La relación entre lo escrito y el lenguaje se sostiene, en Lacan, sobre una preexistencia. Desde los primeros momentos de su enseñanza, el lenguaje se presenta como un campo previo al sujeto —un “tesoro del significante” en el cual éste se inscribe—, y aunque posteriormente reformula este punto, especialmente a través de la noción de lalengua (LaLangue), esa preexistencia nunca es abandonada, sino desplazada. En lalengua, Lacan acentúa el goce sonoro y material de la palabra, el costado opaco y contingente del lenguaje, allí donde la estructura simbólica deja ver sus bordes reales.
Ahora bien, si el lenguaje produce efectos, éstos no se reducen al efecto de sentido que la palabra vehiculiza. Lacan señala otra dimensión: la del escrito como efecto. Allí donde la palabra produce sentido, lo escrito produce marca.
El
“efecto palabrero” —como lo llama Lacan— se traduce en la precipitación de significancia, en la ilusión de un sentido que emerge de la articulación significante. Pero ese mismo proceso tiene un reverso, una dimensión que no depende de la semántica sino de la huella misma que el significante deja. Es lo que nombra como
“acuse de recibo”, una inscripción que
simboliza sin significar, un acto de registro independiente de cualquier valor de verdad o interpretación.
Este desplazamiento es fundamental: si la palabra está ligada a la verdad, lo escrito se orienta hacia lo fuera de sentido. Lacan distingue cuidadosamente entre sin sentido y fuera de sentido: el primero pertenece todavía al campo semántico —una variación interna al sistema del sentido—, mientras que lo fuera de sentido designa aquello que escapa por estructura al campo de la significación, pero que sin embargo exige una escritura que lo borde.
Por eso, lo escrito es segundo respecto de la palabra, no en un orden jerárquico sino de derivación: es lo que precipita del decir, su resto o sedimento formal. Escribir es, en este sentido, un modo de tratar lo que el lenguaje no puede absorber ni traducir.
Allí se entiende su distancia con el positivismo lógico, que pretendía fijar el valor de verdad del discurso según el sentido de sus proposiciones. Para Lacan, ese enfoque desconoce precisamente el núcleo que interesa al psicoanálisis: lo que no se deja atrapar por el sentido, el punto opaco que marca al sujeto en su relación con el lenguaje.
Lo escrito, entonces, no vale por lo que dice, sino por las relaciones que introduce —entre significantes, entre cuerpos, entre goce y verdad—. Es la forma que toma el lenguaje cuando deja de ser comunicación para volverse operación: un trazo que delimita, que fija un borde, que produce estructura.
Así, lo escrito en Lacan no es una representación del mundo, sino una manera de dar lugar a lo que en el lenguaje se resiste a decirse. Escribir, en última instancia, es hacer existir lo fuera de sentido.
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