miércoles, 10 de diciembre de 2025

 Cuando un analizante llega a análisis, el síntoma suele presentarse como algo desconocido: una irrupción que obstaculiza la vida cotidiana, una insistencia que retorna o un exceso que desborda. Freud (1926) lo define como una “satisfacción sustitutiva”, mientras que Lacan (1966) lo concibe como “un significante enigmático dirigido al Otro”. Entre la sustitución y el enigma, el primer movimiento de trabajo analítico consiste en localizarlo: pasar de la queja al texto, de la queja al significante.

A lo largo del análisis el síntoma va modificando su estatuto. El sujeto descubre en él, un modo singular de goce (Lacan, 1975). Este desplazamiento es decisivo: lo que antes se vivía como destino o falla personal comienza a escucharse como una producción propia, un decir cifrado del inconsciente. Deja de funcionar como un enemigo interno para situarse como un elemento incómodo, pero ya no ajeno. Cuando la interpretación opera (no como explicación, sino como corte o resonancia) el síntoma deja de ser algo “que cae” sobre el sujeto y se vuelve un punto de producción subjetiva, donde participa en la construcción del propio sentido.
Así, la reconfiguración del síntoma no implica su desaparición, sino un cambio de función: el sujeto puede comenzar a usarlo como brújula, como borde del deseo, como una vía privilegiada de acceso al inconsciente.

El espejismo de “dar todo” y la caída de la posición masculina

 Es frecuente, en la clínica con hombres, escuchar el reproche de haberlo “dado todo” en una relación sin recibir de la pareja una respuesta equivalente. Sin embargo, cuando un sujeto se sitúa en el lugar de quien lo entregó todo y queda a la espera de que el Otro le devuelva en la misma medida, esa posición ya señala, desde hace tiempo, un corrimiento respecto de la lógica masculina.

En la economía del deseo, la posición masculina no se define únicamente por la referencia al falo como tener, sino, de manera decisiva, por el sostenimiento de la falta como motor. “Dar todo” implica cancelar esa falta, desconocerla, intentar saturar al Otro y, en un mismo movimiento, exigir de él una restitución equivalente. Allí el sujeto se desplaza hacia la lógica de la demanda, hacia una modalidad pasiva marcada por la expectativa de ser colmado.

Renunciar a todo en nombre de la pareja supone investirla en el lugar del Otro, atribuirle un valor fálico, gesto que no deja de tener resonancias edípicas. En esa operación, ella queda elevada a garante de la completud y del valor, mientras el hombre abdica de su función fálica. 

De manera paradójica, en el intento de encarnar al que podría satisfacer por completo la demanda femenina, termina reducido al estatuto de objeto de demanda, atrapado en una ilusión narcisista que buscó clausurar la estructura, siempre abierta, del deseo.

El tropiezo, la transferencia y el trabajo de la palabra

En entradas anteriores aludíamos a la fecundidad del tropiezo del que se sirve el psicoanálisis. Sin embargo, no es raro que aquello que se abre por esa vía sea rápidamente reconducido a la transferencia bajo la forma de lo imaginario. Podría decirse que se trata de un intento de volver a cerrarlo: a veces de manera más abrupta, otras con mayor sutileza.

La intervención analítica apunta, en primer término, a despegar ese registro imaginario del supuesto “aquí y ahora” con el analista, para reconducirlo a lo simbólico que lo sostiene. Dicho de otro modo, el lazo transferencial con el analista se convierte en el escenario donde se juega, en realidad, una cuestión concerniente a la relación del sujeto con el Otro. Hasta qué punto la diferenciación entre lo simbólico y lo imaginario pueda efectivizarse en la cura depende no sólo de la posición del analista, sino también de una implicación del sujeto que no puede reducirse a la simple voluntad. Hay allí un punto espinoso, complejo, que sólo se esclarece en el transcurso del trabajo analítico.

Este momento transferencial no es evitable: no se trata de un accidente propio de ciertos tratamientos, sino de una dimensión estructural de la experiencia analítica. Freud lo advirtió tempranamente: llega un punto en el que el analista queda incluido como un objeto libidinal más, sobre el cual se desplazan significaciones (Bedeutungen) que pertenecen a otra escena.

Reconocer que este momento es necesario implica también admitir que el obstáculo forma parte de la cura. Allí se juega lo resistencial, pero no en el sentido de una resistencia atribuible al sujeto como tal, sino como la puesta en acto de aquello que resiste a la palabra, de lo que no logra ser plenamente entramado por lo simbólico.

Cuando Lacan afirma que “lo que está en juego en los síntomas es la relación del síntoma con el sistema entero del lenguaje”, toma una clara posición clínica. Desde esta perspectiva, el síntoma no es el efecto de un proceso mórbido a suprimir, sino una formación transaccional: algo que es analizable en la medida en que supone una terceridad, la de la ley, del lenguaje y de la palabra.

martes, 9 de diciembre de 2025

El lenguaje como acto y la emergencia de la verdad en la experiencia analítica

En psicoanálisis, la función del lenguaje no se define por un valor semántico ni por su carácter comunicativo en el sentido clásico del esquema emisor–código–receptor. Su estatuto es, ante todo, el de un acto. El lenguaje no transmite simplemente información: constituye el campo mismo de la subjetividad. Al introducir el corte, desnaturaliza al ser hablante; de allí su articulación con Hegel y la instalación de una metáfora primera, en la que lo natural queda sustituido por el orden del símbolo.

Lacan toma de Hegel, sobre todo vía Kojève, una tesis central: No hay sujeto sin negatividad. En Hegel, la conciencia no se constituye por adaptación a lo dado natural, sino por una ruptura con lo inmediato. El deseo no es necesidad biológica: es deseo de reconocimiento. Para que haya deseo algo debe faltar, algo debe ser perdido, algo debe ser negado como naturaleza.

El campo simbólico antecede al cachorro humano y lo envuelve desde su llegada: lo atraviesa, lo transforma, lo arranca de la pura naturaleza. En ese sentido, el psicoanálisis se ocupa de la incidencia de ese pathos del lenguaje en el ser que habla.

El dispositivo analítico propone, a quien consulta por su padecer, que tome la palabra. Se lo invita a hablar desprendiéndose, en la medida de lo posible, de la exigencia de coherencia y de sentido. Con ello se abre una posibilidad que nunca está garantizada: que la verdad amordazada en el síntoma pueda decirse.

Se trata de una apuesta por un surgimiento, no concebido como algo que emergería desde una profundidad oculta, sino como un acto de iluminación: la chance de que ciertas opacidades queden tomadas por la luz de la razón, entendida aquí como la instancia de la letra en el inconsciente.

Que la verdad surja implica necesariamente la discontinuidad y el corte. Ella se manifiesta en las formaciones del inconsciente, en una temporalidad hecha de relámpago y de evanescencia. Ese surgimiento no equivale a una captura definitiva.

Ese relámpago es, en rigor, un tropiezo: lo que Lacan llama palabra plena. Es fecunda justamente por su desliz. Su iluminar no es un esclarecimiento total, sino la apertura de una interrogación, donde el equívoco y el malentendido son condiciones de posibilidad.

Los medios y los fines del análisis: palabra, ley y posición del sujeto

Aquí se ponía en juego la función y el valor del análisis del propio psicoanalista. En ese marco, ya desde muy temprano Lacan se interroga por la pregunta fundamental: ¿qué es un análisis? Y responde que es la cura que se “espera” de un psicoanalista. Ese “esperar” no remite a la ilusión pasiva de quien aguarda un resultado, sino a la cuestión, mucho más exigente, de si el analista está o no a la altura de esa función llamada sujeto.

Desde allí, Lacan se dedica a delimitar el marco específico de la práctica analítica, interrogando tanto sus medios como sus fines.

Los fines conciernen a los efectos de la cura, entendidos como una rectificación. Esta noción ha suscitado numerosas discusiones en el campo psicoanalítico, porque puede ser pensada de distintos modos. Sin embargo, en cualquier caso, dicha rectificación implica una modificación en la posición del sujeto respecto del Otro, del deseo y de la demanda.

Los medios, en cambio, son inequívocamente los de la palabra. En el campo preexistente del lenguaje, la palabra es la función sin la cual no puede pensarse al sujeto como efecto. Esto queda formalizado en la direccionalidad del vector simbólico del esquema L.

Lo simbólico no es un ámbito caótico: está regido por leyes. El apoyo inicial de Lacan en las Estructuras elementales del parentesco de Lévi-Strauss subraya justamente este valor del intercambio, que es a la vez índice de una falta y de la ley que regula ese intercambio.

La ley es, así, un hecho de lenguaje. Por eso, más allá de ciertas aparentes confusiones iniciales, el lenguaje no se identifica con lo simbólico. El lenguaje es un campo preexistente, del cual no podemos salir ni tampoco conocer su origen; puede pensarse entonces, al menos en este punto de la elaboración, desde una dimensión universal.

Lo simbólico, en cambio, supone ya la incidencia del Otro y se articula a la función performativa de la palabra. Pertenece, por ello, no al orden de lo universal, sino al de lo particular.

La palabra como tésera: verdad, marca y lazo con el Otro primordial

En la medida en que la palabra se dirige al Otro —al convocar a un oyente y, con ello, a una posible respuesta— abre y sostiene el campo de la verdad en el sujeto. Desde esta perspectiva, la verdad se despega de cualquier concepción que la reduzca a una adecuación o adaptación a lo dado. La verdad queda así atravesada por una tonalidad inevitablemente subjetiva.

En tanto estructura de ficción, la verdad se funda en el lazo primario del niño con la madre como Otro primordial. Esto no excluye la incidencia paterna, pero la sitúa en el registro del Nombre del Padre como significante, no en el del progenitor. En este orden lógico, la función materna es primera, y la paterna se introduce en un segundo tiempo.

Tanto Freud como Lacan sostuvieron sin modificaciones esta primacía de la madre. En cuanto ocupa el lugar del Otro, ella realiza la acción específica al intervenir desde el significante: acoge la demanda, traduce el llanto, lo reconoce como llamado. Ese acto —que es un acto de palabra— deja una marca en el niño. Por ello, su operación no se reduce ni a la gratificación ni a la simple producción de sentido.

Esa marca da testimonio del desamparo fundamental del cachorro humano, tal como lo formuló Freud, desamparo ligado a la heteronomía que estructura al sujeto desde el inicio. Se trata de una impronta clínica: el niño necesita de un sostén humano, ubicado no tanto en un origen natural como en un comienzo de orden simbólico.

Lacan radicaliza esta operatoria al llevarla al terreno de la estructura y de la palabra. La palabra adquiere allí valor de tésera: signo, prenda, garantía de un pacto. Es el índice de ese lazo inaugural por el cual un niño sólo puede acceder a una posición de sujeto a condición de alojarse, primero, en el lugar del Otro.

sábado, 6 de diciembre de 2025

La palabra, el oyente y la función del Otro en la transferencia

Que la palabra convoque una respuesta, o que desde el inicio presuponga un oyente, indica que siempre incluye al Otro. Pero lo incluye más allá de cualquier persona concreta: la palabra se dirige al Otro en tanto lugar estructural, porque de allí proviene y porque es justamente la función del Otro la que instituye la legalidad misma de la palabra en el niño.

En esta perspectiva se anticipa la posición del oyente, fundamento de la operación analítica y del lugar que el analista ocupa en la transferencia. Desde aquí se comprende por qué Lacan discute con tanta insistencia la idea de una transferencia pensada como un “aquí y ahora” con el analista: si se la reduce a ese nivel, el analista queda reducido a un semejante imaginario. En cambio, situarlo del lado del oyente lo ubica como aquel que, al prestarse al dispositivo, hace funcionar la dimensión del Otro.

Considerar al Otro desde este ángulo —más allá del momento de su función de garante— permite diferenciarlo de cualquier figura que pudiera proveer satisfacción. El Otro opera por su valor simbólico y fundante, no por ofrecer un objeto que colme.

Así, el analista queda investido de lo que Lacan llama “el poder discrecional del oyente”: desde esa posición hace funcionar la palabra, no sólo invitando a hablar sin centrarse en el sentido, sino también por el modo en que interviene —o por su silencio— dentro de la transferencia.

De esta concepción se desprende una diferencia de gran alcance: el silencio pertenece al campo de la palabra y constituye una forma de emisión, mientras que lo mudo se vincula más directamente con lo pulsional. Palabra y silencio se articulan en la alternancia propia de lo simbólico, operan por oposición, y es en ese juego discontinuo —en esa superficie ultraplena del discurso— donde el inconsciente se deja entrever.