Entada confeccionada con las notas de la conferencia de la ponencia de Vanesa Starasilis del "II Congreso. XIII Jornadas Institucionales - Trauma, Duelo y Depresión" de Fernando Ulloa - noviembre 2025.
Los llamados “vínculos tóxicos” suelen describirse desde la cultura popular en términos de manipulación, dependencia afectiva o violencia emocional. Sin embargo, desde una lectura psicoanalítica, estas manifestaciones remiten a algo más fundamental: una forma particular de relación con el otro, sostenida por un modo de goce que rechaza la falta y una certeza superyoica que empuja a la impulsión.
Un vínculo tóxico se caracteriza por una apuesta a la unidad, a la ilusión de completud con el otro. Allí donde el lazo amoroso admite la diferencia y la separación, el vínculo tóxico se organiza como un intento de suturar la falta estructural del sujeto. Se trata de un tipo de goce que busca abolir la castración: un goce desmedido, ruinoso, orientado a constituir una unidad imaginaria sostenida por la negación de la alteridad.
Lacan sitúa la emergencia del semejante en el drama de los celos infantiles: la llegada de un hermano hace existir al otro como una unidad temible. El niño percibe en ese semejante una totalidad que amenaza con fragmentarlo; de allí surge el núcleo normal de los celos.
Para que la alteridad funcione, este otro debe tener tres características:
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Ser separado del sujeto.
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Ser cesible, es decir, susceptible de pérdida.
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Representar una unidad imaginaria que, aun ilusoria, introduce un resto que estructura el vínculo.
Los celos dejan de ser un efecto estructurante y pasan a adquirir un carácter casi delirante. Incluso en sujetos neuróticos, estos celos presentan un núcleo de certeza inquebrantable: todo signo de goce por fuera de la pareja es interpretado como traición.
La pregunta que se impone es: ¿de dónde proviene esa certeza?
Freud, en El yo y el ello, plantea tres vías por las cuales el contenido del ello puede llegar al yo:
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la vía del inconsciente, donde la pulsión está articulada por el deseo;
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la vía directa, que produce impulsiones sin texto (atracones, acting impulsivo);
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y la vía superyoica, que es la que aquí interesa.
La hipótesis es que en los vínculos tóxicos la impulsividad —mensajes compulsivos, invasión del espacio privado del otro, estallidos afectivos o incluso violencia— no proviene de una pulsión sin sentido, sino del superyó. Hay un texto, una frase, una certeza que organiza el acto.
El superyó aporta una convicción férrea, una voz que afirma sin dudas: “me engaña”, “me miente”, “prefiere a otra persona”. Esa certeza no se deduce de hechos, sino de la aparición de lo alter en el otro: cualquier gesto inesperado, cualquier signo de un goce que no sea compartido, se vuelve prueba.
Un ejemplo clínico ilustra este punto: una paciente que ingiere un blíster de ansiolíticos luego de que su novio —que vive en otra ciudad— le dice que no viajará ese fin de semana. No quería morir; quería “acallar la voz”. ¿Cuál? La del superyó que le decía: “Es mentira. Va a ver a la otra, la que le pone likes”.
La certeza proviene del superyó, no de la percepción.
Impulsión y lectura clínica
A diferencia de las impulsiones directas, sin texto, las que pasan por el superyó sí dejan una letra. Algo que se puede leer y trabajar en análisis. En el caso citado, la analista recorta la frase significante: “el otro es mejor”, eco de una comparación paterna que la paciente escuchó durante la infancia.
Allí se abre una vía clínica: no se trata de combatir la impulsividad buscando inhibición, sino de interpretar el borde significante que sostiene la certeza. El trabajo apunta a reintroducir la falta: abrir una hiancia donde pueda alojarse la incertidumbre respecto del otro. Porque lo que se intenta negar, mediante la certeza y el acto, es justamente esto: que el otro siempre escapa, siempre desconcierta, siempre implica un punto opaco.
Los celos tóxicos, con su núcleo de certeza y sus actos pasionales, son modos de evitar la incertidumbre que el otro introduce. La clínica consiste en reinstalar esa brecha: hacer lugar a la falta, para que aparezca aquello que el vínculo tóxico intenta tapar con desesperación.
Ese punto irreductible es la soledad estructural del sujeto, una soledad que ningún otro —por amado que sea— puede abolir.
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