Freud advierte: “Sabemos muy bien que con estos ejemplos tomados de la patología no hemos agotado la esencia de la identificación…”. Esta afirmación debe entenderse dentro del marco en el que la identificación es pensada desde dos ejes centrales: su papel en la formación del síntoma y su relación con el objeto.
Particularmente en el caso de la identificación primaria, esta esencia del concepto —su opacidad y la dificultad para ser representada— se vuelve especialmente evidente. Dos aspectos clave emergen aquí: su dependencia del mito del asesinato primordial y el carácter enigmático que conserva incluso en su formulación teórica. En este sentido, podríamos decir que lo inimaginable de la identificación primaria está vinculado a lo que no puede representarse en el origen mismo: la figura del padre primordial.
El mito de la horda, como señaló Lacan, funciona precisamente como una respuesta a esta imposibilidad estructural. Desde esta perspectiva, puede afirmarse que la noción freudiana de identificación primaria configura un primer litoral, una frontera móvil y no rígida, entre lo real y lo simbólico. Este borde delimita un campo donde lo susceptible de ser simbolizado —y por tanto, de cristalizarse en un síntoma— se diferencia de lo que retorna desde la represión primaria bajo la forma de afectos o manifestaciones corporales.
Un indicio temprano de esta problemática aparece en el Manuscrito L, adjunto a la carta 61 del 2 de mayo de 1897. Allí, en el contexto de su reflexión sobre la “arquitectura de la histeria”, Freud se pregunta por las relaciones entre fantasías y escenas originarias, afirmando: “El hecho de la identificación admite, quizás, ser tomado literalmente”.
Esta observación resulta especialmente sugestiva a la luz de la posterior elaboración lacaniana, pues sin formularlo directamente, Freud parece ya vincular la identificación a la letra, es decir, al punto de borde donde lo simbólico roza lo real.
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