Definir el síntoma como metáfora implica precisar su estructura formal dentro del marco psicoanalítico. En este contexto, el síntoma no se limita a ser un signo de patología, sino que se configura a partir de la operación del significante en el campo del Otro. Como afirmó Lacan, la existencia del sujeto depende de lo que se inscribe en ese espacio simbólico.
En su dimensión metafórica, el síntoma opera como una sustitución significante que se manifiesta con locuacidad: interpela al Otro y solicita interpretación. Esta cualidad radica en la capacidad de la palabra para dirigirse a un interlocutor, implicarlo y exigir una respuesta. Así, el síntoma articula un "mediodecir" que da acceso a una verdad velada, relacionada con el deseo cifrado y ofrecida para ser descifrada dentro de la transferencia.
No obstante, al explorar más allá de esta función simbólica, emerge lo que Lacan llamó el "núcleo opaco" del síntoma. Este núcleo representa un punto de goce inerte, una satisfacción que no divide al sujeto ni solicita respuesta, ya que no plantea ninguna pregunta al Otro. En este nivel, el síntoma deja de estar destinado al campo de la transferencia y se asienta en una dimensión de satisfacción autónoma.
El papel del analista consiste en aproximarse a este núcleo sin forzar su manifestación. En lugar de imponer una intervención, el analista busca convocarlo y promover una división subjetiva que permita transformar la mudez del goce en una palabra articulada. De este modo, se propicia un movimiento donde lo que estaba atrapado en el silencio encuentre expresión simbólica.
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