Retomando aquella reformulación del concepto de libido que Lacan desarrolla en la década del sesenta, puede notarse que su reflexión se apoya, no de manera azarosa, en la topología. Para abordar a la libido desde su dimensión real, Lacan introduce la figura de la laminilla —ese resto inmortal, anterior a la individuación, que sobrevive a la pérdida del cuerpo orgánico.
El término mismo resuena con lámina, y por tanto con lo plano. Desde allí se abre una interrogación: ¿esta lámina participa de un plano con espesor, o de lo que Lacan llamó en ocasiones “lo ultraplano”, es decir, una superficie sin espesor, imposible de situar en el espacio euclidiano? Si así fuera, ¿qué tipo de cuerpo está implicado en ese registro? Claramente, no un cuerpo biológico, sino un cuerpo topológico, un cuerpo definido por bordes, cortes y superficies más que por volúmenes.
En este punto, una oposición fecunda emerge entre lo real y lo irreal. Lacan había señalado que tanto el deseo como el sujeto se “realizan” en la palabra; sin embargo, esa realización implica al mismo tiempo un resto: lo no realizado, que no se confunde con lo irreal. Existe, en efecto, un irrealizado de la posición sexuada, aquello que no se completa, que sólo puede sostenerse a través del semblante, de la impostura o la mascarada.
Responder afirmativamente implicaría suponer que en aquello que la libido plasma se inscribe algo real, algo que requiere tramitación o escritura por la vía del significante. Porque, en última instancia, sólo hay imposible lógico: la libido como órgano o superficie real representa el punto donde ese imposible encuentra su soporte material.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario