La exigencia de la inscripción del cero porta la impronta de una falta estructural: el hueco necesario para el advenimiento del sujeto. Esa falta no se agota en el intervalo entre S₁ y S₂, sino que, como innumerable, se sitúa entre 0 y 1: allí donde la serie simbólica aún no ha comenzado y, sin embargo, algo insiste en su posibilidad.
Desde la perspectiva topológica, la identificación implica la instalación de un punto focal —una marca sobre la superficie, punto de reversión en la demanda que se aloja en el nivel de la enunciación. No se trata de una relación recíproca, sino reversible: la marca del Otro sobre el cuerpo del sujeto, pero también el lugar donde éste puede hacer pie.
Este punto, análogo a una cicatriz o una costura, funciona como un anudamiento que remeda al significante faltante. No separa un adentro de un afuera, y justamente por eso inscribe una imposibilidad. Desde allí, Lacan abre un abordaje inédito del cuerpo: el cuerpo como superficie cortada, delimitada por un borde. Cada corte modifica la superficie, y para pensar esta mutación se sirve de figuras como la banda de Möbius, el toro o la botella de Klein.
Se trata de situar coordenadas que permitan incidir clínicamente sobre un cuerpo que excede el marco especular. Un cuerpo de bordes, empalmes y suturas; un cuerpo pulsional donde el goce se distribuye según una economía política regulada por el discurso.
Desde esta perspectiva, la significancia cambia de registro: ya no remite al sentido, sino a la marca. La incidencia del Otro sobre el niño no puede reducirse a la significación del llanto: comporta una impronta corporal, una inscripción que antecede a toda palabra.
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