1. Introducción
En Inhibición, síntoma y angustia (1926), Freud reformula su teoría del afecto, desplazando la angustia del registro pulsional al registro estructural del yo. Ya no se trata de una transformación directa de la libido, sino de una señal del yo ante el peligro: una advertencia frente a la pérdida de un objeto, del amor o de la integridad narcisista.
Freud distingue distintos tipos de peligro:
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Pérdida del objeto amado, origen del duelo y de la melancolía.
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Pérdida del amor del Otro, que activa la angustia moral.
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Pérdida de parte del cuerpo o de su integridad, en la castración.
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Pérdida del propio yo, que aparece en los cuadros psicóticos o ante la amenaza de la muerte.
En este punto, la angustia ante la muerte no se explica por el instinto de conservación, sino por la posición de desamparo (Hilflosigkeit): la pérdida de un sostén simbólico que asegure el sentido de la vida. Freud mismo reconoce que “la muerte propia no puede ser representada”, lo que deja al yo frente a un agujero en la trama de significaciones.
En este sentido:
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El miedo se refiere a un objeto identificable.
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La angustia surge cuando ese objeto falta, pero se siente su inminencia.
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El horror aparece cuando el objeto irrumpe, cuando el velo simbólico se cae y el goce del cuerpo se vuelve presente.
La angustia ante la muerte, entonces, no es miedo a dejar de existir, sino el estremecimiento ante la proximidad de lo real del cuerpo —lo que no puede simbolizarse ni decirse—. Es el punto donde el sujeto queda reducido a su pura existencia pulsional.
En cuanto al horror, este aparece ante la irrupción del objeto objeto, cuando el velo simbólico se cae y el goce del cuerpo se presentifica, que deriva en un tipo de experiencia que excede la angustia y el miedo: es el momento en que el sujeto queda confrontado con la materialidad del cuerpo, con lo real pulsional sin mediación, y esto convoca fantasías muy específicas, muchas de ellas descritas ya por Freud.
Estas fantasías son expresiones imaginarias de lo real del cuerpo, y se vuelven particularmente intensas cuando la enfermedad afecta la integridad corporal (metástasis óseas, amputaciones, tumores visibles, deterioro progresivo). En términos lacanianos, es la irrupción del goce del cuerpo por fuera del significante, un retorno de lo imaginario en su forma más cruda.
También pueden aparecer las fantasías siniestras freudianas: lo familiar vuelto extraño. En Lo siniestro (1919), Freud identifica algunos núcleos fantasmáticos típicos que retornan cuando lo reprimido emerge sin velo. Muchos se actualizan clínicamente ante la proximidad de la muerte:
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La duplicación o desdoblamiento del yo (“no me reconozco”, “hay otro dentro de mí”).
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La animación de lo inanimado (prótesis, máquinas de soporte vital, respiradores).
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La inquietante presencia del propio cuerpo como objeto (mirarse y no reconocerse, sentir lo propio como extraño).
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La fantasía de ser observado por una presencia invisible, ligada a la caída de la consistencia del yo.
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El retorno de pensamientos mágicos (“si pienso esto, algo malo ocurrirá”).
Estas no son meras alucinaciones: son modos en que el sujeto intenta reintroducir representaciones allí donde irrumpe lo real.
El horror no es la muerte, sino el desbordamiento del límite yoico, la pérdida de la forma del cuerpo imaginario que sostenía la identidad. En términos lacanianos: el sujeto siente la proximidad del objeto a, no como falta, sino como presencia invasiva.
Aquí se anuda muy bien la noción de Green de presencia ausente: el sujeto experimenta que la libido se ha retirado del cuerpo, pero la vida biológica continúa.
En pacientes que atraviesan un duelo anticipatorio, también pueden emerger fantasías del orden del retorno de objetos perdidos, como la presencia de personas fallecidas, sensaciones de que alguien lo llama del “otro lado”, impresión de que el propio cuerpo se acerca a reunirse con el objeto perdido.
Clave clínica: Todas estas fantasías que se activan en el horror no son delirios ni meras distorsiones cognitivas. Son defensas imaginarias ante la irrupción de lo real del cuerpo, de la muerte, del goce y de la pérdida de la consistencia yoica.
La tarea del analista en estos casos no es desmentirlas, ni normalizarlas, ni interpretarlas como símbolos, sino acompañar al sujeto en su función, permitiendo que tengan un lugar de palabra para mitigar la intrusión de lo real.
El duelo anticipatorio designa el proceso psíquico mediante el cual el sujeto comienza a elaborar la pérdida antes de que esta se concrete. En el contexto de la enfermedad terminal, el paciente —y a menudo también sus allegados— atraviesa una experiencia de pérdida progresiva: del cuerpo funcional, de las capacidades, de la autonomía, de los lazos imaginarios que sostenían su identidad.
Desde la perspectiva freudiana (Duelo y melancolía, 1917), el trabajo de duelo implica una retirada de las investiduras libidinales del objeto perdido. En el duelo anticipatorio, esa retirada se vuelve parcial, vacilante: el sujeto oscila entre aferrarse al objeto y comenzar a desprenderse. La confrontación con la muerte introduce una temporalidad particular —ni presente ni futura— en la que el sujeto se enfrenta a su propia desaparición simbólica.
Lacan, en el Seminario 10, permite pensar este proceso no solo como una pérdida de objeto, sino como un encuentro con lo real del cuerpo, aquello que resiste a la simbolización. En el límite de la vida, el sujeto se confronta con el goce que no se puede ceder: la angustia señala ese punto de exceso donde el significante no alcanza para sostener la experiencia.
El duelo anticipatorio es, por tanto, una forma de ensayo subjetivo de la finitud. No se trata de aceptar la muerte —como pretende la psicología adaptativa—, sino de dar lugar a una elaboración que permita introducir la muerte en el campo del sentido sin negarla como real.
André Green, en su lectura postfreudiana, introduce la noción de “presencia ausente” para describir la experiencia de la pérdida y la melancolía. La pulsión de muerte, según Green, no remite a una tendencia biológica, sino a un proceso de desligazón psíquica: la energía ya no circula entre representaciones, sino que se congela, se apaga. El sujeto, en ese estado, no está muerto, pero no puede investir la vida.
La “presencia ausente” define esa forma de vida suspendida: el cuerpo está ahí, pero sin significación; el Otro está presente, pero no sostiene. En el contexto de la enfermedad terminal, esta noción es crucial para comprender el modo en que la pulsión de muerte se manifiesta no como destrucción, sino como desconexión del lazo libidinal con el mundo.
Para André Green, este trabajo se juega entre la ligazón y la desligazón pulsional: cuando el sujeto puede investir la pérdida —hablarla, representarla, darle lugar en el lazo—, la energía libidinal sigue circulando; cuando no, se produce la “presencia ausente”, una suerte de vida suspendida, donde el sujeto se apaga antes de morir.
Así, la confrontación con la finitud no equivale a una mera anticipación del fin biológico, sino a una reconfiguración del lazo con el deseo: el sujeto se pregunta qué de sí mismo quiere mantener vivo hasta el último instante, qué resto de palabra, de gesto o de amor puede aún transmitirse.
El trabajo clínico ante el morir coloca al analista en una posición delicada: debe acoger la angustia sin precipitarla ni intentar sofocarla. El analista no interpreta la muerte —porque no hay significante para ella—, sino que sostiene la transferencia como punto de anclaje frente a lo real. Su presencia permite que el sujeto no quede solo frente a la ausencia del Otro.
Pero también el analista se confronta con su propia angustia: la del límite de su saber y la del contacto con la finitud. Solo puede sostener su función si acepta no ocupar el lugar del que “sabe” o del que “salva”, sino del que se deja afectar sin identificarse.
La angustia de muerte del paciente suele poner en juego lo más real del dispositivo analítico —aquello sin velo, sin sentido, que se experimenta como un borde del significante. Frente a esa irrupción del real del cuerpo, el analista no está exento de movimientos defensivos. Tal como advertía Lacan, el analista no trabaja desde un lugar “neutral”, sino desde una posición ética que exige hacerse cargo de su propio real.
Cuando la angustia del paciente toca lo real –el riesgo de muerte, un diagnóstico grave, el deterioro corporal, el horror pulsional– el analista puede responder (resistencialmente)de diversas maneras.
Hay resistencias que derivan en una franca apatía del lado del analista, evidente en la tendencia a cortar, desplazar o banalizar toda referencia directa del paciente a la muerte. El analista puede cambiar de tema; llevarlo hacia aspectos más “vivibles”, proponer lecturas simbólicas que alejen de lo concreto, incluso realizar derivaciones innecesarias a médicos cuando no hace falta. Al defenderse el analista de su propio Hilflosigkeit, el paciente puede quedarse solo frente a lo que justamente viene a poner en palabras; reforzando la experiencia de desamparo.
Otra forma más sutil de resistencia es cuando el analista se refugia produciendo demasiado sentido. Se trata de una resistencia por “sobre-interpretación”, interpretar en exceso y/o demasiado rápido; apelar a teorías como defensa (remitir todo a la castración, la pérdida, lo imaginario del cuerpo, etc.); hacer del significante un escudo frente al agujero real. La resistencia del analista, en este caso, está en levantar un velo simbólico para no quedar afectado por la angustia muda del paciente, al riesgo de obturar la experiencia del sujeto, impedir que la angustia se delimite en su singularidad y cerrar prematuramente la posibilidad de trabajo.
El analista también puede reaccionar parapetándose en un estilo técnico rígido, refugiándose en su propia técnica. Confunde abstinencia con indolencia, al decir de Fernando Ulloa. Los silencios demasiado austeros; un uso dogmático de conceptos (“esto es angustia señal”, “esto es duelo no tramitado”, etc.) y las apelaciones a la regla fundamental como si fuera una muralla. Aquí el el analista abandona su lugar de presencia afectiva, haciendo que el dispositivo se vuelve frío y el paciente queda sin sostén simbólico.
También existen riesgos que podemos catalogar de "empatía excesiva" por parte del analista, basado en la identificación con el sufrimiento del paciente, donde se presentifica un miedo compartido a la muerte; la angustia frente a la enfermedad del paciente; resonancias con duelos propios no elaborados e identificación con situaciones de vulnerabilidad corporal.
En este nivel de afectación, el analista puede realizar intervenciones demasiado cuidadosas; evitar tocar el punto crucial, incluso llegar a consensos imaginarios (“te entiendo perfectamente”, “es normal sentirse así”). Nuevamente, el riesgo es perder la posición analítica, porque el analista se vuelve “otro semejante” y no un operador del deseo.
Cuando angustia del paciente confronta al analista con lo que no puede simbolizarse totalmente, con lo que excede su saber, este último puede responde desde una defensa narcisista y colocarse en el lugar del "que sabe", dándole al paciente explicaciones que lo tranquilicen, respondiendo desde un saber supuesto absoluto o ubicarse como “el que guía” frente al caos.
En síntesis, la angustia del paciente puede tocar zonas inconscientes del analista, tales como temores infantiles propios (enfermedad, abandono, muerte de un otro amado); duelos sin elaborar; experiencias traumáticas previas, etc. y responder resistencialmente. El riesgo mayor está obturar la angustia en vez de alojarla.
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permitir que la angustia se nombre;
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no taponarla con sentido;
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sostener el vacío simbólico sin caer en el horror;
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ser presencia sin ser garantía.
El analista puede resistirse a esa posición porque no es cómoda. Tocar el real del sujeto toca también el propio real.
Las resistencias no son un obstáculo “moral” sino un dato de estructura: el analista está atravesado por el inconsciente y, por tanto, por defensas que pueden volverse activas en el dispositivo. Trabajarlas es parte del oficio del analista y no algo accesorio. Los dos pilares para hacerlo son: el análisis personal y la supervisión, tanto individual como colectiva.
El análisis del analista no es un requisito burocrático: es el lugar donde puede confrontarse con lo real que lo afecta.
En relación con la angustia de muerte del paciente, el análisis personal permite:
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Reconocer las propias zonas de Hilflosigkeit, experiencias de desamparo infantil o actual que puedan activarse frente al sufrimiento del paciente.
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Diferenciar el propio dolor del del paciente, evitando identificaciones imaginarias que confunden los lugares.
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Sostener la posición de no-saber sin refugiarse en la omnipotencia narcisista del “yo sé”.
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Poner a trabajar los duelos no elaborados, que pueden reactivarse ante pérdidas del paciente.
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Tolerar la angustia sin taponarla, operando como soporte simbólico sin convertirse en un objeto calmante.
Clave clínica: El análisis personal no busca “erradicar” las resistencias, sino hacerlas legibles para que no funcionen a espaldas del analista.
En la supervisión individual, el analista puede examinar con detalle qué fue lo que en la transferencia produjo su movimiento defensivo; cuál fue el momento exacto donde algo se evitó, se sobreinterpretó o se tapó; cómo operó el fantasma del analista en esa sesión; si hubo un exceso de sentido, una retirada o una intrusión; si se desplazó del lugar analítico hacia un rol imaginario (padre, amigo, guía, sacerdote).
El ojo clínico de un supervisor puede identificar la maniobra inconsciente del analista más rápidamente que él mismo.
Ahora bien, aunque supervisión grupal no reemplaza a la supervisión individual, aporta un tipo de elaboración específico e imposible por otras vías con múltiples beneficios. Uno de ellos es la multiplicidad de puntos de escucha, en tanto cada participante escucha desde su propia formación, estilo analítico, recorrido y síntomas.
Esto permite:
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detectar resonancias que el analista que presenta no percibió;
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nombrar movimientos contratransferenciales inadvertidos;
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enriquecer la lectura del caso sin caer en un único discurso de autoridad.
El grupo funciona como una red de significantes que amplía el campo de lectura, que además desmonta "los automatismos teóricos". En un grupo, es más difícil refugiarse en un único marco teórico. Esto descoloca y obliga al analista a revisar sus certezas. La supervisión colectiva expone al analista a la variedad de estilos, intervenciones y modos de sostener la angustia del paciente.
El analista muchas veces se avergüenza de mostrar sus vacilaciones, identificaciones y errores, pero si se atreve a asumir su propia humanidad, notará que el grupo ofrece una escena donde se normaliza el hecho de tener resistencias, se despatologizan los movimientos contratransferenciales y el enorme de valor del relato de otros analistas acerca de cómo atravesaron situaciones similares. Esa circulación discursiva permite que el analista deje de estar solo frente a su propio fantasma.
Finalmente, los grupos también sirven como contención para la angustia del analista. No solamente hablar del caso lo alivia la presión subjetiva, sino que el analista se siente acompañado en lo que carga con el sufrimiento del paciente. Ese sostén es ético: permite no actuar la contratransferencia en la sesión siguiente.
En conclusión, el analista puede trabajar sus resistencias en una triangulación dinámica:
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Análisis personal, donde trabaja con el propio inconsciente.
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Supervisión individual, que brinda precisión técnica y ética del caso.
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Supervisión colectiva, que contribuye al descentramiento, aporta múltiples miradas y permite elaboración comunitaria.
Estos tres espacios, además de la teoría, conforman la formación permanente del analista, indispensable para sostener la transferencia en situaciones donde el paciente toca el punto más crudo de la existencia: la muerte, la pérdida y el desamparo.
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