viernes, 18 de agosto de 2017

Consideraciones sobre la toxicomanía.

Tomaré este fenómeno como paradigma de las adicciones aclarando que para el psicoanálisis el objeto es el sujeto y no la droga. De modo que, aunque se puedan establecer algunas generalizaciones, no hay que olvidar la singularidad del caso por caso. Darle categoría de objeto a la droga significa otorgarle un carácter de sustancia, lo cual deriva en la desaparición del sujeto que la consume. Eso es con lo que nos encontramos en aquellas consultas donde al analista se le demanda que saque de la droga, que se ocupe de su extracción.

"¡Haga que ella se aleje de mí, se lo suplico, es más fuerte que yo!”: decía un paciente que llegó al borde del suicidio por su adicción a la cocaína. La omnipotencia que le otorgaba a la droga alimentaba la negación de su relación con "ella". Pero hete aquí que "ella" también era la chica que lo volvía loco al exhibirse frente a él con otros hombres. No la podía dejar, entre otras cosas por el lugar que tenían los otros hombres en su propio fantasma. Ahí fue donde pudimos situar su verdadera adicción.


La droga como tal, o es un remedio o es un tóxico, ese es el anverso y el reverso de su función. Dicha suposición, que toma en cuenta al cuerpo como organismo, va a contrapelo de lo que el psicoanálisis nos enseña, que al ser marcado por el lenguaje el corte con el soma es irreversible.

"Soy adicto", "soy anoréxico", "soy alcohólico", son las formas en que, como si se tratase de un documento de identidad, se presentan estos jóvenes cuando acuden a la consulta. Y con la debida prudencia que requiere la intervención, el analista tiene que procurar desestructurar esa presentación.

"Adicto" es una nominación jurídico-social de la cual el “adicto" se apropia. Pero dicha apropiación conduce, dentro de ese marco, o al encierro o a que se lo conmine a realizar una "terapia".

En el último caso, la responsabilidad ética del analista supone promover la aparición de una demanda que lo implique desde la responsabilidad de sujeto. De lo contrario puede anticiparse el fracaso de esa derivación. Dicho de otro modo, solo se puede pensar una clínica psicoanalítica de las adicciones desde la transferencia.

En mi experiencia, y por el intercambio con otros colegas, establecer las condiciones de posibilidad de la transferencia analítica es lo más difícil en la dirección de la cura con estos pacientes. Lo usual es que establezcan transferencias pasionales con los semejantes con quienes comparten su adicción o con los suministradores. Las sesiones llegan a parecerse a los vomitorios romanos donde depositar el exceso, intento fallido de producir un vacío —condición necesaria para la aparición del efecto sujeto— que rápida e imperiosamente tiene que ser colmado con el tóxico. El resultado no es otro que la desaparición del sujeto.

EL CONTEXTO CULTURAL
En El malestar en la cultura Freud afirma que las razones de dicho malestar son estructurales, pues la pulsión de muerte lo motoriza más allá de la mera cuestión de época y el superyó funciona acotando la satisfacción pulsional. Su tesis establece una lógica cuya fórmula es: a mayor renuncia de la satisfacción pulsional, mayor es la ferocidad del superyó.

En ella Lacan lee que el superyó es el imperativo del goce, un imperativo que se presenta de diferentes maneras según la época y el ámbito cultural en que se está inmerso. Por ejemplo, nuestra época —que no es la de Freud— se caracteriza por el imperativo de consumir, y las distintas formas de consumir exponen el plus de goce que rige la época.

"Elegir" los infinitos objetos de consumo es la forma contemporánea del superyó que ordena gozar. Esos múltiples objetos de consumo (las drogas, los fármacos, los juguetes electrónicos, las bebidas alcohólicas, los alimentos, etc.) poseen, a la vez, un valor agregado de marca, que en el caso de los adolescentes otorga una ilusión de identidad equivalente a lo que en otras épocas, y en algunos grupos sociales, tienen las religiones, las tradiciones y las ideologías.

El Nombre del Padre como función se caracteriza, en la actualidad, por su volatilidad, pero no porque haya padres "ausentes", sino porque el Nombre del Padre se transmite, rigurosamente hablando, en el lugar del Otro. Es el Otro primordial quien trasmite esa función ligada al falo simbólico en el origen de la estructura.

El superyó que ordena gozar suple la carencia del Nombre del Padre, pero la consecuencia de esta suplencia se percibe en la prevalencia del goce en detrimento del deseo. La volatilidad del Nombre del Padre es homóloga a la fragilidad de la Ley. Si la Ley y el deseo son la cara y la contracara del orden fálico, se entiende por qué el imperio del goce va en desmedro del desea.

CLÍNICA DE LAS ADICCIONES
El par consumir-abstenerse, que forma parte de la conducta de los adictos, guarda relación con lo que Freud denominó neurosis actuales, aquellas que, por efecto de la abstinencia sexual, se caracterizan por una irrupción de angustia sin elaboración psíquica. Dichas neurosis no tienen la estructura del síntoma como formación del inconsciente y no establecen, en el análisis, la neurosis de transferencia, por lo tanto no son interpretables. Lo único que comparten con el síntoma es la cara real del goce, pero no la vertiente simbólica, la del sentido del enigma a descifrar.

Si el adicto es un ser segregado del lazo social, lo es en una doble vertiente: es segregado por el Otro y segrega al Otro porque no admite su determinación como Otro del significante. En estos casos el analista debe estar advertido de que él, en la transferencia, también está segregado. No va a ser demandado en el lugar de Sujeto supuesto Saber, ya que la única certeza del adicto es el saber sobre el goce y ese saber está de su lado. En ocasiones demanda que ese goce sea aprobado por el analista.

Un joven que buscaba mi complicidad en su relación con las drogas, el alcohol y los sedantes, trajo a la sesión el artículo que Freud presentara en la Sociedad de Psiquiatría acerca de los beneficios del uso de la cocaína en forma inyectable. Apelando al recurso del diálogo e intentando establecer un marco transferencial, le conté cómo siguió la historia de Freud con la cocaína, su temor a ser segregado por la sociedad científica cuando advirtió que no iba a ser reconocido por su contribución como médico, y cómo esa historia devino en el sueño de la monografía botánica que lo llevó a ser famoso como psicoanalista. Este "diálogo" propició una incipiente confianza y él pudo empezar a hablar de otras cuestiones que no estaban "contaminadas" por 'las sustancias que consumía. Mi apuesta era que él pudiera soñar. Decía que no tenía sueños porque casi no dormía, y no dormía por los efectos de la cocaína. Aunque se asustaba cada vez que salía de los estados maníacos, al mismo tiempo reivindicaba el goce de la euforia que la coca le producía. Esta alternancia dejaba un pequeño intersticio para el despliegue transferencial.

Abstenerse de consumir le producía tal grado de dolor, emocional y físico, que recurría a los sedantes, los cuales terminaban en el mismo circuito que la coca, o sea que se renovaba la repetición compulsiva.

Si los fenómenos de borde tienen la estructura de las neurosis actuales, provocadas por la abstinencia sexual, la relación entre la sexualidad y la toxicidad se halla en una afirmación de Freud: la masturbación es la adicción primordial sobre la cual se montan todas las otras. Pero la droga no es lo mismo que el tóxico. La hipnosis, que no es una droga, narcotiza, es tóxica, no produce ningún cambio de posición subjetiva, por eso Freud la abandona como camino de acceso a la "verdad" del inconciente.

La droga tiene una relación directa con el fenómeno del dolor, el cual se encuentra en el discurrir del discurso del adicto cuando de abstinencia se trata. El consumo de la droga adormece el dolor, lo anestesia y provoca un efecto alucinatorio de reencuentro con la satisfacción... de la primera vez.., hasta que el efecto tóxico desaparece y se vuelve al mismo circuito compulsivo de repetición.

Freud definió la alucinación como la satisfacción del deseo cuando hay vivencia de satisfacción, que reactiva la huella mnémica del primer objeto. Cuando el lenguaje opera en tanto simbólico, el estatuto del objeto pasa a ser mítico, siempre y cuando se produzca su caída, la que lo vuelve objeto perdido en forma definitiva. En las adicciones, el duelo que implica la caída de ese primer objeto es dolor continuo que sólo se aplaca con la droga como analgésico, ese "remedio" que, desde la depresión, produce un salto al vacío hacia una manía que colma.

En situaciones de dolor -por ejemplo de muelas, tal el caso que ofrece Freud -el narcicismo se repliega y toda la atención está concentrada en la zona dolorosa. Este tipo de dolor "narcisista" está más acá del principio del placer, o sea que es del goce, en ocasiones masoquista, de lo que se trata, y la sobredosis es efecto del empuje de la pulsión de muerte.

Entrada en los "agujeros negros", ese era el decir de una paciente cuyos dramas no lograban alcanzar esa verdad que para el ser hablante abreva en la falta constitutiva de la relación del sujeto con sus objetos. Ella no contaba con un fantasma que sostuviera la relación erótica con los objetos.

La equivalencia entre la abstinencia y el dolor no se remeda con la palabra. Donde no hay palabra, la pulsión se manifiesta bajo la forma del dolor. El cuerpo, desligado de las marcas significantes, entra en estado de urgencia en tanto soma.

La serie abstinencia-dependencia hace colapsar, en una intermitencia temporal, la estructura del narcicismo. Desfallecimiento-resurgimiento del narcisismo, a costa de la desaparición del sujeto del deseo. Por eso la adicción no es un síntoma, no es una respuesta al enigma del deseo del Otro cuya falta es indicativa de un saber que está excluido. La adicción es una respuesta, pero a la falta del deseo del Otro, ya que el Otro, para el sujeto, es un lleno de de goce incestuoso cuando no funciona la interdicción paterna.

En las adicciones severas, el sujeto no cuenta con el fantasma en su función deseante y la escena que se monta cuando se consume suple dicha ausencia. Cuando el sujeto cuenta con su fantasma, este produce una homeostasis en las condiciones del goce y no tiene que constituirlo cada vez. Pero cuando el síndrome de abstinencia apremia, urge el montaje de la escena que, vez por vez, comanda la toma de la sustancia aplacadora, restituyendo así el campo de lo imaginario que otorga al cuerpo que en la abstinencia se vive como desmembrado, una unificación.

EL ALCOHOLISMO: EL SENTIDO "COMÚN"
En la adolescencia, los cambios en lo real del cuerpo suelen dar imágenes de desmembramiento, ya sea bajo la forma de la hipocondría, de las torpezas en el espacio, de las vestimentas bizarras, del uso de neologismos, etc. Esto evidencia la inhibición para abordar al otro sexo.

Un modo o una moda habitual de atravesar la inhibición es el alcoholismo, sobre todo en el boliche: en la previa, en los recitales, en los encuentros colectivos, más aún si son anónimos, donde -el factor mirada (paranoide) estás juego.

Una joven que debutó con el alcohol durante el viaje de egresados, relata su adicción. Estudiante brillante, la "hija más sana de los cuatro", eso es lo que subrayan los padres en la primera entrevista, aunque no saben por qué ella pide una consulta con un analista, "si no tiene problemas”.

Todo empezó la primera noche en el boliche, cuando se dio cuenta de que era la única que no tomaba y que iba quedando por fuera del conjunto de sus amigos y participantes del "ritual", todos muy divertidos y jocosos. Lo insoportable del aislamiento la llevó a tomar unos tragos que terminaron en vómitos y descomposturas, por lo cual tuvo que ser asistida por sus compañeros, quienes la felicitaron por su debut en el mundo del alcohol, bienvenida al "sexo, droga y rock'n roll”.

Al principio tornaba solo los fines de semana, cuando salía con sus amigos. Paulatinamente fue recurriendo, por las noches, al bar del living de su casa, donde había un grill surtido de bebidas espirituosas. Asustada por su compulsión a tomar y sin poder encontrar un freno, le cuenta a la madre -que toma alcohol (solo los fines de semana) y que no puede parar de hacerlo. La respuesta de la madre no fue la que ella esperaba, pues muy despreocupada le dijo que tomar un poco no le hace mal a nadie. Esta respuesta intensificó su alcoholismo y fue lo que la llevó a pedir un análisis.

En las primeras entrevistas relata su enojo y furia con los padres, cómo puede ser que no se dan cuenta de que ella tiene una adicción. Este reproche se convierte en enigma cuando, en una de sus incursiones nocturnas por el bar de la casa, encuentra a su padre tomando ginebra directamente de la botella. En la familia todos lo sabían, conocían el alcoholismo del padre y los tratamientos que hizo, incluido el de "alcohólicos anónimos". Es en el análisis donde surge la angustia por la negación de ella, que tenía la función de sostener al padre en el lugar del Ideal, como así también el lugar de ella en tanto Ideal —ya dije que era una especie de chica diez.

Decidió hablar con el padre, contarle sobre su propio alcoholismo y proponerle un pacto de abstinencia. Ella lo pudo cumplir, el padre no. Pero lo importante de este episodio es que devino en la construcción de la novela familiar, con una posición nueva respecto del saber, de ese saber del cual no disponía por tener que sostener los ideales de esa familia.

El pasaje por el alcoholismo fue simultáneo con su iniciación sexual, la cual le resultó, según dijo, inocua. "Todo bien", pero no sentía nada. Nada de nada. Tampoco se enamoró de nadie. Fue a partir de algunos sueños transferenciales que pudo construir un fantasma que le permitió el abordaje del otro sexo por la vía pulsional, no por la narcisista. Sus condiciones de goce cambiaron cuando dejó de ser la chica diez.

En este caso, la adicción al alcohol tenía la estructura del acting, en ocasiones del pasaje al acto. Modo singular que para esta joven marcó su entrada en la adolescencia.

Así como el acting está emparentado con las resistencias en la dirección de una cura, su manifestación en la vida cotidiana de los adolescentes es también resistencia a la intrusión del Otro, que por ser leído como goce del Otro, es rechazado bajo la forma de la mostración que todo acting conlleva. Es un llamado al Otro, a constatar su soporte a la metamorfosis que la pubertad significa.


Fuente: Silvia Waisztein, "Los 3 tiempos del despertar sexual", Capítulo 5.

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