Desde el esquema lambda Lacan articula la función y la posición del analista con relación al Otro del sujeto. A partir de lo cual se embarca en un trabajo decidido en orden a separar al analista de quien lo encarna.
El analista es una función asociada al concepto mismo de inconsciente. Cuestión que implica que forma parte del forma parte del concepto de inconsciente, precisamente en la medida en la cual el analista es aquello a lo cual el inconsciente se dirige.
Entendido en este sentido, el inconsciente conlleva una pregunta que va dirigida a Otro, más allá de su encarnadura, y esta pregunta debe ser evaluada más allá de una respuesta posible.
El analista, su función, se instituye precisamente con relación a este Otro, cuestión que no implica que le esté habilitado responder desde ahí. Que el analista ocupe el lugar del Otro, caracteriza ese campo de la comunicación humana, por la cual se sostiene que el emisor recibe del receptor su propio mensaje en forma invertida.
Esto significa que la existencia y el sentido del mensaje dependen de quien lo sanciona y no de quien lo emite. Lacan entonces puede plantear que el analista detenta ese poder discrecional del oyente, lo sostiene, lo acoge y lo pone a funcionar, pero no hace uso de él.
Por esto el analista se presta a jugar el papel del Otro en el dispositivo analítico, sin que eso signifique que vaya a ocupar dicho lugar, limitación que enmarca el campo propio de la ética del psicoanálisis.
Tampoco es criterio, patrón ni medida
Anteriormente marcamos la distancia entre la función del analista, su posición, incluso su presencia en la cura, en la transferencia, respecto de la persona que encarna esa función.
Lacan lleva hasta las últimas consecuencias esta diferencia, precisamente porque pudo leer, en el contexto del inicio de su enseñanza pública, las consecuencias clínicas que conlleva en la cura una lectura que no mantuvo separadas ambas dimensiones.
El foco de su crítica fue aquella perspectiva por la cual el analista es llevado a ocupar un lugar en el eje imaginario posicionándose entonces respecto del moi del sujeto. Se trataba de una lectura, criticada por Lacan, que centraba la cura en lo que se denominó la esfera libre de conflicto del yo.
Situar al analista en la dimensión de lo imaginario es solidaria de un concepto de la cura que propende o se dirige hacia el acceso a alguna forma de complementariedad, el hallazgo de un objeto complementario o alguna función de síntesis. Por eso esta perspectiva es solidaria de lo imaginario y, por ende, desatiende la posición del sujeto, se dirige esencialmente al moi.
Por esto, si el analista se orienta a intervenir en esa dirección, se instituye como aquel término al cual el sujeto debiera identificarse al final del análisis. Tomado desde esta lectura el analista pasa a encarnar una medida de la realidad, un criterio a partir del cual el sujeto obtendría, a la salida del análisis, una perspectiva de la vida más acorde a la “realidad”.
De lo cual subyace que esté concepto de la posición del analista implica la suposición de que la neurosis es una lectura “errónea” de la realidad, y plantear que hay una lectura errónea es suponer que hay una que fuese verdadera, en el sentido de estar libre del malentendido.
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