Partiendo de su desarrollo sobre el Nombre del Padre, Lacan llega al problema del nombre propio en el sujeto, a partir de los límites y fronteras que encuentra en su teorización.
Desde el inicio, plantea que el nombre propio no es un significante, sino que debe entenderse desde el registro de la letra. Esto genera una paradoja en su relación con el Otro, entendido como sede del significante. Si el nombre propio no es un significante, no puede alojarse completamente en el Otro, pero al mismo tiempo lo necesita, ya que no hay nombre sin una "emisión nominante", como él la denomina. En ciertos momentos, Lacan también vincula esta operación nominante con un borramiento de la marca, sugiriendo que nombrar no solo implica una inscripción, sino también una sustracción.
Para abordar esta problemática, Lacan introduce la noción de trazo, que representa una dimensión del lenguaje que no se reduce a lo verbalizable. Aunque el nombre propio puede sonorizarse, esto no equivale a que sea plenamente decible.
Esta distinción abre una pregunta fundamental: ¿qué relación existe entre el nombre propio y la pulsión?
La respuesta se encuentra en la evolución misma del pensamiento de Lacan. A medida que avanza en la pluralización de los Nombres del Padre, también reconfigura su concepción del lenguaje, alejándose de una visión basada en la secuencia de significantes encadenados. En su lugar, introduce una lógica en la que el lenguaje funciona mediante cortes y discontinuidades.
Esta reformulación tiene dos efectos fundamentales:
- Lógico: rompe con la idea de una cadena de significantes homogénea y lineal.
- Topológico: el lenguaje se vincula con el trazo, que es discreto, contable y definido por el corte.
Así, Lacan no solo transforma la concepción del Nombre del Padre, sino que, en paralelo, redefine el estatuto del nombre propio, situándolo más allá del significante y dentro de la escritura del sujeto.
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