viernes, 20 de noviembre de 2020

¿Efecto psicomático?

En junio de 1964[1], en su primer seminario luego de su expulsión de la IPA, haciendo un primer cambio en todo su vocabulario y en la definición de sus conceptos, Lacan, todos lo saben, engloba la psicosis, los síntomas psicosomáticos y, de un modo ambiguo, la debilidad mental usando la expresión “holofrase”, o solidificación del primer par significante S1S2.

También hace un comentario sobre el efecto psicosomático en la famosísima conferencia sobre el síntoma de Ginebra en 1975[2]. Trabajaremos en orden estas dos apariciones de este sintagma y cuál es la situación del psicoanálisis en ese momento.

En el Instituto de la Sociedad de Paris existía una corriente, o un grupo de analistas que trataban de encontrar una explicación psicoanalítica de ciertas enfermedades orgánicas. Algunos de ellos grandes analistas, freudianos o kleinianos. Al igual que en la Argentina, donde se hablaba de neurosis de órgano y de psicosis de órgano. Como ejemplo de la primera una úlcera, de la segunda una úlcera perforada.

Hoy en día se sabe que numerosos enfermedades, como el lupus eritematoso, la artritis reumatoidea, la colitis hemorrágica, la enfermedad de Crohn y muchas otras son enfermedades autoinmunes ‒esto es, con un disparador psíquico cualquiera, o sin él‒ que desencadena una respuesta en el cuerpo donde es el sistema autoinmune que ataca un órgano o un tipo de tejido, el conectivo, por ejemplo.

No hay hasta ahora una explicación satisfactoria del origen de estas afecciones, graves por cierto pero se trata por todos los medios de parar el ataque inmune aunque no se sepa todavía la manera de hacerlo que no implique la inmunosupresión o el tratamiento por corticoides de por vida. No hay explicación psicoanalítica alguna que pueda detener la enfermedad.

Aunque algunos hayan creído que el sistema inmune hacía un error entre el yo y el no-yo. En cuanto a las úlceras pépticas, el descubrimiento del “helicobacter” dio por terminadas las hipótesis de psicosis de órgano.

Algunos o muchos analistas descubrieron desde hace muchos años que en estos pacientes la cura analítica volvía más largos los períodos intercurrentes, entre una crisis y otra. Es cierto. No sabemos por qué a ciencia cierta pero tampoco hay cura de la enfermedad, aunque algunos analistas puedan afirmarlo al lograr solo que esos períodos se alarguen. No da derecho, por probidad científica, a pretender haberlos curado.

En 1964, año de la hipótesis de Lacan, la medicina sabía de la existencia del ADN y del DRN en el núcleo de las células, descubiertos por Crick y Watson en 1953, y que ácidos nucleicos eran los portadores, en la cromatina, de esa hélice donde se encontraba nuestra herencia. Pero el mecanismo de producción, transcripción, retranscripción del ADN por los ARN ‒mensajero, transcriptasa, y el movimiento de apertura y cierre de la doble hélice, que permite que los aminoácidos pasen a la célula y de allí a todo el cuerpo, recién se comenzaría a conocer gracias a los trabajos de Monod, Jacob y Lwoff coronados con el Nobel de Fisiología en 1965.

Recién en los años ’90 comienza a obtenerse la certeza del carácter genético no mendeliano de ciertas enfermedades y conocerse los distintos genes en causa en esas enfermedades. Al comienzo de los 2000, con el descubrimiento de los homeogenes o genes constructores del cuerpo comenzará a poder discriminarse el origen genético de las debilidades mentales.

Mucho antes se sabrá que un porcentaje de úlceras son de origen bacteriano, aunque no todas. Eso hace que las gastritis puedan ser consideradas como parcialmente atribuidas a una causa psíquica, la angustia.

En cuanto a la alta presión llamada esencial, aunque haya también la presencia incontestable de la angustia en la activación del sistema simpático, con sus consecuencias en la concentración de sodio y la permeabilidad a él en el endotelio arterial, por la regulación de la renina-angiotensina y la vasopresina, hay también factores genéticos en la regulación de esas hormonas como así también dislipidemias concomitantes que agravan el cuadro en su conjunto, dislipidemias que son de origen genético y no sólo debidas a la mala alimentación.

Las enfermedades autoinmunes, cuando graves y desencadenadas en la infancia o en la pubertad, no pueden no alterar el carácter de los sujetos que las contraen, y alteran necesariamente la demanda y la satisfacción pulsional esperable gracias al cuerpo simbólico y al imaginario en un organismo sano. Al alterar el cuerpo imaginario, la lesión orgánica no puede no tener consecuencias diversas, complicadas y de pronóstico incierto no en cuanto al diagnóstico sino a la gravedad de la neurosis.

Es cierto que en Ginebra, respondiendo a la pregunta de un asistente ginebrino, Lacan dice que tal paciente de una enfermedad psicosomática, no aclara cuál, consideraba “su cuerpo como un cartucho escrito en jeroglíficos” y evoca la “signatura rerum” de los primeros estoicos. La firma de las cosas. No el signo, una escritura que no sabemos leer. Estas indicaciones de Lacan son preciosas, tanto más que, cuando habla fuera de Paris y responde preguntas, dice teórica o clínicamente de otro modo que en su seminario.

Pero de todos modos no aclara de qué enfermedad se trata. Haciendo un breve paréntesis sobre mi experiencia, en los años 80-90 una paciente que había sufrido de un cáncer óseo (osteosarcoma), y tratada exitosamente con resección de la zona involucrada, rayos y quimioterapia, me habló un día en los mismos términos. Diciéndome que la pieza de titanio que unía los dos trozos del hueso operado estaba escrita en caracteres de una lengua que ella no leía, que seguramente yo sí.

El cáncer no es una enfermedad psicosomática, ciertamente no un cáncer óseo. Cuando esa pieza le fue extraída es cierto que estaba escrita… con un número en cifras arábigas y letras latinas… Pero me había atribuido el saber leerlas. Suposición errónea pero eficaz, no en cuanto a la cura de su cáncer, sino a la naturaleza del mal que la aquejaba y que era el motivo de su consulta. Aunque el cáncer estuviera involucrado imaginariamente en su dolencia. ¿Y cómo no?

Freud enseñó a todos los analistas a respetar el conocimiento científico y atenerse a él hasta que se muestre, como fue su caso de fundador, que es insuficiente, y Lacan continuó su gesto previniendo las consecuencias obturantes que una respuesta médica puede tener justamente en los casos donde es difícil concluir ante la naturaleza del síntoma a tratar. Por ejemplo las grandes psicosis y el autismo donde por más que la psiquiatría biológica insista en su origen genético, no hay nada que lo demuestre.

El conocimiento del origen parcialmente genético de muchas enfermedades orgánicas, y la dificultad en decidir si en su origen puede o no haber un aporte epigenético, y qué querría decir ese concepto en el caso de un efecto “psíquico” en la transcripción de tal o cual grupo de genes es algo que no puede responderse.

Pero no hay nada que se conozca aún de cómo la angustia podría, vía sistema nervioso central, no sólo alterar un mecanismo tisular sino llegar al núcleo de sus células y provocar fallas no autorreparables ‒los mecanismos de autoreparación existen y son conocidos‒ en la transcripción del ADN de modo a hacer cancerígenas esas células.

Las células cancerígenas no sólo crecen por división celular, por mitosis, sino que desarrollan en su superficie mecanismos de ocultación a los linfocitos que vienen a atacarlas. Son algo así como lo contrario de las células que son atacadas en las enfermedades autoinmunes.

Sabemos que el efecto “placebo” es cierto. Hay resultados registrados desde hace muchos años en imágenes por resonancia magnética, que el cerebro de pacientes que sufren de Parkinson reaccionan ante el placebo en la llamada sustancia negra del mesencéfalo, donde sus células producen dopamina y que en el caso de esta enfermedad dejan de producirla, como los pacientes que han recibido realmente su dosis de L-dopa, su sustituto de reemplazo. Pero esta reacción positiva dura solo segundos. Prueba una vez más de la eficacia aún “subcortical” de la palabra, pero prueba también de su límite en la organicidad.

Analíticamente sabemos, al menos los lacanianos, que una estructura netamente neurótica puede ser acompañada de una tendencia depresiva fuerte o “melancoloide” sin creer que es una psicosis maniacodepresiva o venir acompañada de una neurosis actual, es decir con un monto excesivo de angustia para el yo del analizante sin creer que estamos ante una descompensación psicótica.

Pero hoy no podemos ignorar que la angustia no sólo es señal de alarma, y señal del goce del Otro, pero que también, si perdura fuertemente, puede tener consecuencias orgánicas importantes en el que arrastra desde la infancia el haber sido soporte de los padres, destinado a cumplir tareas insólitas y desmedidas para la capacidad del yo, ya que éstas pueden dañar la identificación al semejante. Y es la fuerza del amor dado porque sí y no por afrontar situaciones de riesgo psíquico que permiten a un sujeto afrontar luego como adulto problemas que se le plantean a un adulto.

Es por eso que no podemos hablar de una estructura psicosomática, como si ese síntoma tuviera una naturaleza y una causalidad totalmente psíquica trasladada al organismo.

Lo que es sí del resorte de lo psíquico ‒la angustia y el daño narcisista‒ es la incidencia de la angustia a través de sus efectos orgánicos, ya que incide en el endurecimiento de los endotelios arteriales sin que medie sólo la existencia de ateromas (placas de colesterol calcificadas), en el aumento de ácido clorhídrico en la actividad de la pared gástrica, es decir en la reproducción de un estado de desamparo sin que pueda haber, esta vez, Otro que socorra.

Sólo el analista que esté dispuesto a soportar esa transferencia y a no considerar que el síntoma del paciente, en especial cuando se trata de una enfermedad autoinmune, tiene un efecto de resistencia, porque que es algo de lo que no habla. ¿Y si se tratara inconscientemente del pensamiento de que una maldición tal, sin Otro que la profiera o pueda atribuírsela a sí mismo, es como un pago definitivo de deuda?

La dificultad o la imposibilidad de un paciente a considerar la enfermedad como una producción propia es natural, ya que es un proceso orgánico. Sería un error grave del analista pretenderlo si se trata de una enfermedad autoinmune o un cáncer. Eso significaría simplemente culpabilizarlo.

Considerar esa dificultad en la palabra en lo que a la afección orgánica se refiere, que sigue siendo un “eso” ‒un ça, un Es‒ no nos autoriza a considerar que esa consolidación de S1 y S2 sean la causa de la afección. Ese síntoma no es un nombre del padre, no es un ideal del yo y no hay un saber inconsciente sobre él.

Por otro lado considerar estos síntomas orgánicos como producciones de tal o tal goce es volver de Lacan a Jung. Desde Freud para el psicoanálisis los síntomas son símbolos no de la libido sino de la angustia. En el caso de ciertas afecciones orgánicas y no todas no son símbolos sino efecto parcial.

En cuanto al tratamiento de cuadros donde interviene tanto el narcisismo del paciente como una condición orgánica heredada o congénita, es un cierto manejo de la transferencia el que puede permitirnos que lo clivado del narcisismo ‒y no del sujeto‒ comience a ser reconocido.

Lo que se trata de lograr es que ese peculiar desconocimiento gozante, que no se resuelve sólo por retorno de lo reprimido, ya que es desmentido por el sujeto, no lo haga actuar buscando refugio en lo que agrava la enfermedad orgánica.

Por último, pretender “curar” es un pasaje desconcertante en lo que a la doctrina psicoanalítica se refiere. Existe la cura y su dirección, que puede ser en cada caso diferente. Pero el analista no es el demiurgo de ella. Si lo cree y se jacta de ello pasa inmediatamente a ser un curandero con diploma.

[1] Jacques Lacan, Le Séminaire, Les quatre concepts fondamentaux de la psychanalyse, Seuil, 1973. Les fondements de la psychanalyse, Staferla, ELP.

[2] « Le Bloc-notes de la psychanalyse Nº5 », Genève, Suisse, 1985.

Fuente: Imago Agenda n° 205, otoño de 2019 - Yankelevich Héctor "¿Efecto psicosomático?"

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