Existe una orientación clínica que justifica esa afirmación, tantas veces repetida, por la cual el psicoanálisis “no es una terapéutica como las demás”. Esa diferencia no radica únicamente en los medios que utiliza, sino —y sobre todo— en los fines que persigue.
Esta imposibilidad de una cura estandarizada da cuenta de algo estructural: en el sujeto hay un punto de imposibilidad, un límite que vuelve inviable cualquier técnica universal. No hay, por tanto, una “técnica analítica” en sentido clásico; hay, como dice Lacan, una técnica significante.
Esto significa que el analista se deja llevar por el discurso, por sus derivas, equívocos y tropiezos, para escuchar allí lo que determina el padecer subjetivo. Lo que guía la praxis no es un saber previo, sino una atención al detalle de las fallas, a lo que se interrumpe, vacila o se contradice.
En lugar de protocolos, lo que toma protagonismo son las dificultades, las contradicciones, los callejones sin salida... y, podríamos agregar, las vacilaciones del sentido. Esta serie de tropiezos no obstaculiza la cura, sino que la constituye: son ellos los que guían la escucha.
Allí donde el discurso yerra, aparece una fisura que se llena con ilusiones de sentido. Lacan lo nombrará, casi al final de su enseñanza, como “las ficciones de la mundanidad”. Es el intervalo donde se alojan los fantasmas, aquello que parece cerrar el vacío pero que lo conserva como tal, marcando un margen.
Tal vez, una paradoja. Una torsión del discurso que no lo redima, pero sí lo desplace; que interrogue el edificio de la verdad en el que se sostiene, lo saque de su lógica habitual, y lo confronte con el vacío que lo habita.
La dirección de la cura, entonces, no se orienta por una técnica ni por un ideal de salud, sino por la apertura de ese margen: allí donde el sentido falla, el sujeto puede emerger —no como identidad, sino como efecto.
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