Cada vez con mayor frecuencia, en la clínica con niños y niñas aparecen —de manera explícita o velada— las huellas de traumas precoces: maltratos psicológicos o físicos, abusos sexuales intrafamiliares silenciados, castigos corporales, humillaciones o amenazas de distinto tenor. No hablamos aquí de fantasías edípicas, tal como las describiera Freud, sino de experiencias reales, horrorosas, que dejan marcas profundas en la subjetividad.
Freud nos enseñó desde los inicios de su obra que el ser humano nace en estado de indefensión (Hilflosigkeit), dependiente por completo de los cuidadores, tanto para sobrevivir físicamente como para constituirse psíquicamente. Por estructura, la relación en la niñez, la pubertad y la adolescencia es radicalmente asimétrica: los adultos tienen el poder. Como diría Fernando Ulloa, ese poder puede ejercerse en clave de ternura o de crueldad.
Cuando el Otro de los cuidados usa ese poder de manera perversa, tomando al niño como objeto de su propio goce, la situación se vuelve gravísima. Sin un debido tratamiento, el niño —y luego el adulto en que se convertirá— quedará hipotecado por el dolor psíquico, con alteraciones en el cuerpo y en la vida.
El abuso de poder en la crianza implica el colapso de la función normativa que sostiene la prohibición del incesto. Cuando los adultos transgreden esta ley básica, lo que se produce son vivencias siniestras (Unheimlich), como las llamó Freud: aquello familiar, íntimo y confiable se torna extraño, peligroso y dañino. Lo que debería ser refugio se vuelve amenaza.
En estos casos, lo siniestro no se trata de una elaboración fantasmática, sino de un acontecimiento real que irrumpe con violencia en la vida del niño. Ulloa lo describió con crudeza: allí donde debería imperar la ternura, triunfa la crueldad más pura, en lo que él denominó la encerrona trágica.
El efecto es devastador: al faltar el sostén amoroso, el aparato psíquico queda privado de los recursos para tramitar la vida, para realizar ese pasaje necesario de la dependencia endogámica a la independencia exogámica. El niño queda atrapado en un callejón sin salida, sin la posibilidad de simbolizar ni elaborar.
Frente a estas situaciones, la tarea del analista es compleja y delicada. Se trata de dar tratamiento a las manifestaciones que el niño presenta como denuncia de los horrores vividos, que muchas veces aparecen bajo la forma de “pesadillas diurnas”.
El analista debe sostener la paciencia clínica, evitando apresurarse a clasificar estos signos bajo “diagnósticos de moda” (ADD, autismo leve, trastornos de aprendizaje, pánico, psicosomáticas, anorexia o bulimia). La clave es no perder de vista que ciertas disrupciones psíquicas y corporales pueden ser efectos directos del terror, tan distinto de la angustia propia del crecimiento.
Lo que se ofrece al niño o adolescente es una presencia amorosa y confiable, un suelo simbólico donde su verdad pueda empezar a aflorar. En la infancia, el juego será el terreno privilegiado para leer lo acallado; en la pubertad o adolescencia, el relato irá poco a poco dejando entrever las claves de esa verdad aún no dicha.
En todos los casos, el analista se posiciona como aquel que escucha sin retroceder frente a lo traumático, habilitando un espacio donde la palabra pueda comenzar a bordear lo indecible y el sujeto, paso a paso, recupere algo de su lugar en el lazo.
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