Cuando un niño deja de jugar, hablar o explorar, nos está diciendo que algo ha dolido más de lo que pudo decirse. Un duelo, un cambio significativo o una separación pueden despertar una angustia que el psiquismo aún no logra procesar, y la inhibición aparece como un repliegue defensivo del yo frente a esa angustia. En lugar de expresar, el niño se calla; en lugar de jugar, se retira. Así, funciones vitales para su subjetividad quedan suspendidas, afectando el lazo, el deseo y la capacidad de elaboración psíquica. Allí donde no hay palabra, el cuerpo y la conducta hablan su propio malestar.
La inhibición se diferencia del síntoma en la infancia por su modo de instalación. Mientras que el síntoma irrumpe con malestar y desconcierta al niño —como una fobia que angustia, un tic que no puede controlar o un dolor sin causa aparente—, la inhibición se instala en silencio, sin que el yo la viva como ajena. Es egosintónica: el niño no se queja, pero algo en él se apaga. Se retrae del juego, de los otros, de su despliegue, sin reclamos explícitos, aunque sí con señales claras en el cuerpo y en el vínculo.
El juego constituye la vía privilegiada de acceso al psiquismo infantil. A través de personajes, diálogos y situaciones creadas en la escena lúdica, lo inhibido, lo enigmático o lo doloroso encuentra una forma simbólica y se pone en acto. No se nace sabiendo jugar: el juego se construye en el lazo, con un otro que lo habilite, lo sostenga y lo acompañe. Como decía Freud: “Todo niño que juega se conduce como un poeta, creándose su mundo propio o, más exactamente, situando las cosas de su mundo en un orden nuevo.”
Cuando un niño deja de jugar, se pierde un espacio fundamental para la elaboración psíquica y el encuentro con el Otro. Esto puede derivar en sentimientos de indefensión y en una pobre percepción de sí mismo y de sus vínculos, con consecuencias en el desarrollo emocional, social y escolar, incluso llegando a estados depresivos o melancólicos.
La puerta para que un niño vuelva a jugar se abre cuando el analista habilita un espacio seguro y contenedor mediante su presencia corporal y experiencia lúdica. Allí se introducen personajes, gestos o situaciones que dialogan con el niño y acompañan su movimiento espontáneo, respetando su ritmo y singularidad. De este modo se busca la “llave lúdica”: ese elemento único que conecta con su deseo y abre la posibilidad de que el juego vuelva a tener lugar.
Las modalidades del juego en la clínica infantil son múltiples. El juego sensoriomotor, donde el cuerpo explora y habita el entorno; la narración compartida, que permite inventar relatos para dar forma a lo vivido; el dibujo y la pintura, expresiones pre-verbales de miedos, deseos y repeticiones; e incluso la escucha de los síntomas —tics, dolores, silencios— que transmiten lo que el niño no logra decir con palabras. Cada una de estas formas constituye un camino valioso para acompañar su sufrimiento y su singularidad.
En conclusión, la inhibición en la infancia nos invita a escuchar con atención esos silencios y repliegues que expresan un sufrimiento no dicho. El juego —en sus distintas formas—, junto con la apertura de un espacio seguro sostenido por el analista, habilita la posibilidad de elaborar, simbolizar y restituir el vínculo con el deseo. Acompañar cada singularidad con respeto y presencia es la llave para que el niño recupere su voz, su movimiento y su lugar en el lazo.
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