La castración imaginaria se refiere a la pérdida que se inscribe en el registro imaginario, es decir, en la relación especular del sujeto con su imagen corporal. Esta pérdida tiene que ver con una escisión o fractura en la completud de la imagen, que se introduce cuando el niño advierte que no es todo para la madre, y que su cuerpo no es autosuficiente ni pleno.
Esta dimensión está ligada a lo que Lacan llama el Ideal del yo (I(a)) y a la alienación en la imagen del otro durante el estadio del espejo. La castración imaginaria implica una ruptura narcisista, una experiencia de carencia en el plano del yo, muchas veces ligada a la angustia de no coincidir con la imagen idealizada de sí mismo.
Las inhibiciones, en términos freudianos y lacanianos, suelen estar relacionadas con impedimentos en la acción, que tienen su raíz en una identificación rígida o fallida con el Ideal del yo. Es decir, el sujeto no se permite hacer algo porque teme perder su lugar en la imagen que sostiene de sí mismo o que cree que sostiene el Otro sobre él.
Entonces:
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La castración imaginaria permite desalojar esa completud imaginaria que sostiene al sujeto en una posición inhibida.
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Cuando el –φ se inscribe simbólicamente, puede descompletarse el Ideal del yo, lo cual abre paso a una desidentificación con esa imagen rígida y permite una mayor movilidad subjetiva.
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Así, la cura de las inhibiciones está asociada a la aceptación de la castración (como falta estructural), tanto en lo imaginario como en lo simbólico.
En un tratamiento psicoanalítico, un punto clave es permitir al sujeto desidealizar su imagen de sí, atravesar el narcisismo y hacer lugar a la falta. Esto implica que el sujeto pueda situarse no como un todo autosuficiente, sino como marcado por una carencia que lo vuelve deseante.
Esa operación es la que permite, por ejemplo, liberar la acción inhibida, ya que el sujeto ya no necesita sostener una imagen perfecta o plena, sino que puede asumir su incompletud y operar desde allí.
Un caso
Un paciente varón, adulto joven, acude a análisis por una intensa inhibición al hablar en público. Se desempeña como profesional en un ámbito que requiere presentaciones orales, pero ante estas situaciones experimenta sudoración, taquicardia, confusión mental e incluso evita promociones o ascensos que impliquen mayor visibilidad.
Desde las primeras entrevistas se desprende una autoimagen muy exigente: el paciente se describe como alguien que "debe hacerlo todo bien", "sin titubeos", "con solvencia absoluta". Además, recuerda que en su infancia el padre tenía una actitud muy crítica frente a cualquier signo de “debilidad” o “torpeza”. Su madre, en cambio, lo alentaba a destacar, a ser el "orgullo de la familia".
Este paciente se identifica a un Ideal del yo rígido que no tolera fallas ni titubeos, sostenido por una fantasía de completud imaginaria: ser perfecto, sin fisuras, siempre en control. Esta identificación imaginaria se anuda al lugar del Otro parental (la mirada del padre y el deseo de la madre), lo que refuerza una autoexigencia narcisista y la represión de cualquier signo de "falla".
Esta lógica imaginaria bloquea la acción, porque equivocarse o no saber qué decir se viviría como una catástrofe narcisista: una caída desde la imagen ideal.
En la cura, se empieza a trabajar el modo en que esa imagen se construyó como respuesta al deseo parental, y cómo funciona como defensa contra una castración no tramitada.
En la medida en que el paciente comienza a articular su inhibición con su posición en el deseo del Otro (lo que se esperaba de él, cómo debía ser para sostener el amor del Otro), se abre la posibilidad de inscribir el significante de la falta –φ: no hay completud en el Otro, y por ende no hay imagen perfecta que sostenga el deseo.
Este reconocimiento permite desidealizar la imagen del yo, aceptar la posibilidad del error, del vacío, del "no saber", sin que eso implique una caída en el abandono o el desamor.
Al descompletarse ese Ideal, se empieza a observar que el paciente puede hablar en público con mayor fluidez, incluso cuando se equivoca. Ya no se trata de “hacerlo perfecto”, sino de poder sostenerse en el acto mismo de hablar, aún con sus vacíos, sus lapsus, su contingencia.
La inhibición comienza a ceder porque ya no está encadenada a una imagen imposible. La aceptación de la falta (castración simbólica), sostenida por el trabajo sobre la fractura narcisista (castración imaginaria), libera la acción.
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