La operación del estadio del espejo requiere una apoyatura simbólica que le confiere su verdadero valor estructurante. Lejos de reducirse a la futilidad o apariencia de una imagen, es precisamente en esa articulación con lo simbólico que la imagen cobra valor libidinal.
Este valor se evidencia en el júbilo del niño al reconocerse en la imagen especular. No se trata de una mera identificación óptica: ese entusiasmo libidinal lo impulsa a trascender sus limitaciones motrices, anticipándose en una forma que aún no domina, pero que inaugura un modo de ser.
Es en este punto donde Lacan ofrece una de sus pocas referencias cronológicas explícitas: sitúa esta experiencia entre los seis y dieciocho meses de vida. Sin embargo, lo crucial no es el dato empírico, sino la coordenada lógica que se establece: el infans, en tanto aún no habla, pero ya está inmerso en el campo del lenguaje. El tiempo que interesa aquí no es cronológico, sino estructural: el tiempo lógico de una operación constituyente que no requiere palabras articuladas, pero sí la presencia de un Otro significante.
Ese desequilibrio motriz, esa inercia del cuerpo aún no dominado, se compensa con la asunción jubilosa de una imagen ilusoriamente unificada. Esta imagen ideal, que introduce una función de dominio, no remite a ninguna esencia ontológica, ni sostiene una inmanencia. Por el contrario, es una ficción estructurante: un montaje donde la libido se distribuye en una economía que compromete tanto lo imaginario como lo simbólico.
Así, el dinamismo libidinal no responde a un impulso natural, sino que se despliega como una distribución de catexias, orientadas por el deseo del Otro, que configuran el campo fantasmático del sujeto. No se trata sólo del espejismo de la imagen especular, sino del entramado de significantes que sostiene esa ficción, y que constituye un primer modo de organizar el mundo y la verdad.
Este campo fantasmático, que se constituye en el cruce de la imagen y el significante, protege y expone al mismo tiempo la radical dependencia del sujeto hablante. Dependencia no sólo motriz o biológica, sino estructural: porque en ese punto interviene el Otro encarnado, el “sostén humano” del que habla Lacan. Un deseo no puede ser anónimo: el deseo del Otro se presenta con rostro y voz, y es esa presencia la que torna posible la inscripción subjetiva.
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