El complejo vínculo entre escritura y letra en la enseñanza de Lacan tiene, en principio, una fuente evidente: la historia de las civilizaciones humanas. Es a partir del recorrido por los desarrollos culturales que Lacan comienza a construir esa articulación, que más adelante se sostendrá también en términos lógicos y estructurales.
La evolución de la cultura, que es también la historia de los alfabetos, muestra que la letra se encuentra ligada a dos dimensiones fundamentales, profundamente entrelazadas:
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Por un lado, a la producción cultural concreta, tal como puede observarse en la alfarería. Allí, las vasijas operan no sólo como objetos de uso cotidiano, sino como superficies donde se inscriben marcas vinculadas a prácticas sociales, costumbres y acciones.
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Por otro, esas mismas inscripciones funcionan como marcas de procedencia, huellas que indican una pertenencia, al inscribir coordenadas que remiten al lugar del Otro propio de cada momento histórico.
Desde una mirada antropológica, estas marcas pueden leerse como portadoras de significados contextuales: una función connotativa. Pero cuando Lacan se apoya en estos materiales para pensar la relación entre lenguaje y marca, parece introducir otro registro: uno denotativo, que se abre a la cuestión del referente. Esto no sucede al margen del Otro, pero sí más allá de su función como simple "tesoro del significante".
En este giro, Lacan afirma que la letra es un efecto de discurso, lo que lo lleva a declarar que “lo bueno de cualquier efecto de discurso está hecho de letra”. Sin embargo, esta definición no elimina al Otro, sino que lo reinscribe: la letra requiere de un lector, de un agente que produzca el pasaje entre la marca y su borramiento. Es decir, no hay escritura sin Otro.
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