discurso, que opera como soporte de la economía política del goce.
Esta economía señala la función del Otro, delimitando el campo donde la verdad se erige históricamente. Así, la economía política no solo estructura la distribución del goce en el cuerpo, sino que, al mismo tiempo, este cuerpo se configura por su inmersión en dicha economía.
Queda entonces por esclarecer cómo deslindar el cuerpo del que “se” goza, para poder definirlo también como un cuerpo deseante. Aquí nos enfrentamos a los complejos bordes entre deseo y goce, una articulación difícil de precisar. No porque ambos términos se confundan, sino porque, al ser fronterizos, no se puede pensar uno sin referirse al otro. Es por ello que Lacan sostiene que el deseo implica un límite al goce.
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