A lo largo de la historia, múltiples disciplinas han reflexionado sobre el concepto del nombre propio. La filosofía, la lógica, la antropología y los estudios etnográficos han aportado distintas perspectivas, mostrando que las elaboraciones sobre este tema incluso pueden derivarse de ciertos análisis lógicos.
En un principio, el nombre propio fue considerado principalmente desde su valor semántico, en línea con una visión epistémica propia de la Antigüedad y las lecturas naturalistas del lenguaje. Sin embargo, también se ha definido dentro de sistemas clasificatorios, como ocurre en ciertas elaboraciones antropológicas.
Curiosamente, el concepto de nombre propio está ausente en la obra de Freud y no aparece de forma consistente en los primeros desarrollos de Lacan, más allá de menciones esporádicas. No es hasta el seminario 9, “La identificación”, donde Lacan introduce un análisis detallado sobre este término. Antes de este seminario, el nombre propio se relacionaba más con el nombre común, acercándose a las ideas de Hegel.
El desafío que implica estudiar el nombre propio radica en su relación con el orden simbólico, ya que este término es esencialmente a-semántico. Esto lo hace intraducible, una característica que no puede subestimarse. Para Lacan, el nombre propio se comprende mejor cuando se separa de su carga semántica, circunscribiéndolo como una función asociada a la letra.
En “La identificación”, Lacan presenta un desarrollo innovador al tomar el concepto freudiano de rasgo unario y trasladarlo al registro de lo literal. De este modo, establece un vínculo entre la letra, el rasgo unario y el nombre propio, convirtiéndolo en un anclaje fundamental para el sujeto.
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