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Por Lucas Vazquez Topssian
En la Europa del siglo IV se venía dando un hecho político, social, económico, lingüístico, religioso muy importante que culminó en el S. V, que fue la caída de Roma. No podemos acercarnos a filósofos como San Agustín sin tener en cuenta el contexto de la caída del imperio romano, que ya había dado muestras de su debilidad. En el siglo IV Constantino se convierte al cristianismo impulsado por su madre y en la época posterior, con Teodosio, se decretó que la religión oficial del imperio fuera el cristianismo, ideología que mantuvo unida a la edad media.
El principio que nace a partir del cristianismo al decir “Todos somos iguales ante los ojos de Dios”, trae consecuencias sociales. Por empezar, la esclavitud comenzará a estar mal vista y progresivamente abolida, en contraposición con posturas como la de Aristóteles, que decía que el esclavo lo era por naturaleza y era concebido como un animal que habla. El lugar del hombre medieval también es diferente al de la antigüedad o al de la modernidad. Que Dios se encuentre en el fundamento, reordena al kosmos, poniendo al hombre por debajo de Dios habitando el mundo, pero por encima de la naturaleza. En esta lógica, no hay ninguna duda que Dios es el amo del hombre y el hombre es el amo de la naturaleza. La naturaleza sirve al hombre y el hombre sirve a Dios.
Durante la Edad Media se desarrollará una serie de de regulaciones jurídicas respecto al matrimonio, dando lugar a lo que hoy en día llamamos “derecho matrimonial”, obra que desde un principio se halló en el Derecho canónico. Toda esta legislación canónica, basada en los textos evangélicos y neotestamentarios, pasará a ser parte de la doctrina cristiana.
Otra de las novedades medievales es la idea del matrimonio indisoluble, en su concepto de sacramento. El concubinato pasa a ser condenado. San Agustín dijo “Audilia, amados míos, que son competentes, les digo: No cometan fornicación, puede, porque les basta con sus esposas; y si no tenéis esposas, que fueran concubinas, no tengáis, sin embargo, trato con vosotros”. Entre las numerosas obras de San Agustín, encontramos La bondad del matrimonio y El matrimonio y la concupiscencia. Allí él se refiere a temas como la indisolubilidad del matrimonio, la infidelidad, la virginidad, y la concupiscencia, entre otros temas.
A partir de la Reforma Protestante, el matrimonio se irá lentamente laicizando, en la medida en que los Estados avanzaron sostenidamente, creando una legislación que reguló prácticamente todos los aspectos personales y patrimoniales de la vida matrimonial. Esto está arraigado a tal punto que la sociedad actual argentina festejó la Ley de divorcio vincular de 1987 o la Ley de matrimonio igualitario del 2010, pero no suelen haber planteos de por qué, en primera instancia, las relaciones entre las personas tienen que tener una regulación estatal.
La consecuencia de esta institucionalización de la vida amorosa tuvo sus consecuencias. Durante varios siglos, en las culturas europeas se creyó no solamente que la mujer debía llegar al matrimonio, sino que debía hacerlo bajo ciertas condiciones: ser casta; en caso de no serlo, ser lo suficientemente discreta para proteger su reputación. Por supuesto, esta exigencia era menos importante para las clases trabajadoras que para la aristocracia.
En cuanto al amor, el orden cristiano tuvo efectos en la poesía también: aparece la figura del enamorado esclavo del amor. A la amada se le canta como si fuera Dios que duró hasta el siglo XV y XVI. Entre finales del siglo XI y principios del XII aparece un fenómeno literario curioso: las jarchas mozárabes. Según Paulo Azzone, las jarchas reflejan el mundo de la Andalucía en tiempos islámicos, cuando las tres lenguas, culturas y religiones se compenetraban. Las jarchas son la forma más antigua de la poesía romántica que se conoce. Plantean siempre el sufrimiento por la ausencia del habib (amado) desde la voz de una mujer y están escritas en un castellano arcaico. Por ejemplo, «¡Tant' amare, habib, / tant amare! / Enfermeron olios nidios, /e dolen tan male» («¡Tanto amar, tanto amar, amado, tanto amar! Enfermaron [mis] ojos brillantes y duelen tanto»).
En el siglo XIV, en el Renacimiento de fines de la Edad Media, aparece el concepto de cortesana, como evolución feminizada de la palabra cortigiano (palaciego), continuando el legado de las antiguas hetarias que ya estaban presentes en Grecia y en Roma. Por ejemplo, la Afrodita de Cnido de Praxíteles fue inspirada en la hetaria Friné, su amante.
Las cortesanas eran de las pocas mujeres que podían compartir espacios con nobles, intelectuales y artistas. A pesar de que ellas eran mantenidas y exhibidas, a medida que su popularidad crecía también lo hacía su independencia económica. Pese a que actualmente las grandes cortesanas ya no existen, aún conservamos sus virtudes en lo que hoy son las celebridades: la belleza, la gracia, la fascinación, entre otras. Según Griffin, esta independencia fue lo que sirvió de modelo para que la visión feminista tomara la idea de que la paridad económica era posible. Según Simone de Beauvoir, las cortesanas crearon para sí mismas “una situación casi equivalente a la del hombre [...] libre en su comportamiento y conversación”, alcanzando “la más rara libertad intelectual”.
La figura de las cortesanas es muy notable, pero este colectivo era una excepción al lugar que ocuparon las mujeres durante siglos. Una mujer podía tener riquezas, pero casi nunca le pertenecían. Era raro que una mujer fuera económicamente independiente y en consecuencia, estaban controladas por aquellos que controlaban el dinero. Incluso entre las mujeres de clase alta, la educación era incompleta. Éstas últimas sabían bordar, cantar, tocar el piano o bailar, pero eran ajenas a la historia, a la literatura o a la política, temas reservados para los hombres de la familia. Para estas mujeres, los destinos eran muy pocos: ser institutriz, ingresar en un convento o prepararse para tener un marido.
Por supuesto, a través de los siglos de la historia europea, la gran mayoría de las mujeres tuvo que trabajar. Las familias campesinas dependían tanto del trabajo de las mujeres como el de los niños para ganarse la vida. Sus trabajos eran más bien domésticos, como lavar ropa, la costura, el tejido o el empleo en casas. La industria de la confección dio lugar a las grisettes (palabra que derivaba del uniforme gris que usaban) y que hasta el siglo XX también tuvo la acepción de “mujer fácil”.
El siglo XV, último siglo de la Edad Media occidental, es también el inicio de una era de represión (la caza de brujas por parte de la Inquisición). En 1478, en lo que fue la Inquisición Española, fueron muy numerosos los procesos iniciados por bigamia, algo frecuente en una sociedad en la que no existía el divorcio. En el caso de los hombres, la pena solía ser de cinco años de galeras y era un delito frecuente entre las mujeres. Los tribunales civiles también condenaron a la homosexualidad y otros delitos sexuales considerados por el derecho canónico como contra naturam, donde se incluía el bestialismo y el coito anal. Entre los delitos de bigamia o de brujería, nuevamente, las mujeres fueron confinadas hacia el interior de sus casas.
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