viernes, 5 de enero de 2018

El concepto de Objeto a.

  • El exilio
  • La pasión de curar
  • Fingir el olvido
  • La femineidad del psicoanalista
  • El objeto a
  • ¿Qué es un agujero?
  • Las figuras corporales del objeto a
  • Necesidad, demanda y deseo
  • El pecho, objeto del deseo


En la última lección, situó el rol del psicoanalista como consistente en asegurar la fluidez del movimiento repetitivo de los significantes. ¿Llegaría al extremo de sostener que la movilidad de la repetición es el fin terapéutico del análisis, que repetir es sinónimo de curar?

El exilio, objetivo de un análisis.
Hoy quería estudiar con ustedes el concepto lacaniano de objeto a, pero voy a responder antes a su pregunta recordando que, en efecto, la función analítica consiste en mantener viva la actividad del inconsciente. Ahora bien, al psicoanalista no le basta con darse como único fin la exteriorización acto por acto de las formaciones significantes, es preciso que, además, favorezca la exteriorización de las instancias más internas del analizante. Voy a aclararlo. Creo que el análisis crea las condiciones para que el sujeto se vuelva extraño a sí mismo. No dudaríamos en afirmar que el psicoanálisis debería tender a crear una separación radical, una pérdida esencial reorganizadora de la realidad psíquica del sujeto, una pérdida que yo denominaría exilio. El psicoanalista, más que querer inducir transformaciones en el paciente y situar la finalidad del análisis en términos de cambio o de cura, apuntaría a crear las condiciones para que el sujeto encuentre, como si viniera de afuera, como si fuera extraña a él, la cosa más íntima de su ser.


Este encuentro con el extraño que está en cada uno de nosotros, la instancia más impersonal de nuestro ser, me gustaría condensarlo en una fórmula inspirada en el más célebre de los aforismos freudianos: "Allí donde el Ello era —escribía Freud— el yo debe advenir". Si ahora tradujéramos el término "yo" por el de "sujeto" y el término "Ello" por la expresión "la cosa más íntima y no obstante la más extraña de nuestro ser", llegaríamos a la siguiente máxima: "El fin del psicoanálisis es conducir al sujeto a encontrar el Ello extraño e impersonal, no en el interior de nosotros mismos por medio de la introspección, sino en el exterior, aunque fuera al precio de una percepción alucinada".


Encontrar al extraño en uno.
Siendo psicoanalistas, ¿Qué deberíamos esperar de nuestra acción? ¿Que nuestro paciente evolucione, o más bien que atraviese la experiencia excepcional de exiliarse de sí, de percibirse, aunque más no sea una vez, como siendo otro que él mismo? Si tuviera que fijar la orientación terapéutica del psicoanálisis, tomaría esta referencia al exilio. En mi opinión, exiliarse de uno mismo constituye una forma de cura, como si el encuentro con lo extraño provocara, por añadidura, un efecto curativo, un alivio de los síntomas.


A propósito de los fines terapéuticos del análisis, quisiera recordar la posición de Lacan, quien —siguiendo a Freud— considera la curación del analizante como un efecto secundario del tratamiento, un beneficio anexo, casi un epifenómeno que sobrevendría independientemente de la voluntad del clínico. Imagino que esta posición resulta desconcertante en relación con lo que, legítimamente, se podría esperar: aliviar al paciente de sus males. No obstante, debemos admitir que la ocurrencia de la cura no depende del uso correcto de una técnica sino de la manera que de curar tenga el clínico de concebir la cura y esperarla. Si el psicoanalista desea curar, podemos estar seguros de que no obtendrá la cura. Si, por el contrario, refrena su deseo —convencido de que la cura es un beneficio por añadidura que no depende de él—, entonces habrá alguna posibilidad de que el sufrimiento cese.


En el fondo, estamos aplicando un artificio de la razón en relación con la verdad: para que la verdad advenga, hay que aparentar apartarse de ella, incluso olvidarla. Sin duda, cuando el paciente sufre o cuando un síntoma se repite obstinadamente, al clínico le resulta muy difícil evitar la trampa del furor sanandi.


Sabemos que, con frecuencia, el analista es seducido por esta pasión de curar propia del médico; es una pasión despertada por la demanda masiva del analizante, una pasión resultante del narcisismo que se reactiva cuando el clínico ve que se le confiere la omnipotencia de un curandero. La demanda, justamente, es la que engendra la pasión ciega de curar, pasión hermana de otra pasión, la de querer comprender. Justamente, querer curar y querer comprender son dos tendencias en el psicoanalista contrarias al proceso de exclusión y de exilio. Ahora bien, si la cura no puede y no debe ser un fin perseguido por el analista, entonces ¿qué puede esperar? ¿Qué espero? Espero la aparición de un fenómeno muy simple. No espero ni el cambio ni la cura de mi analizante. Espero que la experiencia advenga, que sobrevenga un acontecimiento inesperado en el análisis. Me dispongo al asombro. Lo mejor que puede esperar un analista es que su paciente lo sorprenda. Por supuesto, no se trata de que el paciente quiera sorprenderlo deliberadamente; en general, cuando es algo calculado, fracasa. No, la sorpresa debe impactar simultáneamente al paciente y al clínico. En suma, mi recomendación al analista podría ser resumida así: para que un día vuestro paciente se vea desembarazado de su sufrimiento, no traten de desembarazarlo del mismo y permanezcan abiertos a la sorpresa.


*


Olvidar es crear, recrearse.
Ahora bien, hay un estado muy particular que predispone y sensibiliza al clínico para recibir el impacto del asombro. Es una actitud esencial del psicoanalista ante el acontecimiento, que Lacan denomina el semblante. El sentido de la palabra semblante es el contrario de su acepción común, , "darse una apariencia", o "hacer como si". El semblante practicado por el psicoanalista es lo contrario del artificio; es más bien un estado, una disposición interna respecto de sí mismo y no una actitud adoptada frente a los otros. El semblante es hacer tabla rasa de toda idea, sentimiento o incluso de toda pasión, hasta convertirse en superficie virgen de inscripción. No resulta fácil persuadirse profundamente, en relación con nosotros mismos, de que no sabemos nada. No es fácil hacer el vacío en sí y no obstante es el único medio para asumir adecuadamente nuestro rol de analistas. Escuchemos a Freud: "El psicoanalista se comporta de la manera más adecuada si él mismo se abandona (...) a su propia actividad mental inconsciente, evita cuanto sea posible reflexionar y elaborar expectativas conscientes, no quiere retener nada en particular de lo que ha oído en su memoria y de este modo capta el inconsciente del paciente con su propio inconsciente". Es el estado del semblante que denomino fingir el olvido. Hay que fingir el olvido, ejercitarse en el olvido y dejarse sorprender, instalarse en la inocencia de las primeras veces. También se puede denominar este estado siguiendo una hermosa expresión empleada por Lacan, una expresión de género femenino: "hacerse el ganso" (En francés la expresión es de género femenino: "faire la dupe").  Insisto en el género femenino porque, efectivamente, hay una relación muy estrecha entre la femineidad y el semblante. La posición femenina se caracteriza, justamente, por la manera de ocultar, por la manera de manejar el velo, no tanto para desaparecer a los ojos del otro sino en un gesto púdico de cubrirse a sí misma, un gesto tan espontáneo que parece prolongar naturalmente el cuerpo. El engaño es un estado propio de la femineidad, una femineidad vuelta sobre sí misma y no hacia el otro. Pienso en particular en las danzantes de la Grecia antigua y en su arte inimitable para manejar el velo en la celebración de los ritos funerarios. Hay, entonces, una manera de velarse típicamente femenina: es, precisamente, hacerse el ganso.


En este sentido, podemos reconocer una diferencia entre femineidad y masculinidad respecto del engaño. Femineidad y masculinidad son más bien posiciones definidas según el modo específico que tiene cada uno —independientemente de su sexo— de habitar su cuerpo con su manera particular de disimularlo. Son diferentes modalidades en la veladura del objeto, quiero decir, dos maneras distintas de recubrir y de vestir el goce. Cuando la mujer oculta, dijimos, oculta como ocultándose a sí misma, sin preocuparse demasiado por el otro, y así, deja entrever su misterio; mientras que el hombre, si oculta, oculta ante todo ante los ojos del otro, y en consecuencia, insiste tanto en disimular que el gesto de enmascararse se vuelve flagrante. En realidad, cuando la mujer oculta, ofrece el misterio y deja lugar a la sorpresa, mientras que el hombre disipa el enigma y ahoga las preguntas. Insisto, las palabras "mujer" y "hombre" deben ser entendidas aquí en términos de posición femenina o masculina, posición que puede ser ocupada por todo ser, sea cual fuere su sexo.


Por lo tanto, el semblante del psicoanalista no tiene nada de una actitud afectada ni de una comedia hábilmente organizada. Al igual que para la femineidad, se trata de una disposición subjetiva, interna, respecto de sí mismo y no respecto del otro. Gracias a este estado en el cual el analista no trata ni de curar ni de comprender sino de ofrecerse como no sabiendo, tal vez tenga la oportunidad de ser sorprendido por la verdad; la verdad de su analizante o la suya propia, bajo la forma de una interpretación. Quisiera traducir la fecundidad de la posición del semblante recordando una frase esclarecedora de Lacan: "El analista es aquel que, al poner el objeto a en el lugar del semblante, está en la posición más conveniente para hacer lo que es justo hacer: interrogar como del saber (inconsciente) lo que pertenece a la verdad". Fórmula que parafrasearía diciendo: el analista es aquel que al hacer silencio en sí (semblante), está en la posición más conveniente para interpretar, es decir, para transformar el síntoma en un significante que abra al saber inconsciente.


¿Qué es el objeto a?
Quisiera abordar ahora de modo más preciso el concepto de objeto a; concepto al que he consagrado varios capítulos de un libro. Hoy voy a comenzar por recordar que se trata de lo que el propio Lacan considera como su construcción. Lacan considera que construyó e inventó el objeto a. Es un objeto que reviste la característica de escribirse con un símbolo, la letra "a". Este símbolo "a" no representa la primera letra del alfabeto sino la primera letra de la palabra "otro" (en fr. "autre").


En la teoría lacaniana existe el otro (autre) con una "a" minúscula y el Otro (Autre) con una "A" mayúscula. Este último, el gran Otro, es una de las figuras antropomórficas del poder de sobredeterminación de la cadena significante. Mientras que el pequeño otro, cuya letra a califica a nuestro objeto, designa a nuestro semejante, al alter ego. Ahora bien, la invención del objeto "a minúscula" responde a muchos problemas, pero sobre todo, de manera precisa, a esta pregunta: "¿Quién es el otro? ¿Quién es mi semejante?"


Freud, cuando en su artículo Duelo y melancolía se refiere a la persona que se ha perdido y por quien se hace el duelo, escribe la palabra "objeto" y no "persona". Freud proporciona ya una base a Lacan para responder a la pregunta "¿quién es el otro?" y construir su concepto de objeto a. ¿Quién es ese otro amado y ahora desaparecido cuyo duelo elaboro? Freud lo denomina "objeto", Lacan, por su parte, lo denominará "objeto a." "Leí Duelo y melancolía—dice Lacan— y bastó con que me dejara guiar por ese texto para que encontrara al objeto a." Esto no significa que el otro desaparecido se llame objeto a, sino que el objeto a responde a la pregunta: "¿Quién es el otro?" ¿Por qué? A fin de hacernos entender mejor, descompongamos la pregunta sobre el otro y preguntémonos: "¿Quién es el que está ante mí? ¿Quién es? ¿Es un cuerpo? ¿Es una imagen? ¿Es una representación simbólica?" Pongámonos en el lugar del analizante que, acostado en diván, se pregunta: "¿Qué es esta presencia detrás de mí? ¿Es una voz? ¿Un aliento? ¿Un sueño? ¿Un producto del pensamiento? ¿Quién es el otro?" El psicoanálisis no responderá "el otro es...," sino que se limitará a decir: "Para responder a esta pregunta, construimos el objeto a". La letra a es una manera de nombrar la dificultad; ocupa el lugar de una no respuesta.


Recuerden el espíritu del procedimiento lacaniano que, en lugar de resolver un problema, le da un nombre. El mejor ejemplo de este procedimiento es, justamente, el objeto a. En efecto, el objeto a es sin duda uno de los ejemplos más notables del álgebra lacaniana; diría incluso que es el paradigma de todos los algoritmos psicoanalíticos. ¿Qué es el objeto a? El objeto a es tan sólo una letra, nada más que la letra a, una letra cuya función central consiste en nombrar un problema no resuelto, o mejor aún, en significar una ausencia. ¿Qué ausencia? La ausencia de respuesta a una pregunta que insiste sin cesar. Puesto que no hemos encontrado la solución esperada y requerida, marcamos entonces el agujero opaco de nuestra ignorancia con una notación escrita —una simple letra—, ponemos una letra en el lugar de una respuesta no dada. Por lo tanto, el objeto a designa una imposibilidad, un punto de resistencia al desarrollo teórico. Gracias a esta notación, podemos proseguir —a pesar de nuestras trabas— la investigación sin que se rompa la cadena del saber. Como ven, finalmente el objeto a es un artificio del pensamiento analítico para rodear la roca de lo imposible: pasamos más allá de lo real al representarlo con una letra. Ahora bien, ¿cuál es la pregunta cuya respuesta es a, es decir, una simple letra vacía de sentido? Esta pregunta podría ser formulada de distintos modos de acuerdo con contextos teóricos, pero la que abre de inmediato al objeto a es: "¿Quién es el otro, mi partenaire, la persona amada?"


Cuando Freud escribe que el sujeto hace el duelo por el objeto perdido, no dice: "por la persona amada y perdida", sino: "por el objeto perdido". ¿Por qué? ¿Quién era la persona amada que se perdió? ¿Qué significa para nosotros ese otro que se ama o que se ha amado, ya sea que esté presente o que haya desaparecido? ¿Qué lugar ocupa para nosotros la "persona" amada? ¿Pero se trata verdaderamente de una persona?... Alguien podría decir: "Es una imagen. La persona amada es la propia imagen amada por uno". Es correcto, pero no basta. Otra respuesta sería: "La persona amada no es una imagen, la persona amada es un cuerpo que prolonga el propio cuerpo". Es otra vez correcto, pero sigue siendo insuficiente. Finalmente, una tercera respuesta nos describiría a la persona amada como el representante de una historia, de un conjunto de experiencias pasadas. Para ser más exactos, esa persona llevaría la marca común, vehiculizaría el rasgo común de todos los seres amados a lo largo de una vida. A este respecto, se puede hacer referencia al texto de Freud Psicología de las masas y análisis del yo en el que distingue tres tipos de identificación, entre ellas la que designa como identificación del sujeto a un rasgo del objeto, es decir, a un rasgo de todos los seres que hemos amado. En este artículo, Freud nos proporciona una importante observación para comprender cómo se forma una pareja hombre/mujer: se ama a aquel que porta el rasgo del objeto amado precedentemente, y esto es así a tal punto que se podría afirmar que en una vida todos los seres que hemos amado se asemejan por un rasgo. Efectivamente, cuando se conoce a alguien nuevo, muchas veces sorprende comprobar que porta la marca de otra persona que se amó anteriormente. La idea genial de Freud consistió en revelar que esta marca, que persiste y se repite en el primero, en el segundo y en todos los otros sucesivos partenaires de una historia, es un rasgo, y que este rasgo no es cosa alguna sino nosotros mismos. El sujeto es el rasgo común de los objetos amados y perdidos a lo largo de una vida. Esto es, precisamente, lo que Lacan denominará el rasgo unario.


Entonces, si retomamos las tres respuestas posibles a la pregunta "¿Quién es el otro?", diremos: el otro amado es la imagen que amo de mí mismo. El otro amado es un cuerpo que prolonga el mío. El otro amado es un rasgo repetitivo con el cual me identifico. Pero en ninguna de estas tres respuestas —la primera, imaginaria (el otro como imagen), la segunda, fantasmática (el otro como cuerpo) y la tercera, simbólica (el otro como rasgo que condensa una historia)— se revela la esencia del otro amado. Finalmente, no sabemos quién es el otro elegido. Ahora bien, justamente, es aquí donde aparece el objeto a en el lugar de una no respuesta. De todos modos, veremos que de los tres enfoques posibles para definir al otro —imaginario, fantasmático y simbólico—, el que remite más directamente al concepto lacaniano de objeto a es el segundo: el otro elegido es esta parte fantasmática y gozante de mi cuerpo que me prolonga y se me escapa.


Pregunta: ¿Cómo articular el objeto a, considerado como la no respuesta al enigma del "otro", con los significantes de estructura y de inconsciente?


Justamente, pensaba tratar esa cuestión. La pregunta "¿Quién es el otro?" es una de las muchas maneras de situar el objeto a, pero no es la única.


Otra pregunta, por ejemplo, es aquella del problema que ya hemos planteado al final de la primera lección: ¿De qué naturaleza es la energía que subyace a la vida psíquica? O también: ¿Cuál es la causa que anima nuestros deseos? Como no sabemos responder con exactitud a estas preguntas, entonces escribimos la letra a. Gracias a esa escritura podemos proseguir el movimiento de formalización con otros signos escritos, sin preocuparnos por nuestras preguntas insolubles. Así, en lugar de buscar en vano la naturaleza desconocida de la causa del deseo, la represento entonces con la letra a.


Si formulo la pregunta "¿Quién es el otro?", es para hacer comprender mejor que la invención del objeto a no resulta de la decisión arbitraria de un autor sino que responde a una necesidad, a una exigencia de la práctica clínica. Una vez planteada la pregunta "¿Quién es el otro?", la teoría analítica olvida esta pregunta para trabajar solamente con la notación formal "objeto a".Hay preguntas sencillas que son esenciales porque están en el origen de un concepto y que, no obstante, deben ser provisionalmente abandonadas para trabajar únicamente con la entidad formal, como si la pregunta inicial hubiera dejado de existir. La última vez, habíamos condensado los diferentes esquemas lógicos del inconsciente en una pregunta elemental: "¿Qué es el pasado?" Luego, habíamos superado esta pregunta ficticia y sin embargo esencial para trabajar únicamente con el par significante S1, S2. Ahora, adoptamos el mismo procedimiento respecto del enigma del "otro" y del objeto a.


Entonces, dejemos provisionalmente el problema del otro y trabajemos un poco con el estatuto formal del objeto a. Sólo entonces podré responder a su pregunta sobre la relación de a con el conjunto de los significantes y el significante del Uno. Para comenzar, definiré formalmente el objeto a como aquello que es heterogéneo a la red del conjunto significante. Es decir, que el sistema produce algo en exceso que es heterogéneo o extraño a él. Una producción como esta es una operación similar, aunque de un orden totalmente distinto, a la de la exteriorización del significante Sr En cuanto respecta al objeto, ya no voy a hablar de elemento exterior sino de producto residual, de un "excedente" del sistema.


Estatuto formal del objeto a.
El objeto a es lo heterogéneo en tanto exceso engendrado por el sistema formal de los significantes. Es una producción que aparece como un exceso muy diferente del elemento significante que, en tanto borde, da consistencia al conjunto. El objeto no es un elemento homogéneo al conjunto significante, sino un producto heterogéneo que le da consistencia. Por lo tanto, el sistema, para consistir, necesita de dos factores: un elemento exterior (Sj), luego un producto eliminado (a). El significante exterior Sx es homogéneo al conjunto significante, su relación con el conjunto es simbólica; en cambio, el producto residual, a, de naturaleza real, es heterogéneo al conjunto significante. El orden simbólico significa que todos los componentes, incluido aquel que constituye su límite (Sj), son homogéneos, es decir que todos ellos están regidos por las leyes de la lógica significante. Mientras que, por el contrario, el objeto a es el único que escapa a esta lógica.


*


Es cierto que podríamos identificar el objeto a con el agujero en la estructura del inconsciente, es decir, con el lugar dejado vacante por el significante de la cadena convertido en borde. Pero la identificación del objeto con el agujero sólo sería legítima a condición de concebir el agujero no en una visión estática sino como un vacío aspirante. En efecto, el objeto a es el agujero de la estructura si lo imaginan como la fuente de una fuerza aspirante que atrae a los significantes, los anima y da consistencia a la cadena. Ahora bien, cuando se llega a imaginar el objeto de este modo, como un agujero viviente, lo que se nos presenta es la figura del goce (plus-de-goce).


El objeto a es el plus-de-goce, causa del sistema significante.
Seamos claros, ya que la relación del objeto a con el agujero tiene muchos matices. Diremos que el objeto a es el agujero en la estructura del inconsciente si admitimos tres condiciones previas: el agujero es ante todo el polo atrayente que anima el sistema (causa); la fuerza de este agujero se denomina goce (plus-de-goce); y finalmente, el goce, más que un torbellino de energía en el centro del crisol, es un flujo constante que recorre los bordes del agujero. Pero, a fin de hacer comprender mejor la relación objeto/agujero, quisiera abandonar el punto de vista formal para aproximarme a la dimensión corporal planteando con toda sencillez la pregunta: ¿Qué es un agujero?


*
¿Qué es un agujero?
Por lo tanto, dejemos el plano formal y preguntémonos cuál es la representación psíquica que tenemos de un agujero. No la imagen consciente y visual como la de nuestra figura 3, sino la representación psíquica inscrita en nuestro inconsciente. Por ejemplo, ¿cómo pueden representarse una mujer o un hombre —estoy pensando en particular en un paciente que sufre de impotencia— ese paradigma del agujero constituido por el sexo femenino, quiero decir, la vagina? Para nuestro espíritu, parecería más fácil representarse el clítoris o los labios —partes salientes del sexo femenino— que representarse la abertura vaginal. Formulémoslo en otros términos: todo sucede como si la representación psíquica de un agujero, y más específicamente la de la vagina, sucumbiera bajo el impacto de la represión; mientras que la representación psíquica de una saliente, tal como el clítoris, el pecho o el pene, se prestara mejor a lo imaginario y emergiera más claramente a la superficie de la conciencia. Cabe observar el contraste entre la represión de la representación de la vagina por un lado, y por otro, en contraposición, el sobreinvestimiento de la representación de la saliente. Nunca se sabe muy bien qué es un agujero, mientras que se es inmediatamente sensible a la percepción de un apéndice. Entonces, ¿qué propiedad tiene un agujero para provocar de este modo la represión, y qué propiedad tiene, entonces, una saliente para atraer de este modo el investimiento? Sin duda, no tengo respuesta para esta pregunta. No obstante, es una pregunta importante, ya que plantear el problema de la naturaleza intrínseca del agujero significa plantear el problema de la naturaleza intrínseca de los orificios del cuerpo, o sea, de las aberturas erógenas del cuerpo. Así, preguntarse ¿qué es un agujero? equivale a preguntarse: ¿qué es una abertura orificial?


Justamente, ¿se puede decir que un orificio erógeno es un agujero? ¿O deberíamos considerar, por el contrario, que el orificio es más bien un borde que un agujero, más exactamente bordes, un borde o incluso mejor repliegues mucosos que, en sus pulsaciones, crean un agujero y lo borran de inmediato? De este modo, diría que en nuestro mundo erógeno no hay, hablando con propiedad, un agujero tal como lo imaginamos habitualmente, como una abertura delimitada por un círculo, sino bordes contráctiles y dilatables que crean huecos efímeros. Ahora bien, estos bordes palpitan si están animados por el flujo de una energía que los recorre, una energía llamada goce. A esto queríamos llegar. Habíamos partido de una visión formalista del agujero localizado en la estructura del inconsciente, para ahora llegar al enigma de los orificios del cuerpo, hasta deducir que los que producen y crean el agujero son los bordes animados por el goce. No hay agujero sin goce que haga palpitar sus bordes.


... surcado de goce
En suma, en la vida erógena y, en consecuencia, en nuestra vida psíquica inconsciente, sólo hay agujeros engendrados en la tensión y el movimiento. Observen que nuestras consideraciones acerca de los orificios sólo tienen fundamento a por el flujo condición de pensar los bordes orificiales y el flujo de goce que los recorre como estando movidos por la presencia de otro cuerpo, también él deseante.


*
...el pecho, el escíbalo, la mirada, la voz: estos fragmentos separables y no obstante profundamente unidos al cuerpo, de eso se trata en el objeto a.
J. Lacan


Luego de estas formulaciones sobre el agujero, está claro que el objeto a debe ser considerado en su esencia como el flujo de goce que recorre el borde de los orificios del cuerpo y, en calidad de tal, como la causa local que mueve y hace trabajar al inconsciente. Pero en la teoría lacaniana, existe sobre todo otro enfoque de a según el cual el objeto no sólo es el en sí del goce sino una serie de partes separables del cuerpo. Veremos que estas entidades corporales no son, propiamente, fragmentos materiales del cuerpo, elementos orgánicos, sino más bien fantasmas, figuras, simulacros* que envuelven lo real del goce.


El objeto a es un flujo constante de goce.
De acuerdo con el desarrollo de la sexualidad infantil expuesto por Freud en los Tres ensayos, el niño se separa sucesivamente de una serie de objetos caducos que, luego de haber estado al servicio de una función del cuerpo del niño y de haber sido consumidos, han sido expulsados. Según los distintos períodos de su evolución, el sujeto "consume" y pierde sucesivamente la placenta, el pecho, luego los excrementos, y también la mirada y la voz. Son estas cinco figuras de la separación que Lacan destaca entre las numerosas variedades corporales de objeto a. Sin duda, objeto a existen todo tipo de pérdidas corporales, pero las más representativas y paradigmáticas del objeto a siguen siendo las cinco formas mencionadas. Por ejemplo, se me podría preguntar si cuando una paciente habla del problema de sus reglas, la sangre de la menstruación puede ser considerada como uno de los semblantes del objeto a. A priori diría que no, salvo en una coyuntura particular determinada, que permitiera incluir los menstruos entre las figuras del objeto a. Pero en cambio, puedo concebir con mayor certidumbre que el dolor, también en determinadas condiciones, sea una entidad separable y más exactamente una variedad de objeto a. En efecto, hay criterios precisos que sirven de base para juzgar si determinada separación del cuerpo debe o no ser clasificada como objeto a.


* Los simulacros o los semblantes corporales que recubren y dan forma al en-sí del objeto a nos remiten a los simulacros descritos por Lucrecio: "Los simulacros son figuras e imágenes sutiles, emitidas por los objetos y que brotan de su superficie. Son membranas ligeras, separadas de la superficie de los cuerpos, y que revolotean en todas direcciones por los aires". (De la nature, Les Belles Lettres, 1956, t.II, IV, pág. 7.)


Hemos comenzado por preguntarnos quién es el otro en general. Y en el caso más particular de Duelo y melancolía, ¿quién es el otro desaparecido, cuál es el objeto perdido? Ahora, podemos evocar partes separadas del cuerpo que, bajo determinadas condiciones bien establecidas, podrán constituir figura de a. Ahora bien, cualquier cosa aislable en el cuerpo no necesariamente es una forma de objeto a. Para que haya una separación y que dicha separación pueda ser situada en calidad de a, se requieren tres condiciones: una condición imaginaria y dos condiciones simbólicas.


Las dos formas particulares de objeto a constituidas por el pecho y los excrementos están determinadas por una importante condición imaginaria: presentan una forma prominente que desborda del cuerpo a la manera de un apéndice saliente susceptible de ser aprehendido, separado, inclusive arrancado del cuerpo. Por ejemplo, el aspecto protuberante del pecho invita a tomarlo con la mano aprehenderlo con la boca o morderlo. Por lo tanto, se trata en primer lugar de figuras corporales que superan en relieve la superficie que las porta y que, al ofrecerse como separables, invitan a la prensión. No voy a entrar aquí en el detalle de la imaginería de un Hieronymus Bosch, cuya pintura es testimonio de todos esos apéndices fantásticos que parecen reclamar la presión de una mano pronta a tomar o la avidez de una boca devoradora.


Insisto en el hecho de que esta condición imaginaria sólo se aplica a determinadas partes específicas del cuerpo. Un codo, por ejemplo, no incita especialmente a ser empuñado o arrancado. Sin duda, imagino que ya habrán comprendido que el arquetipo que está en la base de todas estas formas corporales prominentes y separables no es otro que el apéndice que denominamos falo.


En cuanto a la primera condición simbólica, ésta consiste en el hecho de que los lugares del cuerpo destinados a la separación —en particular el pecho en el destete y los excrementos en la defecación— están en relación directa con los orificios naturales que palpitan, tales como la boca para el pecho y el ano para las heces. Justamente, calificamos esta condición de simbólica porque los relieves anatómicos, los bordes de los orificios son, propiamente, significantes. Significantes que recortan el objeto y lo parcializan.


Estos significantes son los contornos que soportan la circulación del flujo del goce y le confieren su permanencia. Los otros dos objetos —voz y mirada—, objetos que no dependen de condición imaginaria alguna, están determinados, sin embargo, por la misma condición simbólica, la de ser producidos por bordes que, al igual que la boca y el ano, vibran a su manera: a saber, los párpados que guiñan para dar origen a la mirada y las paredes de la glotis, que vibran para dar origen a la voz. Voz y mirada dependen de la condición simbólica ofrecida por los rasgos anatómicos de los orificios. Desde un punto de vista imaginario, son objetos difícilmente imaginables, ya que ni el [¿?] corresponden a alguna forma plásticamente representable. Por ejemplo, es imposible dibujar la voz o la mirada. Finalmente, recordemos que estas hendiduras contráctiles que se cierran y se abren —condición simbólica para que podamos decir que tal emisión del cuerpo es una figura del objeto a— son denominadas por Freud zonas erógenas.


*


Veamos por fin la segunda condición simbólica. Consiste en el hecho de que los objetos sólo se recortan y sólo se separan del cuerpo al precio de la acción de la palabra. Lo que los separa del cuerpo es siempre una palabra. Ahora bien, ¿qué palabra puede, por ejemplo, separar un pecho del cuerpo? ¿Qué palabra puede tener el poder de hacer una marca en un cuerpo? La primera palabra, la palabra más primitiva que separa al mismo tiempo el pecho del cuerpo de la madre y ese mismo pecho de la boca del lactante, es fundamentalmente el grito. Ya que, sin duda, es a través de los gritos que demandan la mamada como se afirma el niño y de algún modo se autonomiza en tanto sujeto del deseo. Al distinguirse del cuerpo de la madre, el sujeto parece llevar consigo el pecho. Transforma el pecho nutricio de la madre en un pecho mental que de ahora en más le pertenece.


El corte
Para nosotros, el grito tiene el valor de una significante demanda, y como toda demanda, implica una de un grito palabra a cambio. Porque ¿quién demanda a quién? En realidad, se trata de una doble demanda: la demanda del sujeto al Otro —en este caso, el Otro con A mayúscula, aquí, la madre—; y, recíprocamente, la demanda del Otro al sujeto, de la madre al niño. Solamente bajo la condición simbólica de una doble demanda del sujeto al Otro y del Otro al sujeto se separa el pecho. Pero ¿por qué decir que la demanda es corte? ¿Cómo comprender que una palabra pueda hacer marca en el cuerpo? Es una manera de decir que la demanda, por ser palabra, jamás logra designar exactamente el objeto anhelado. Sabemos de la inadecuación fundamental entre cosa y lenguaje, entre lo que quiero y la palabra que enuncio para obtenerlo, entre el pecho que reclamo y el grito de mi llamado. Cuando el niño grita su hambre, la madre cree que tiene frío, y así sucesivamente se suceden los malentendidos. En suma, decir que la demanda es un corte significante equivale a decir que no alcanza su objeto, que transforma el objeto real al cual apunta en una abstracción mental, en una imagen alucinada. Precisamente, a esta imagen la denominamos objeto del deseo u objeto a. Así, el pecho demandado se convierte —por la intermediación de la palabra— en pecho alucinado del deseo.


El pecho separado del cuerpo de la madre...


Un niño puede perfectamente satisfacer su hambre y no obstante alucinar el pecho como si no hubiera comido. ¿Por qué? Porque el pecho alucinado es el pecho del deseo. ¿Qué quiere decir: "el pecho del deseo"? Esto significa que la relación del niño con el pecho psíquico está directamente ligada a la relación de la madre con su propio cuerpo.


El pecho del deseo del niño depende del deseo de la madre de dar el pecho. ¿Cuál es el deseo materno? No el de alimentar a su hijo, sino un deseo que linda con el deseo erótico. En general, es raro que una madre dé el pecho sin que viva este gesto como estando marcado por un cierto erotismo, como algo distinto de un gesto puramente alimenticio. Volvemos a encontrar aquí la misma problemática que en el Edipo. El problema del Edipo —nos decía Freud— no es tan sólo que el niño desea acostarse con su madre, es sobre todo que también la madre desea eróticamente a su hijo. La clave del Edipo radica en que no habría deseo incestuoso si no hubiera dos deseos en juego: el de la madre y el del niño. Las madres que tuve ocasión de escuchar me comunicaron que, desde el amamantamiento hasta el momento del Edipo, su deseo materno es tan intenso e intolerable como el deseo incestuoso del niño.


... se convierte en el pecho alucinado del deseo.


Queda claro entonces que el pecho que nos interesa no es el pecho orgánico del cuerpo materno, sino el pecho psíquico producido una vez que el pecho materno ha sido simbólicamente separado y perdido por la acción de la palabra. El niño tiene hambre, pide tomar, mama, sacia su hambre y finalmente se duerme. No obstante, al dormir alucina el pecho, como si no estuviera satisfecho, como si todavía tuviera ganas, ya no de alimentarse sino de desear, quiero decir, de mantener su deseo. El pecho que se separa del cuerpo de la madre y de la boca del lactante se ha convertido en un pecho psíquico, es el pecho que va a aparecer como imagen de la alucinación de un niño satisfecho en relación con su hambre pero insatisfecho en relación con su demanda. Recordemos aquí un pasaje de los Escritos en donde Lacan sitúa de este modo la separación del pecho:"... es entre el pecho y la madre por donde pasa el plano de separación que hace del pecho el objeto perdido en causa en el deseo".


En rigor, cuando el objeto a adopta la forma del pecho alucinado, reconocemos su estatuto de objeto del deseo, pero hablando con propiedad, el objeto a no es el pecho alucinado. Es la energía, el plus-de-goce indefinible o incluso el agujero revestido por el semblante alucinado de un pecho. En una palabra, diremos que el objeto a no es el pecho alucinado del deseo, sino que el semblante-pecho encierra, un en-sí recubierto por el semblante como una membrana puede recubrir un núcleo intacto e inalterable.


Pregunta: Volviendo al cuerpo en su dimensión propiamente orgánica, ¿qué piensa del pecho materno, quiero decir, de ese pecho que calificó como pecho nutricio? ¿Eso pertenece al campo de la puericultura?


El pecho del cual mama el lactante, en realidad al psicoanálisis no le interesa...
¿De la puericultura? Tal vez. En tanto psicoanalistas, deberíamos saber cómo enseñan las puericultoras a la joven madre a tomar el pezón con los dedos para tenderlo a la boca del niño. Es siempre un gesto difícil, sobre todo para las madres primíparas. Pienso que no es fácil porque la madre está enervada por el deseo, ya que el deseo es para ella intolerable. Creo que hay una íntima relación entre el hecho de no saber proponer el pezón al niño y el carácter intolerable del deseo. Ignoro si las puericultoras pensaron en ello, pero sería interesante hablarlo con ellas.


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Habla de la separación del lactante del pecho materno, sin haber empleado ni una sola vez la palabra destete. ¿Considera que la separación del pecho materno como objeto a sería asimilable a un destete?


Fisiológicamente hablando, el destete es una cesación progresiva del amamantamiento y, sobre todo, la sustitución del alimento lácteo por un alimento más sólido. Comprenderán que el destete es ante todo un avatar en el orden de las necesidades corporales y no en el orden del deseo, aun cuando la decisión del destete depende en gran parte del deseo de la madre. No, el destete tal como acabo de definirlo no es identificable con el recorte del pecho como objeto a. La separación del pecho de la que hablamos sería más bien un "destete simbólico" producido por el solo hecho de la palabra. El destete, en el sentido analítico del término, comienza desde la primera expresión humana, desde el momento en que el sujeto es capaz de producir símbolos,todas las variantes del símbolo, desde el primer grito hasta la palabra más elaborada.


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El deseo de la anoréxica.


Por otra parte, su pregunta me evoca la manera como Lacan interpreta la anorexia. Tal como lo hemos dicho, el niño puede muy bien quedar satisfecho desde el punto de vista de la necesidad y, no obstante, desde el punto de vista del deseo, alucinar el pecho. Ya no tiene hambre en el vientre pero mantiene mentalmente el apetito del deseo.


Y bien, la anoréxica —en general se trata de mujeres jóvenes— no quiere ese estado doble de nuestro lactante: satisfacción del hambre, insatisfacción del deseo. Quiere que la insatisfacción esté en todas partes, que sólo haya insatisfacción tanto del vientre como del deseo. La anorexia consiste en decir: "No, no quiero comer para no satisfacerme, y no quiero satisfacerme para estar segura de que mi deseo permanece intacto —y no sólo el mío sino también el de mi madre—". La anorexia es un grito contra toda satisfacción y un mantenimiento obstinado del estado general de insatisfacción.


Hago referencia a la anorexia, que sitúo en el marco general de la histeria, porque, en mi opinión, es un padecimiento típicamente histérico.


Por supuesto, no hay peor actitud hacia un anoréxico que querer alimentarlo. Esto sólo puede reforzar su protesta y su insistencia en mantener a cualquier precio el deseo, es decir, en defender a cualquier precio el hecho de no estar satisfecho y de querer así preservar su deseo. Por lo tanto, lo que va contra el deseo para el anoréxico es la satisfacción a nivel de la necesidad, ya que cuanto más saciada esté la necesidad menos posible le será mantener despierto el deseo.
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Cuando dice que el niño alucina, ¿qué es exactamente lo que alucina ?


El objeto del deseo no pertenece ni a la madre ni al niño


El niño alucina el pecho, o mejor dicho, el niño alucina el objeto del deseo. ¿Del deseo de quién? De la madre y del niño. En realidad, el niño alucina un objeto que no pertenece ni a su madre ni a él mismo, sino que se encuentra entre ambos. A este respecto, formulémonos la pregunta: ¿a quién pertenece el pecho que se pierde? ¿A la madre o al niño? Ni a uno ni al otro, es un objeto que cae en el entre-dos como todo objeto a. Lacan representa la caída del objeto con dos círculos de Euler que se intersectan, un círculo que representa al sujeto (el niño) y un segundo círculo que representa al Otro (la madre). El objeto a es lo que cae en el medio, en la intersección del Otro con el sujeto.


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Pregunta: Habló de pérdidas y de destete simbólico. ¿Se podría decir que el objeto a corresponde a la noción freudiana de objeto perdido?


El objeto perdido es sólo una de las figuras posibles de esta no respuesta llamada objeto a. Por otra parte, hay que precaverse contra lo que sería una visión excluyente del objeto a considerado como una pérdida. El objeto a puede ser teorizado de diversos modos, principalmente como plus-de-goce donde, lejos de ser una pérdida, es un excedente que se acumula. Pensamos en el objeto a como pérdida cuando reviste las figuras semánticas relativas a las zonas erógenas del cuerpo: el pecho, la mirada, la voz, etc. En realidad, todas estas figuras son revestimientos de a, máscaras cargadas de una significación corporal, maquillajes categorizados por Lacan bajo la expresión "semblante del ser"; pero —insisto— el objeto a mismo es en sí un real opaco, un goce local, imposible de simbolizar. Por lo tanto, hablar del objeto a como de una pérdida corporal es sólo una manera de hablar, diría una manera "organicista" de referirnos al objeto, un semblante organicista y corporal del objeto. Una vez explicitada esta reserva, no deja de ser legítimo emplear la expresión "objeto perdido" o "pérdida".


En algunas ocasiones, habló de demanda insatisfecha y en otras, como por ejemplo en relación con la anorexia, de deseo insatisfecho. ¿Cómo distinguir estos dos tipos de insatisfacción?


La demanda no alcanza su objeto...
En primer lugar, subrayemos una vez más que la demanda del niño apunta al cuerpo nutricio y no lo alcanza, mientras que el deseo, por su parte, apunta al incesto imposible y encuentra el pecho erótico. Podemos afirmar, entonces, que la demanda queda insatisfecha porque jamás obtiene el objeto real al cual apunta, mientras que el deseo queda insatisfecho porque jamás obtiene el fin imposible al cual apunta, a saber, el incesto. Pero si bien la demanda queda insatisfecha debido a que no alcanza el objeto concreto, y el deseo, insatisfecho por no poder alcanzar el incesto imposible, existe aún otra diferencia: la demanda no alcanza su objeto y queda decepcionada, mientras decepcionada que, por su parte, el deseo no alcanza el incesto pero encuentra un sustituto, el objeto alucinado.


Más tarde, volveremos a encontrar este sustituto bajo la forma del fantasma.


Como saben, Lacan distingue la tríada necesidad, demanda y deseo. Cuando el niño demanda comer ¿cuál es la necesidad? El hambre. Pero haya o no comido, esté saciado a nivel de su necesidad o siga insatisfecho, el niño, por ser un ser humano hablante y sexuado, verá su demanda decepcionada e, inevitablemente, alucinará el objeto del deseo. Es decir que, más allá de la demanda, el pequeño ser desea. ¿En qué consiste el hecho de que desea? Nada más que en alucinar. La alucinación del pecho es el deseo, tal vez sea la forma más pura de la realización de un deseo. ¿Por qué? Porque este pecho alucinado objeto del deseo es una cosa, por decirlo así, íntegramente creada por los deseos conjugados de la madre y del niño.


El deseo no alcanza el incesto...
Ese pecho alucinado, muy distinto del pecho corporal y más aún de la leche nutricia, es el fruto del lazo deseante madre-hijo. Da cuenta de una realidad indiscutible: por una parte, madre e hijo no pueden encontrar su satisfacción en el mero acto nutricio, y por otra parte no pueden y tampoco quieren encontrar su satisfacción en el acto incestuoso. No se satisfacen ni con una necesidad saciada ni con una demanda burlada ni con un incesto que les es imposible. Desear el pecho equivale a evitar la vía de la necesidad y la vía del incesto.


Sin duda, el deseo es intolerable pero protege al sujeto contra la tendencia, humana, por decirlo así, que habita en todos de buscar el límite extremo, el punto de ruptura, la satisfacción absoluta del incesto; para decirlo todo, el goce del Otro.


...y encuentra el pecho alucinado
El deseo con su alucinación es sin duda intolerable pero sabe protegernos deteniéndonos en el camino de un goce mil veces más intolerable. Como ven, todas las satisfacciones del deseo sólo pueden ser satisfacciones parciales, ganadas en el camino de la búsqueda de una satisfacción total jamás alcanzada. Quisiera ser más claro. ¿Qué es lo que el niño desea de modo absoluto, por principio, más allá de cualquier edad y de cualquier circunstancia concreta? El incesto. Esto es imposible y permanecerá como una expectativa por siempre insatisfecha.


Pero entonces, ¿con qué se contenta? Con la satisfacción parcial de alucinar un pecho que no es el pecho nutricio sino un pecho producido por las tres condiciones: la pregnancia imaginaria, la relación con la boca como orificio erógeno y, finalmente, la doble demanda. En suma, todos los objetos,ya sea que los denominemos "objetos del deseo" o que los denominemos también "formas del objeto a" —es decir: la placenta, el pecho, los excrementos, la mirada, la voz o el dolor—, todos estos objetos de distinta naturaleza sostienen y mantienen el deseo más acá de la supuesta satisfacción absoluta que sería la posesión incestuosa del cuerpo total de la madre. El niño jamás poseerá el cuerpo entero de la madre, sino tan sólo una parte. Y esta parte sólo la poseerá, por decirlo así, en su cabeza, en la alucinación o a través de la otra producción psíquica que aún no hemos estudiado, el fantasma. Cabe observar que si bien la alucinación y el fantasma son diferentes desde el punto de vista de la clínica, desde el punto de vista de la "posesión" psíquica del objeto parcial del deseo son formaciones equivalentes.


Pregunta: ¿Pero cómo se puede decir que el niño quisiera poseer el cuerpo total de la madre?


El incesto: una suposición de los psicoanalistas.
La idea de que el deseo, en lo absoluto, es deseo de poseer el cuerpo entero de la madre o, si lo prefieren, que el deseo es deseo incestuoso, corresponde a una suposición postulada por los psicoanalistas. Es cierto que para fundamentar semejante suposición nos apoyamos en índices que todavía no formulé, ya que tomé un camino de exposición distinto. A fin de justificar este postulado eminentemente teórico, incluso axiomático, en relación con la dirección incestuosa del deseo, sería necesario abordar el problema de la castración y del falo en la teoría psicoanalítica. Pero de todos modos, no debemos dudar al afirmar que somos nosotros, analistas, quienes enunciamos la premisa del incesto como el más allá del deseo jamás alcanzado.


Agreguemos también que la afirmación de que el bebé alucina el pecho y satisface parcialmente su deseo es también una conjetura analítica. Freud no fue el único en haberla elaborado. Fue sobre todo Melanie Klein. Quizá sepan cómo procedió Melanie Klein para fundar su teoría en la cual el pecho ocupa un lugar fundamental. En sus comienzos, iba a una nursery y se sentaba durante horas y horas a mirar a los bebés tomando nota de todas sus manifestaciones posibles, manifestaciones que eran, para ella, la expresión corporal de fenómenos psíquicos, entre los que se contaba la alucinación, y de modo más general procesos mentales inconscientes. Mientras los bebés dormían, observaba sus caras, los movimientos de sus bocas, sus mímicas o cualquier otro gesto que le permitiera confirmar su hipótesis de que el niño, en ese mismo momento, estaba alucinando el pecho.


El niño es el pecho que alucina
Aclarado esto, quisiera volver sobre la segunda condición. Dijimos que un objeto se separa bajo efecto de la demanda del niño. Pero especificamos también que, en realidad, para dejar el pecho nutricio y producir el objeto a bajo la forma del pecho alucinado, se requiere más que la sola palabra del niño: se requiere también la palabra de la madre. Recordemos entonces que, en rigor, la condición simbólica de la producción del objeto es una doble palabra, una doble demanda. El lactante sólo puede demandar el pecho si su madre lo reconoce a cambio como siendo su hijo.


Remitámonos a la figura. Tenemos dos circuitos: uno que corresponde a la demanda del niño dirigida, llorando o gritando, a la madre: "Tengo hambre". Es lo que denominamos la demanda al Otro. Luego un segundo circuito que corresponde a la demanda del Otro al niño, demanda implícita en la primera y que se formularía recíprocamente como: "Déjate alimentar". "Tengo hambre" es la demanda que va del niño a la madre y "Déjate alimentar, mi niño" es la demanda que va de la madre al niño. Gracias al dibujo, podemos ver que no hay demanda del sujeto que no implique la demanda invertida que viene del Otro. Estas dos demandas trazan un único trayecto, el del corte. Entonces el objeto se separa, el niño alucina el pecho, y al alucinar se identifica con él. El niño es el pecho que alucina. En nuestro ejemplo, el sujeto convertido en pecho se ofrece a la devoración del Otro: "Cómeme, madre". Cuando estudiemos la estructura del fantasma volveremos a encontrar esta identificación con el objeto.


Antes de resumir esta lección, quisiera recordarles una observación de Freud contenida en una de las últimas notas garabateadas en un cuaderno en la víspera de su muerte. Esta observación concierne precisamente a la doble relación del niño con el pecho, el tener o el ser; tener el pecho o ser el pecho. Esto es lo que escribió Freud en un estilo telegráfico:


"Tener y ser en el niño. El niño gusta de expresar la relación de objeto por medio de la identificación: soy el objeto. El tener es la relación ulterior, recae en el ser luego de la pérdida de objeto. Modelo: pecho. El pecho es un pedazo de mí, yo soy el pecho. Sólo más tarde: lo tengo, es decir que no “lo soy..."
S. Freud


Les dejo el placer de meditar estas frases conmovedoras y enigmáticas. Por mi parte, les entrego el resultado de mi lectura. Freud distinguiría cuatro tiempos en la relación del niño con el pecho.


Primer tiempo: El pecho es una parte de mí. Es la relación de parasitismo del lactante en relación al cuerpo de la madre, cuando está adherido al pezón.


Segundo tiempo: Pierdo el pecho. Pérdida que correspondería a la etapa que describimos a lo largo de nuestros desarrollos sobre la constitución del objeto a.


Tercer tiempo: Soy el pecho que pierdo. Proceso de identificación del sujeto con el objeto, resorte fundamental de la estructura del fantasma.


Cuarto tiempo: Tengo el pecho, es decir que ya no lo soy (autonomía).


Para concluir, quisiera volver a centrar nuestras consideraciones en el objeto a, visto bajo el ángulo de la tríada necesidad-demanda-deseo, siguiendo seis proposiciones:


Seis proposiciones sobre nutrición
En el orden de la necesidad, tenemos el pecho , la leche y el hambre, ya sea que esté el objeto a última esté o no saciada.


*


En el orden de la demanda, encontramos la demanda del niño dirigida a la madre (grito) y la demanda de la madre dirigida al bebé ("Déjate alimentar, mi niño"). Estas dos demandas, una, demanda de comer, la otra, demanda de recibir, no son propiamente más que llamados recíprocos de reconocer y de ser reconocido. La conjunción de estas demandas adopta la forma de amor recíproco madre-hijo. Por ser la palabra del niño una palabra, no alcanza su objeto: el pecho alimenticio. Permanece insatisfecha, pero abre la puerta al deseo. En cuanto a la demanda de la madre, encuentra los mismos avatares que la del niño.


*


En el orden del deseo, hay ante todo una condición previa: el deseo incestuoso de poseer el cuerpo total de la madre y luego la imposibilidad de lograrlo. El resultado de esto es la insatisfacción.


*


Seamos claros: cada vez que empleamos la expresión "deseo insatisfecho", de lo que se trata es del deseo incestuoso.


*


Esta insatisfacción del deseo incestuoso se traduce mentalmente por la alucinación, no del cuerpo total de la madre sino de una parte de ese cuerpo, en nuestro ejemplo: el pecho. En consecuencia, la alucinación del pecho del deseo es el sustituto de la posesión incestuosa del cuerpo materno. Vemos así que la posesión incestuosa de la madre es sustituida por la alucinación del pecho, y el cuerpo total es sustituido por un cuerpo parcial. Si empleamos el vocabulario lacaniano del concepto de goce, debemos decir que el goce-Otro que corresponde al cuerpo total es sustituido aquí por el plus-de-goce (objeto a) que corresponde al cuerpo parcial.


Para el niño el Otro, es decir, su partenaire más íntimo, su madre, es reducido así, desde el punto de vista del deseo, al estado de pecho alucinado. Es decir que el objeto imposible del deseo incestuoso que era la madre se convirtió ahora en el pecho alucinado, objeto parcial del deseo. El Otro se reduce al objeto a. En rigor, el sujeto también se reduce y se identifica a este objeto del deseo. Esta doble reducción de la madre y del niño al objeto a, reducción alternada, es la operación nodal generadora de la formación psíquica denominada fantasma.


En suma, hemos explicado que la producción del objeto a sigue dos etapas. En primer lugar, consideramos el objeto a como una parte del cuerpo separable con una triple condición: una condición imaginaria y dos condiciones simbólicas (imagen pregnante, orificio y doble demanda). Al distinguir necesidad, demanda y deseo, también mostramos cómo el objeto, en tanto objeto del deseo, no tiene nada que ver con una parte física del cuerpo sino que es, ante todo, un producto alucinado. Luego, sostuvimos que este objeto no pertenece ni al sujeto ni al otro.


Finalmente, completaremos este cuadro la próxima vez con una tercera etapa en la que explicaremos la identificación del sujeto con el objeto alucinado del deseo. Esta identificación está en la base de la estructuración de un fantasma.


Una vez planteado esto, quisiera volver sobre una precisión, y recordar que el objeto a de Lacan no es propiamente el pecho alucinado, objeto del deseo. Estrictamente, es el agujero, el goce enigmático e innombrable que Lacan denomina el plus-de-goce. El adverbio "plus" —recuerden la primera lección— subraya que el objeto es siempre un exceso o un plus de energía residual, inasimilable por el sujeto. Exceso de tensión que, en la alucinación, reviste la forma familiar de un pezón, por ejemplo. Por supuesto, el pezón alucinado es sólo uno entre otros semblantes bajo los cuales se presenta el plus-de-goce. Puesto que este exceso de goce innombrable y enigmático, denominado a puede adoptar todas las figuras corporales, visuales, auditivas, olfativas o táctiles que participan en el encuentro deseante (e insatisfecho, incestuosamente insatisfecho) entre el niño y la madre, y de modo más general entre el sujeto y el Otro. El objeto a puede hacerse sentir como un determinado olor particular en la alucinación olfativa, como la dulzura del contacto de la piel en la alucinación táctil, o incluso hacerse oír bajo la forma del timbre inimitable de la voz materna en un alucinación auditiva. Por cierto, todas estas formas se combinan en una infinidad de variantes, todas sensoriales, de imágenes alucinadas del deseo.

Fuente: Juan David Nasio: “CINCO LECCIONES SOBRE LA TEORIA DE JACQUES LACAN”. Tercera leccion: El concepto de Objeto a

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