El Seminario 16 de Lacan se abre con una afirmación paradójica: “La esencia de la teoría psicoanalítica es un discurso sin palabras”. Una proposición que, de entrada, recuerda la aparente contradicción de un saber no sabido. La inclusión del término esencia no es casual: introduce la especificidad de la praxis analítica, esa “terapéutica que no es como las demás”, orientada por medios y fines singulares, inseparables del límite que Freud ya había señalado con el más allá del principio de placer.
El psicoanálisis se define así como el discurso capaz de alojar al sujeto del inconsciente, efecto de la palabra y, sin embargo, parcialmente refractario a ella. Pues hay en el hablante algo que, aunque ligado al lenguaje, se sustrae a su tramitación y no se deja alcanzar del todo por su eficacia terapéutica. La pregunta clínica que se impone es: ¿cómo acceder a eso que, en el inconsciente, conecta con un real?
Para responderla, Lacan recorre primero el orden simbólico apoyándose en la antropología de Lévi-Strauss, hasta abandonar ese marco en favor de la lingüística de Saussure. El concepto de significante extraído de allí le permite interrogar la zona de cruce —esa lúnula— entre lo simbólico y lo imaginario. Sin embargo, este instrumental comienza a mostrar sus límites ante la aporía que se abre entre lo simbólico y lo real.
Será necesario entonces un nuevo desplazamiento: encontrar un recurso lógico que permita delimitar lo real como imposible. Este giro se inicia en La identificación, donde Lacan introduce la referencia a Gottlob Frege. De Frege toma el soporte lógico para pensar el inicio de una serie: numérica en Frege, significante en Lacan, pero esta vez desvinculado de su efecto de sentido.
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