La cuestión del Uno ha sido, a lo largo de los siglos, una de las grandes interrogaciones que atravesó los distintos ámbitos del pensamiento: desde la metafísica a la teología, de la aritmética a la política, pasando, por supuesto, por la clínica psicoanalítica. No es posible reducir su alcance a una única disciplina porque el Uno, en última instancia, concierne al lenguaje mismo. Su estatuto no puede resolverse en una ontología ni en una lógica cerrada; lo que verdaderamente importa es la posición que se asume ante su imposibilidad.
Pero ¿qué es el Uno? En una primera aproximación, podría pensarse como el elemento que funda la serie, lo primero, lo originario. Desde la lógica, el Uno es aquello que se cuenta como uno, en tanto se distingue, se separa, se nombra. No hay Uno sin acto de contar. Por eso, Lacan dirá que el Uno es efecto de una marca, de una repetición, no una esencia ni un ente indivisible. En ese sentido, el Uno no preexiste al significante, sino que emerge con él.
Este Uno no es el de la totalidad, ni el de la armonía cósmica, ni el del misticismo de la fusión. Al contrario: es una marca que corta, que introduce la diferencia. El Uno lacaniano no garantiza ninguna relación, ni siquiera consigo mismo. No hay “relación del Uno con el Uno”, no hay autocompletud. En su modalidad más radical, el Uno goza solo, separado, fuera de toda lógica del vínculo.
Desde la perspectiva clínica, este Uno se manifiesta como goce solitario, como modalidad de satisfacción cerrada sobre sí, sin dialéctica con el Otro. Su presencia pone en jaque cualquier ideal de complementariedad o síntesis. Es en este punto donde el psicoanálisis se distancia de toda ética del Bien: porque no hay un Uno que reúna a los sujetos, sino una soledad estructural que se anuda de modos singulares.
La enseñanza pública de Lacan puede leerse, desde este ángulo, como una respuesta política —y por lo tanto clínica— al problema del Uno. En este sentido, no estamos tan lejos de los desafíos que atravesaban a Europa en la posguerra. Han cambiado los términos, sin duda, pero el problema del Uno persiste, transformado, en el corazón del discurso contemporáneo.
Siguiendo la vía abierta por Freud, Lacan se dedica a demostrar la imposibilidad del Uno como unificación, como consistencia plena. El sujeto, subvertido por el significante, está estructuralmente separado de cualquier ideal de unidad. Es en la praxis del deseo donde se manifiesta —y se encarna— esa imposibilidad.
Apoyándose en el pensamiento lógico de Frege y empalmando con las consecuencias del teorema de incompletud de Gödel, Lacan avanza, especialmente entre los seminarios 18 y 20, hacia una formalización del Uno que no busca colmar el todo, sino reconocer su carácter contingente, pulsional, opaco. Es allí donde introduce la célebre formulación: “Hay de lo Uno”.
Este Uno no remite ni a la totalidad ni a la fusión, aunque estas ilusiones siempre acechan al sujeto. Se trata, más bien, de señalar que, dado que por el lenguaje existe el Uno —el significante Uno, la marca—, eso no garantiza ni autoriza el acceso al Dos. En otras palabras: la existencia del Uno no implica relación.
Para articular esta problemática, Lacan parte de la oposición entre el 0 y el 1, una diferencia mínima pero decisiva que le permite pensar la coexistencia de dos campos de goce. Campos que no se definen por la diferencia sexual biológica, sino por la forma de inscripción del sujeto frente a la castración.
Desde esta perspectiva, puede sostenerse —como hipótesis de trabajo— que la respuesta al problema del Uno es política: porque implica una posición frente a la castración, frente a la falta estructural, frente a la no relación. Lo político aquí no es lo ideológico ni lo estatal, sino la decisión ética de no hacer del Uno un refugio imaginario, sino de alojar su imposibilidad y trabajar con ella.
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