sábado, 3 de mayo de 2025

El nombre del padre: más allá de la imagen y la autoridad

Si se lee directamente la obra de Lacan, sin recurrir a las explicaciones más difundidas, se advierte la importancia de no confundir el significante Nombre del Padre (NP) con una representación imaginaria del padre, sea cual sea su forma. La idea de que lo imaginario debe evitarse a toda costa y que, para ello, es necesario un líder fuerte que se imponga, es precisamente lo que la metáfora paterna impide afirmar. Desde el inicio, el NP es un significante, no el padre de carne y hueso que amenaza, protege o es moralmente valorado.

Una enseñanza clave que deja la conceptualización de la metáfora paterna es que la función fálica no opera porque haya existido un "Gran Padre eficaz". Creer eso lleva a la idea de que la humanidad está condenada a buscar eternamente a un líder supremo que la gobierne. Sin embargo, el psicoanálisis no concluye que lo mejor sea encontrar a alguien digno de ser seguido, aunque esta cuestión no excluye las razones políticas que llevan a hacerlo; más bien, invita a reflexionar sobre ello.

Reconocer que el NP es un significante y no un escudo de familia representa un hito en la historia del pensamiento. La formulación de la metáfora paterna, hecha por Lacan a partir del Complejo de Edipo freudiano, permite comprender la función esencial de este: la capacidad de hacer metáforas. Es precisamente esta operación la que posibilita la salida de la paranoia y del pensamiento rígido que, en su extremo, desemboca tanto en el asesinato como en la obsesión por hallar un Gran Padre a quien seguir hasta la muerte.

En este sentido, tanto "padre" como "falo" son significantes. Así como el padre no es simplemente el jefe de familia, el falo no se reduce a una referencia anatómica. Desde la perspectiva del psicoanálisis, la metáfora paterna enseña el funcionamiento puramente discursivo del significante del padre (NP). En esta lógica, la función del Nombre del Padre radica en ocupar un lugar vacío: el del Deseo de la Madre (DM), que, en sí mismo, es innombrable. Su esencia radica en que es un deseo de nada que pueda ser completamente nombrado.

Por ello, no es lo mismo servirse del Nombre del Padre que servirse del padre. Esta distinción es clave para comprender la ilusión de aquellos que creen que, eliminado un líder, desaparece el poder. La diferencia entre ley social o positiva y ley del lenguaje también es crucial: sobre esta última no se puede legislar, ya que no es establecida por ningún padre. Stalin ya lo señalaba al afirmar que el lenguaje no es una superestructura; no podemos modificar el lenguaje de la misma forma en que cambiamos una ley social.

Del mismo modo, el Complejo de Edipo no es una superestructura ni un epifenómeno de procesos culturales, ni el psicoanálisis es una rama de la antropología. Los mitos tampoco son meras construcciones superestructurales. En este sentido, el Edipo (y no solo la metáfora paterna) no es algo de lo que se pueda salir como si se tratara de una dictadura neoliberal. Y, si bien un régimen económico neoliberal puede funcionar hoy en clave dictatorial —sin necesidad de botas, con el simple control del voto electrónico—, el funcionamiento del discurso es ineludible.

Podemos librarnos de los gobernantes que tenemos —sean niños bien, empresarios corruptos o burócratas incompetentes—, pero no de la necesidad de funcionar discursivamente dentro de la sociedad. Para ello, es indispensable articular significantes que permitan lidiar con aquello inaccesible que es el Deseo de la Madre (DM). En este sentido, aunque nadie está obligado a soportar el gobierno de un líder incapaz, sí lo está a hablar con sus semejantes —hermanos, compañeros, conciudadanos— para no quedar reducido a la nada o convertido en un mero adorno de mamá o papá, lo cual, al final, es lo mismo.

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