La lectura lacaniana de la hipocondría es particularmente interesante porque introduce un cambio radical: ya no se piensa como un “trastorno del cuerpo” ni como una “regresión libidinal”, sino como un efecto estructural del modo en que el sujeto está inscripto en el lenguaje —en especial, de la relación con el significante del cuerpo y con el Otro del discurso.
Lacan no desarrolló una teoría sistemática de la hipocondría (como Freud o Abraham), pero a lo largo de su enseñanza —especialmente entre los Seminarios 3, 10 y 11— deja formulaciones muy precisas que permiten ubicarla dentro del campo de las psicosis y, más específicamente, como una forma particular de goce corporal.
Podemos organizar su pensamiento en cinco ejes:
Para Lacan, el cuerpo no es algo natural sino una construcción significante: el sujeto “tiene” un cuerpo en la medida en que el lenguaje lo recorta, nombra y unifica.
“El cuerpo es algo que se tiene —y eso, ya, es efecto del significante.”(Seminario XI, 1964)
En la hipocondría, esta articulación se resquebraja. El cuerpo deja de ser una unidad imaginaria sostenida por el significante, y el sujeto se confronta con fragmentos de goce localizados en zonas u órganos. Por eso los hipocondríacos suelen decir: “siento algo raro en el hígado”, “hay algo que no anda en el intestino”. No es una metáfora: es el goce que irrumpe directamente en lo real del cuerpo, sin mediación simbólica.
En términos lacanianos, podríamos decir que el significante que nombra y sostiene el cuerpo está agujereado o no opera plenamente. El cuerpo, entonces, “habla solo”: el sujeto lo padece como ajeno, extraño, amenazante.
Desde El seminario 3. Las psicosis (1955–56), Lacan vincula la hipocondría con la forclusión del Nombre-del-Padre: En la psicosis, el significante que organiza el campo simbólico (el Nombre-del-Padre) está forcluido. Como consecuencia, el cuerpo no está anudado simbólicamente, y aparecen fenómenos de cuerpo: dolores, sensaciones, voces, o ideas de influencia.
La hipocondría sería una de esas formas elementales del fenómeno de cuerpo:
“En la hipocondría, el cuerpo se vuelve escenario del goce, lugar donde el significante forcluido retorna en lo real.”(Seminario III)
No hay representación ni metáfora, solo goce directo del órgano. Por eso Lacan la diferencia del síntoma neurótico, que sí tiene estructura de metáfora (es un mensaje cifrado). En la hipocondría, el “dolor” no es mensaje, sino presencia de goce. El sujeto no puede ubicarlo ni simbolizarlo.
En El seminario 10. La angustia (1962–63) y El seminario 11. Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis (1964), Lacan introduce la noción de goce del órgano, en la medida de que cada órgano puede ser sede de un goce pulsional.
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En la neurosis, ese goce se liga al significante y se tramita a través del deseo.
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En la psicosis (y por extensión, en la hipocondría), ese goce se desata del campo del Otro, queda suelto, sin mediación.
El órgano se convierte en el lugar de una satisfacción pulsional opaca, fuera del sentido. No es que el sujeto “imagine” un dolor, sino que siente realmente un goce invasivo en el cuerpo.
“El hipocondríaco no se equivoca: hay algo que goza en su cuerpo, pero no sabe qué.”(Paráfrasis de Seminario XI)
Esto explica por qué el discurso médico —centrado en encontrar causas orgánicas— no logra resolver el padecimiento: lo que hay no es lesión, sino goce.
Lacan dirá más adelante que el cuerpo es el lugar donde el Otro goza. En la hipocondría, el sujeto experimenta justamente eso: un Otro que goza en su cuerpo, un goce que no le pertenece. Por eso muchas veces el hipocondríaco se queja no solo del dolor, sino de la injusticia o incomprensión de su padecimiento: De esta forma, escuchamos en la clínica frases como: “Nadie me cree.” “Me pasa algo que los médicos no entienden.”
En el fondo, lo que se juega es una relación alienante con el Otro: el cuerpo es tomado por un goce extraño, un goce que invade. De ahí el sentimiento de extrañeza corporal tan característico de estas presentaciones clínicas.
Implicaciones clínicas: del saber médico al saber del goce
Como venimos viendo con los distintos autores, la dirección de la cura, en este caso desde una lectura lacaniana, no apunta a convencer al paciente de que su dolor “no existe”, sino a:
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Dar lugar a la dimensión de goce que se manifiesta en el cuerpo.
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Hacerle un lugar al sujeto del inconsciente, allí donde el cuerpo está colonizado por el goce.
El analista, entonces no interpreta el “significado oculto” del síntoma corporal. Se orienta por el goce en juego: ¿qué goce se aloja en ese órgano? ¿qué economía libidinal sostiene ese padecimiento?
Cuando el sujeto puede nombrar, decir, articular algo del goce que lo habita, se reintroduce el cuerpo en el campo del significante. Y ahí el dolor puede transformarse —no necesariamente desaparecer, pero sí cambiar de estatuto.
Intervención privilegiada: la construcción en análisis
Pensar la intervención en la hipocondría desde la noción de “construcción en análisis” (Freud, 1937) articulada con la posición lacaniana del goce es una vía sumamente fecunda, porque apunta justo al corazón del problema clínico: en el campo hipocondríaco no hay material representacional disponible; lo que se presenta es goce sin sentido, cuerpo sin palabra.
Entonces, el analista no puede interpretar —porque no hay metáfora que descifrar—, sino construir, es decir: dar forma a un agujero de sentido, sin llenarlo, pero haciéndolo existir simbólicamente.
Detengámonos paso a paso qué implica esta intervención:
Por eso la construcción —en el sentido freudiano— se vuelve central:
“La construcción no revela algo ya dicho, sino que construye un fragmento de historia que nunca se inscribió.”(Freud, “Construcciones en el análisis”, 1937)
En la construcción, el analista propone un esbozo narrativo, una hipótesis histórica, para darle al sujeto la posibilidad de ligar lo corporal a una escena o significante. No se trata de “explicar” el síntoma, sino de ofrecerle una vía de inscripción simbólica a un goce que hasta entonces solo se sentía.
En el caso de la hipocondría, el analista no encuentra asociaciones ni fantasmas claramente articulados, sino fragmentos de goce condensados en el cuerpo:
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Una queja obsesiva sobre un órgano o una sensación.
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Un discurso médico repetido, técnico, sin afecto.
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Una imposibilidad de figuración: “No sé qué me pasa, pero sé que algo anda mal.”
En el fondo, se trata de una demanda de inscripción: el sujeto busca (sin saberlo) que alguien haga existir simbólicamente su sufrimiento. Lacan diría que el analista se enfrenta a un goce no mediado por el significante, que “hace agujero” en el campo del Otro.
El analista, entonces, no debe apresurarse a cerrar ese agujero con sentido, sino sostenerlo, alojarlo.
Existen varios niveles simultáneos a los que el analista debe prestar atención:
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El modo en que habla del cuerpo (lenguaje médico, técnico, fragmentario).
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La ausencia de metáfora (no hay “como si” sino afirmaciones literales: “me duele el hígado”).
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Los cortes o silencios: momentos donde el lenguaje se interrumpe y aparece el cuerpo.
Esos puntos de interrupción son las zonas donde el goce toca el lenguaje, y por tanto, donde el analista puede construir un borde simbólico.
En estos pacientes, la transferencia suele ser fría, operatoria, incluso hostil (“usted no me entiende”, “usted no cree que me duele”). El analista debe poder soportar esa transferencia mortífera, sin retirarse ni identificarse con el médico.
El gesto analítico consiste en encarnar un Otro que no goza del cuerpo del sujeto, sino que lo hace existir en el discurso. Esa diferencia introduce una posibilidad mínima de simbolización.
El analista puede entonces formular una intervención que no interpreta, sino propone una conexión posible entre el cuerpo y una pérdida, una escena, una palabra:
“Eso que duele, ¿podría ser también algo que se calló?”“Parece que ese dolor dice más de lo que usted cree, aunque no sepa qué.”
Sin imponer sentido, la intervención introduce la suposición de un saber, que reactiva el lazo entre cuerpo y palabra.
La construcción, en este contexto, no es una reconstrucción histórica “real”, sino una operación simbólica, en tanto toma el goce mudo del cuerpo y lo inscribe en una trama significante. No explica, sino que reintroduce el cuerpo en el campo del lenguaje. Le da al sujeto una posibilidad de decir “eso soy yo” —donde antes solo había “eso me pasa”. Es decir: la construcción transforma el padecer en enunciación.
Supongamos una paciente que consulta por “una presión constante en el pecho”, que ha recorrido innumerables médicos sin hallazgos. Habla en términos fisiológicos, sin emoción. En una sesión, dice: “Es como si me aplastara algo, pero no sé qué.”
El analista podría construir, no interpretando (“usted se siente aplastada por su madre”), sino devolviendo una forma posible:
“Hay algo que la oprime, pero todavía no tiene nombre. Quizá eso que no puede decir se siente así, como una presión.”
En la hipocondría, el analista no interpreta el cuerpo, sino que construye un borde simbólico donde el cuerpo pueda hablar sin destruir al sujeto. Su tarea es alojar el goce y, lentamente, darle una textura significante: pasar del “me duele el cuerpo” al “algo en mí habla a través de ese dolor”.
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