En la versión oficial del Seminario sobre la ética del psicoanálisis, la clase 23 lleva el sugerente título de “Las metas morales del psicoanálisis”. En este contexto, Lacan enfatiza la necesidad de diferenciar la práctica analítica de cualquier intento de orientación moral preestablecida. Su abordaje del goce, entendido como tributario de la pulsión y, por ende, de la experiencia moral, representa uno de los desarrollos más innovadores del seminario.
Uno de los puntos clave que Lacan introduce es la tensión entre el deseo y lo que denomina el “servicio de los bienes”, es decir, el ideal burgués de bienestar. Él mismo advierte sobre lo “arriesgado” de este planteo, ya que su propuesta es una ética centrada en el deseo, lo que implica necesariamente un distanciamiento de las concepciones tradicionales, vinculadas al registro del Amo y a normas morales predefinidas.
Este cuestionamiento conlleva una crítica directa a su propio contexto —y quizás también al nuestro—: considerar que la práctica analítica debe apuntar a una “normalización psicológica” equivale a moralizar el psicoanálisis. En su época, esta moralización se expresaba en la tendencia a privilegiar la genitalidad como norma, allí donde la castración imposibilita la complementariedad sexual.
Este ideal de una “felicidad sin sombras” es problematizado por Lacan, quien dirige su pensamiento desde la razón hacia lo opaco, desde el determinismo iluminista hacia lo real de la división del sujeto.
En este punto, su apoyo en Freud es claro. Freud señala que en el sujeto opera una instancia paradójica: el Superyó. Y su paradoja radica en que, cuanto más sacrificios se realizan en su nombre, más feroz se vuelve su exigencia.
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