La irrupción de Jacques Lacan en el psicoanálisis francés no puede reducirse únicamente a su figura personal, sino que debe entenderse dentro de una discusión más amplia sobre el marco de la práctica analítica y la perspectiva epistémica que la sustenta. Por ello, no resulta sorprendente que su respuesta a la “excomunión” que sufrió en el medio psicoanalítico haya sido una revisión profunda de los fundamentos del psicoanálisis.
Como señalaba un colega recientemente, el Seminario 11 no trata simplemente de los conceptos fundamentales, como su título oficial sugiere, sino de los fundamentos mismos de la disciplina. Este matiz no es meramente semántico, sino que marca un desplazamiento clave en su propuesta teórica.
Lacan se propuso, en efecto, trabajar sobre las argumentaciones que sostienen la práctica analítica. Esto queda reflejado en su afirmación, recogida en el Seminario 13, acerca de “esa parte de nuestra praxis que se llama teoría”. Con ello, anuda de manera indisoluble la práctica con la conceptualización, haciendo posible la clínica como formalización de la experiencia analítica. Sin los conceptos que la sustentan, la clínica no podría sostenerse.
Desde esta perspectiva, la enseñanza de Lacan cobra valor en función de la posición que asume respecto a los fundamentos freudianos del psicoanálisis. Esto le permite, por un lado, definir el campo clínico del psicoanálisis diferenciándolo de la medicina, la psiquiatría y la psicología; y, por otro, delimitar los problemas propios de su práctica.
Este recorrido no hace sino devolver al centro del debate la subversión freudiana, a partir de las coordenadas de la palabra y el lenguaje. En su momento, estas dimensiones fueron relegadas en favor de lo imaginario, llevando a una psicologización de la práctica. La pregunta que resuena hoy es si estamos asistiendo a un abandono similar de la palabra, y en caso afirmativo, ¿en favor de qué?
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