Fuente: Courel, Raul (2005) "Notas breves y muy breves. Psicoanálisis, sociedad, política"
A poco de aprender a hablar, cuando las palabras y las frases empiezan a ir y venir con los demás con alguna fluidez, suele suceder que los chicos, ante cada cosa que le dicen respondan con un “por qué”. Los grandes ensayan entonces una explicación que será seguida por otro por qué, el que a su vez dará lugar a una nueva explicación, también seguida por un por qué, y así sucesivamente... Es de nunca acabar, como el cuento de la buena pipa.
Los adultos agotan sus recursos explicativos, a veces hasta cerrar la conversación con un “porque así es”. Pero, ¿de qué se trata? Se suele pensar que el tal “por qué” es una manifestación del anhelo del infante por entender la causa de las cosas, especie de espíritu científico natural que indaga por las razones, no dispuesto a conformarse con facilidad. Esta suposición pierde sustento cuando se advierte que la inmediatez con que se pronuncia cada nuevo “por qué” muestra que no hubo reflexión atenta alguna sobre la respuesta recibida, los por qué se formulan de modo automático, más allá de la índole de aquella. Se observa también que si la respuesta es ostensiblemente absurda puede causar risa, a menudo deteniéndose la retahíla de los por qué evidenciando que no buscaban determinar causales sino otra cosa.
Los por qué se originan en una indicación, observación o comentario que alguien hace al chico. Las palabras que escucha son un paso más de la serie que sigue su atención, puesta en los objetos que le rodean y en lo que acontece, que al concentrarse por un instante en uno de ellos, para hacerse pensamiento necesita palabras. Usa las que tiene, provenientes de su media lengua, que se va haciendo con las que escucha. Estas últimas también requieren, para ser pensadas, de otras palabras, que sus por qué procuran.
Antes que el entendimiento racional de una cosa el infante busca hablar de ella, el otro está ahí y es en ese vínculo que pide palabras antes que explicaciones.
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