La distancia entre la angustia-señal y el concepto de angustia, tal como Lacan lo trabaja en el Seminario 10, permite situar dos dimensiones diferenciadas. La primera se vincula a sus máscaras: hablar de una estructura de la angustia implica reconocer sus enmascaramientos, lo que la aproxima a la función de la señal.
El concepto de la angustia, en cambio, remite al borde, lo que presupone ya la función simbólica propia de un concepto. El límite, más ligado al campo imaginario, queda del lado de la señal. El borde, en cambio, abre la lógica del litoral, lugar donde lo real y el saber se tocan sin confundirse.
De esta diferencia surge una pregunta decisiva para la práctica: ¿qué hay del deseo más allá del fantasma?
Para abordarlo, Lacan se sirve de la oposición entre lo escópico y lo invocante. En lo escópico, asociado al fantasma, el deseo aparece disfrazado, velado, alienado en su trama. Más allá de ese campo se encuentra la voz, hilo conductor para resituar la función del Padre: la voz de Dios es el punto de partida para interrogar un Padre del que no se puede afirmar de antemano si demanda, desea o goza.
Preguntarse por el deseo más allá del fantasma conduce a considerar al Padre en su pluralización, ya no como elemento mítico fundante, sino como función atravesada por inconsistencias. Lo real del Padre se deslinda de toda pretensión de origen normativo: ¿cómo podría surgir la ley, que regula y normativiza, de lo desmesurado mismo?
Pensar el deseo más allá del fantasma, en la clínica, exige incompletar la verdad, reconocer su carácter no-todo. Solo desde allí puede formularse, por primera vez, la pregunta crucial: ¿qué estatuto tiene el deseo del Padre?
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