En la historia del abordaje del espacio se distinguen diversos momentos. La geometría euclidiana, centrada en lo mensurable, dominó durante siglos la tradición helénica y su herencia. Con la geometría proyectiva, a partir de 1639, emerge un viraje: la perspectiva introduce un lazo entre extensión y combinatoria, de modo que lo mensurable cede su lugar a la transformación y a las relaciones de posición.
En este nuevo marco aparece un término decisivo: el punto impropio, correlativo de un cambio en el pensamiento. Desde él se funda la perspectiva en lo simbólico, a través de la noción de punto de fuga.
Más tarde, la topología se despliega como estudio de la estructura del espacio despojada de la medida, ocupándose de sus propiedades y de las funciones continuas. La conjunción entre geometría proyectiva y topología produce un punto de inflexión: el surgimiento de un S1 que subvierte la relación del sujeto con la extensión y, por lo tanto, con el cuerpo —un cuerpo que ya no puede pensarse como “propio”.
De allí que el interés se desplace de lo que se mide a lo que se traza, rompiendo con la ilusión de correspondencia entre objeto y representación. Esto abre la vía para pensar el pasaje de la teoría de la representación a la lógica del significante.
En ese horizonte, Lacan interroga oposiciones claves: cuadro y espejo, lo visual y la mirada. Es en ese terreno donde se precisa la estructura del fantasma como sostén del sujeto, sostenido en una coartada: dar a ver algo que, al mismo tiempo, vela el lugar desde donde es mirado.
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