Ya en La angustia, Lacan introduce al Otro barrado en la dimensión de un quantum económico. De este modo lo lee como una energía libremente móvil que, en términos freudianos, rompe las barreras de protección del aparato psíquico.
Frente a ello se erigen diversas defensas, entre ellas el nombre propio. Esta es una de las primeras aproximaciones al real como impasse, y Lacan lo ubica en la intersección entre fantasma y trauma. Un detalle relevante: en el grafo no lo inscribe como matema, sino que se limita a consignar el significante de la barradura, lo que constituye un gesto de rigurosidad en su formalización.
En esta elaboración, el fantasma funciona como una pantalla que vela lo perturbador de lo repitiente en la repetición. Ese real se presenta entonces como un recorte, muchas veces ínfimo, casi un “ruidito” que incomoda.
No se trata de cualquier real. Y es importante subrayarlo, pues incluso dentro del campo analítico se tiende a pensar que sólo hay un único real: aquel que concierne al psicoanálisis. Pero existen otros. El real que aquí interesa es, en principio, un real pulsional, lo que plantea el problema de la significancia en ese nivel, distinta de lo connotativo.
El significante no logra aprehender este real que perturba. Por eso entra en juego lo denotativo, desplazando la significancia hacia el registro del sentido, no de la significación. En términos freudianos, allí se abre un agujero que puede identificarse con lo que deja Das Ding. Lacan lo reelabora en el pasaje de la falta a la pérdida, llevándolo al nivel de una hiancia con valor causal: un agujero que opera como causa.
Es esta hiancia primera la que hace posible lo que Lacan alguna vez llamó “simbiosis con lo simbólico”, expresión que, paradójicamente, subraya que tal simbiosis no existe. Frente a ello, la estructura neurótica se presenta como respuesta, una suerte de cicatriz que ubica su función y su lugar en el grafo.
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