La referencia de Lacan a la escritura no es un guiño superficial: es el fruto de una indagación prolongada que atraviesa culturas y soportes históricos. A lo largo de su enseñanza regresa a impresiones en alfarería, a inscripciones que acompañan los albores de la ciencia y a formas orientales de trazo —sobre todo la escritura china— porque en esos distintos registros encuentra claves para pensar cómo el signo incide en la estructura del sujeto y en la constitución del Otro como conjunto.
Hay, sin embargo, una distinción terminológica que conviene subrayar porque abre un campo interpretativo fecundo: la oposición entre lo que podíamos llamar aquí “phylum” y “exergo”.
Phylum remite a una lógica taxonómica: clasificar, ordenar, agrupar. Es la escritura que se presta a la codificación, que facilita la formación de series y estructuras colectivas —la escritura como fundamento de un discurso del Amo que quiere ordenar el mundo por categorías y jerarquías. En ese registro la letra tiende a ser tratada como elemento dentro de una red articulatoria, susceptible de ser reducida a su función en la significación.
Exergo, en cambio, designa otra modalidad de inscripción. Etimológicamente ligada a la idea de “fuera” y “obra”, remite a la inscripción que se coloca debajo de una figura —como la leyenda en una moneda— y que identifica no sólo un nombre sino un tiempo (el año de acuñación). De ahí surge la metáfora que propones: el “amonedamiento”. La moneda no sólo nombra; marca, certifica, deja una huella que circula. El exergo es, por tanto, escritura que amoneda: inscribe un valor que puede circular y operar como fecha, firma, testimonio material de un hecho.
Esa diferencia no es meramente filológica: tiene consecuencias teóricas profundas para la nominación lacaniana. Mientras el phylum facilita una lectura del nombre como elemento clasificatorio —un término que se integra en una serie—, el exergo hace visible la otra función del nombre propio: la operación performativa que funda un borde, una etiqueta que no reduce sino que singulariza. El nombre, bajo la forma de exergo, no es un mero índice en una taxonomía; es una inscripción que amonedada el vacío, que fija una falta y la convierte en punto de apoyo para la subjetividad.
Desde esta perspectiva se pueden entrever dos consecuencias para la lectura lacaniana de la nominación:
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La nominación como marca y acto: el nombre opera como inscripción que produce un borde —no simplemente como etiqueta que clasifica. Es un «colocar fuera» que dota de una figura al hueco del sujeto; por eso Lacan insiste en la dimensión del acto de nominar y en la diferencia respecto de cualquier reduccionismo psicológico.
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La circulación del valor y la fragilidad del Otro: el amonedamiento implica circulación, economía, valor. Si el nombre propio funciona como moneda, entonces la cadena significante se ve afectada por operaciones de cambio, por intercambios que no garantizan plenitud. La consistencia del Otro como conjunto queda, de ese modo, más vulnerable: la inscripción-exergo revela el carácter parcial y comerciable de las garantías simbólicas.
En suma: al pasar de una perspectiva phylum a una perspectiva exergo, Lacan no sólo rectifica la noción de escritura —de signo ligable a significación a inscripción con efecto lógico— sino que reconfigura la función del síntoma y de la nominación. La escritura amonedada introduce un borde, una marca que hace posible suturar la falta del sujeto sin pretender subsumirla; y al mismo tiempo expone la economía del Otro, su fragilidad frente a las operaciones de valor que la nominación comporta.
Esa doble operación —singularizar por medio de la marca y evidenciar la circulación del valor— es, a mi juicio, una de las claves para entender por qué Lacan vuelve una y otra vez a formas escriturarias diversas: porque buscaba no sólo un soporte teórico para el significante, sino una lógica de la inscripción capaz de pensar el inicio, el acto y la economía del sujeto.
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